Sabed, pues, que había una vez un príncipe viudo que tenía una hija tan amada que no veía sino a través de sus ojos. Le había puesto una maestra que le enseñaba a hacer el punto encadenado, el punto aguja, los flecos y los dobladillos, y le mostraba un afecto que no se puede expresar con palabras. Pero habiéndose el padre casado recientemente con una colérica, malvada y endiablada mujer, esta maldita empezó a cogerle inquina a la hijastra y a ponerle mala cara, a torcerle el gesto y a mirarla con unos ojos que causaban espanto, hasta el punto de que la pobre chica se quejaba siempre a la maestra del mal trato de la madrastra y le decía: “Oh, Dios, ¿por qué no habrás sido tú mi madrecita, tú que no paras de hacerme mimos y caricias?”.
Y tantas veces le repitió esta cantinela que logró meterle un moscardón en la oreja, hasta que aquélla, cegada por el diablillo, le dijo una vez:
– Si haces lo que te sugiere esta cabeza loca, me convertiré en tu madre y te querré como a la niña de mis ojos.
Se disponía a seguir hablando cuando Zezolla (así se llamaba la muchacha) le dijo:
– Perdóname por dejarte con la palabra en la boca. Sé que me quieres, así que calla y sufficit:
– Enséñame el arte, pues yo vengo del campo; tu redactas y yo firmo.
-Sea -, respondió la maestra, – atiende bien, abre los oídos y el pan te quedará blanco como las flores. En cuanto tu padre salga, dile a tu madrastra que quieres uno de esos vestidos viejos que están en el baúl del desván para no gastar el que llevas puesto. Ella, que te quiere ver pobre y zarrapastrosa, abrirá el baúl y dirá: “Sujeta la tapa”. Y tú la sujetarás y, mientras ella esté hurgando por dentro, vas y sueltas la tapa de golpe, y así se partirá el cuello. Hecho esto, bien sabes que tu padre sería capaz de falsificar moneda por complacerte, de modo que tú, cuando te acaricie, ruégale que me haga su mujer, y así, bendita seas, has de convertirte en la dueña de mi vida.
Cuando hubo escuchado esto, a Zezolla le pareció que cada hora duraba mil años y, una vez cumplido a pies juntillas el consejo de la maestra y pasado el luto por la desventura de la madrastra, empezó a meterle en los cascos al padre la idea de que desposase a su maestra.
Al comienzo el príncipe lo consideró una broma, pero tantas teclas tocó la muchacha que al final dio con la precisa, y así él se plegó a las palabras de Zezolla y se maridó con Carmosina, que era la maestra, y se celebró una gran fiesta. Pues bien, mientras los esposos se dedicaban a retozar, ocurrió que un día Zezolla se asomó a un balconcillo de su casa, donde una palomita, que había llegado volando hasta el muro, le dijo:
-Cuando se te antoje algo, mándalo a pedir a la paloma de las hadas de la isla de Cerdeña, y al punto lo tendrás -. Durante cinco o seis días la nueva madrastra prodigó a Zezolla toda clase de mimos, cediéndole en la mesa el puesto de honor, dándole los mejores bocados, vistiéndola con las ropas más hermosas; solo que, transcurrido un corto espacio de tiempo, lo mandó todo al diablo y se olvidó por completo del favor recibido (¡oh, triste el alma que posee mala dueña!) y comenzó a encumbrar a seis hijas suyas que hasta ese momento había mantenido ocultas; y tanto hizo que el marido les cogió simpatía y apeó de su corazón a su propia hija, al extremo de que Zezolla, mucho a lo primero, y nada luego, acabó pasando del dormitorio a la cocina y del dosel al fogón, de los fulgores de seda y oro a los harapos, de los cetros a los espetones. Y no solo mudó estado, sino además nombre, y así de Zezolla pasó a ser llamada Gata Cenicienta.
Ocurrió entonces que el príncipe, habiendo de ir a Cerdeña por asuntos relacionados con su estado, antes de partir preguntó, una a una, a Imperia, Calamita, Fiorella, Diamante, Colombina y Pascarella, que eran las seis hijastras, qué deseaban que les trajese a su regreso. Y una le pidió trajes lujosos, otra adornos para el pelo, ésta afeites para la cara, aquella juguetes para pasar el rato, y, en fin, quien una cosa y quien otra. Por último, y casi por burla, le dijo a su hija:
-¿A ti qué te gustaría?”.
Y ella:
-Tan solo que me encomiendes a la paloma de las hadas y le pidas que me envíe algo; y, si esto olvidas, que tú no puedas andar ni hacia adelante ni hacia atrás. Recuerda bien lo que te digo: arma tuya, manga mía.
El príncipe partió, resolvió sus negocios en Cerdeña, compró lo que las hijastras le habían pedido y se olvidó de Zezolla; pero cuando embarcó y estando ya las velas desplegadas, no hubo manera de conseguir que el buque dejase el puerto y parecía como si frenase la rémora. El patrón del buque, que estaba casi desesperado, se fue a dormir por el cansancio y en sueños se le apareció un hada, que le dijo:
-¿Sabes por qué no podéis sacar el buque del puerto? Porque el príncipe que está a bordo no ha mantenido una promesa que le hizo a su hija y se ha acordado de todas salvo de la de su propia sangre.
El patrón se despertó y le contó el sueño al príncipe, que, confuso por su falta, marchó a la gruta de las hadas, donde, una vez que les hubo encomendado a su hija, pidió que le enviasen algo. Y hete aquí que salió de la caverna una hermosa joven, que parecía un confalón, y le dijo que agradecía a su hija la buena memoria y que por su amor le deseaba felicidad. Diciendo estas palabras le dio un dátil, una azada, una vasija de oro y un mantel de seda, y agregó que el dátil era para ser plantado y las restantes cosas para cultivarlo y cuidarlo.
El príncipe, maravillado de estos obsequios, se despidió del hada y regresó a su tierra, donde a su llegada entregó a todas sus hijastras lo que le habían pedido, y finalmente a su hija el regalo que le había enviado el hada. Y ella, que no cabía en sí de gozo, plantó el dátil en un bonito tiesto, lo escardaba, lo regaba y con el mantel de seda lo secaba día y noche, hasta el punto de que en cuatro días, habiendo alcanzado la estatura de una mujer, salió de él un hada que le dijo:
-¿Qué deseas? -. Zezolla le respondió que deseaba salir alguna vez de su casa, pero no quería que sus hermanas lo supiesen. Y el hada respondió:
-Cada vez que te plazca, acércate al tiesto y di:
¡Dátil mío dorado,
con la azada de oro te he labrado
con la vasija de oro te he regado,
con el mantel de seda te he secado,
denúdate y vísteme a mí! Y cuando desees desvestirte troca el último verso y di: Desnúdame y vístete tú.
Llegó por fin un día de fiesta y las hijas de la maestra, todas despimpolladas, aderezadas, enjalbegadas, repletas de cintillas, arreos y perifollos, todo flores y olores, rosas y cosas, salieron en fila de casa. Y Zezolla se acercó al punto a su planta y, dichas que hubo las palabras que le había enseñado el hada, apareció ataviada como una reina y montada en una jaca, rodeada de doce pajes acicalados y peripuestos, y así fue adonde habían ido las hermanas, a las que se les cayó la baba ante la belleza de tan resplandeciente paloma.
Quiso la suerte que a ese mismo lugar acudiese el rey, quien, a la vista de la extraordinaria belleza de Zezolla, quedó prendado y ordenó a su criado más fiel que se informase sobre aquella bellísima criatura, que averiguase quién era y dónde vivía.
El criado al momento se puso a seguirle los pasos; pero ella, que había descubierto el acecho, arrojó un puñado de monedas de oro que a tal objeto se había hecho dar por el dátil. El criado, deslumbrado por las monedas, se olvidó de seguir a la jaca por apropiarse del oro, y así ella entró de un salto en su casa, donde, desvestida que se hubo de la manera que le había enseñado el hada, llegaron los mostrencos de sus hermanas que, para que se derritiera de envidia, le hablaron de todas las cosas bonitas que habían visto.
El criado, mientras tanto, había vuelto a presencia del rey y le había contado el asunto de las monedas. Irritóse éste, le dijo que por cuatro reales cagados había malbaratado su placer y que a cualquier precio debía descubrir, en la próxima fiesta, quién era esa hermosa joven y dónde se ocultaba tan hermoso pajarito.
Llegó, pues, el día de la próxima fiesta y las hermanas salieron de lo más engalanadas y peripuestas, dejando a la despreciada Zezolla junto al fogón.
Pero en seguida está se acercó al dátil, le dijo las palabras consabidas y hete aquí que aparecieron un montón de doncellas: una con un espejo, una con el frasco de agua de calabaza, una con la plancha para los bucles, una con el colorete, una con los broches, una con los vestidos, una con la diadema y los collares y, cuando acabaron de ponerla hermosa como un sol, la montaron en un carruaje de seis corceles acompañado por palafreneros y pajes en librea y, no bien llegó al mismo lugar en el que había estado en la fiesta anterior, atizó estupefacción en el corazón de las hermanas y fuego en el pecho del rey.
Pero cuando se marchó y el criado salió en su persecución, para que no la alcanzara arrojó un puñado de perlas y alhajas y, mientras aquel hombre de bien se detenía a recogerlas, pues no eran cosas que pudieran despreciarse, ella tuvo tiempo de llegar hasta su casa y de desvestirse como siempre. El criado volvió cabizbajo ante el rey, y éste dijo:
-Por el alma de mis muertos, si no me la encuentras juro que te doy una solemne paliza y tantas patadas en el culo como pelos tienes en la barba.
Llegó la nueva fiesta y, salido que hubieron las hermanas, Zezolla volvió al dátil y, repitiendo las palabras del hechizo, fue vestida soberbiamente y montada en un carruaje, a cuyo alrededor iban tantos criados que parecía una puta sorprendida y perseguida por los esbirros en el paseo. Y, cuando hubo maravillado y despertado la envidia de sus hermanas, se marchó, seguida otra vez por el criado del rey, que esta vez se cosió con hilo doble al carruaje. Ella, al ver que no se despegaba de su lado, dijo:
-¡Arrea, cochero!-, y al punto el carruaje se lanzó a correr a toda velocidad, tanta que a ella se le cayó un chapín, la cosita más deliciosa jamás vista. El criado, incapaz de alcanzar el carruaje, que casi volaba, recogió el chapín del suelo y se lo llevó al rey, al que le contó lo que le había sucedido.
Y éste, con el chapín entre sus manos, dijo:
-Si los cimientos son tan hermosos, ¿cómo será la casa? ¡Oh, bello candelero, soporte de la vela que me consume! ¡Oh, trípode de la hermosa caldera en la que hierve la vida mía! ¡Oh, bellos corchos prendidos al sedal de amor con el que han pescado esta alma! ¡Ea, os abrazo y os estrecho y, si no puedo llegar a la planta, he de adorar las raíces, si no puedo tocar los capiteles, beso las basas! Habéis sido cepas de un blanco pie y ahora sois cepos de un corazón negro. Por merced vuestra, aquélla, la que tiraniza mi vida, medía un palmo y medio y más, y por merced vuestra así aumenta en dulzura mi vida, mientras os contemplo y os poseo.
Dicho lo cual, llama al escribano, convoca al trompetero y, tuturutú, manda publicar un bando: que todas las mujeres del país acudan a una fiesta pública y a un banquete que se le ha antojado celebrar. Y, llegado el día fijado, ¡Oh mi bien, qué comilona y qué festejos hubo! ¿De dónde saldrían tantas monas de Pascua y turrones, de dónde los estofados y las albóndigas, de dónde los macarrones y los ravioles? Pues había tal cantidad de cosas que hubiera podido saciarse un ejército entero.
Acudieron todas las mujeres, las nobles y las innobles, las ricas y las miserables, las viejas y las jóvenes, las bien parecidas y las feas; y, cuando terminaron de manducar, el rey, hecho el prosit, fue probando el chapín a cada una de las invitadas para ver a cuál de ellas se ceñía como un guante, y así, por la forma del calzado, dar con quien andaba buscando. Pero no halló ningún pie que calzase bien y poco le faltó para volverse loco. Con todo, luego que mandó a guardar silencio a todo el mundo, dijo:
-Volved mañana para hacer una nueva penitencia conmigo; ahora que, si me queréis bien, no dejéis a ninguna mujer en casa, sea quien sea.
Y dijo el príncipe:
-Tengo una hija, pero está siempre cuidando el fogón, porque es desdichada y de poca monta, y no merece sentarse donde vos coméis .
Y replicó el rey:
-Que ella ocupe el primer lugar de la lista, pues así me place!.
Al fin se marcharon y al día siguiente regresaron todos, y con las hijas de Carmosina llegó Zezolla; y el rey, apenas la vio, tuvo la sensación de que era ella la deseada, pese a lo cual se hizo el desentendido. Empero, cuando hubieron acabado de rechinar las muelas, llegó la prueba del chapín, el cual, no bien fue acercado al pie de Zezolla, se lanzó solo, como el hierro atraído por el imán, a calzar aquel huevecillo pintado de Amor. El rey, al ver esto, fue corriendo a estrecharla entre sus brazos y, sentándola bajo el baldaquín, le ciñó la corona a la cabeza y mandó a todas que le hiciesen homenajes y reverencias como a su reina. Las hermanas, lívidas de envidia, incapaces de aguantar esta aflicción de sus corazones, marcharon a la chita callando a la casa de su madre, admitiendo, a su pesar, que:
más puede la hermosura
que billetes y escrituras
Giambattista Basile
Giambattista Basile (1566-1632). Giovanni Battista Basile fue un escritor napolitano.
Escribió en diversos géneros bajo el seudónimo Gian Alesio Abbattutis. Recopiló y adaptó cuentos populares de tradición oral de origen europeo, muchos de los cuales fueron posteriormente adaptados por Charles Perrault y los hermanos Grimm.