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El Rey Dragón

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Amor
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Érase una vez un rey que tenía una esposa bellísima. En la noche de bodas, cuando se fueron a acostar, la cama había presentado un aspecto totalmente normal. Sin embargo, cuando se levantaron, descubrieron que en la cama había un escrito un que no tendrían hijos.

El rey se quedó muy afligido pensando que no podría darle un heredero a su reina, y la reina más aún.

Un día la reina iba sumida en sus pensamientos, apartada del camino, cuando tropezó con una vieja mujer que le pidió permiso para preguntarle qué era lo que la entristecía tanto. La reina se sobresaltó y dijo:

-Oh, aunque te lo diga no servirá de nada. En este asunto no me puedes ayudar.

-Bah, todo tiene arreglo -dijo la vieja rogándole que se lo contara.

La reina pensó que nada perdía por contárselo, así que le explicó cómo después de la boda, en su lecho nupcial, había aparecido el mensaje de que no tendría hijos que apareció en la cama en la mañana tras la noche de bodas; por eso estaba tan triste.

-En ese caso me parece que puedo daros un consejo para que tengáis hijos -repuso la vieja.

Le dijo que cuando se estuviera poniendo el sol, debía coger un puchero de barro y colocarlo en el ángulo noroeste de la empalizada. Que al día siguiente, cuando saliera el sol, debía ir a recogerlo. Dentro del puchero de barro habría dos rosas: una roja y otra blanca. Si cogía la roja y se la comía, sería niño; si cogía la blanca y se la comía, sería niña. Pero que en ningún caso debía comerse las dos.

La reina hizo todo tal como le había dicho la anciana. Por la mañana, cuando salió el sol, bajó a recoger el puchero y en él había dos rosas: una roja y otra blanca. Entonces no supo cuál coger y comerse. Si cogía la roja y tenía un niño, lo más probable es que tuviera que irse a la guerra, le matarían y ella se quedaría sin descendencia.

Así que pensó que lo mejor sería coger la blanca; en ese caso sería una niña y se podría quedar con ellos, casarse y obtener otro reino. Cogió la rosa blanca y se la comió. Pero tenía un sabor tan maravilloso que cogió también la rosa roja y se la comió, pensando para sus adentros: «Si tengo mellizos, tampoco estará mal».

En ese momento se sentía desgraciada porque el rey estaba en la guerra, pero poco tiempo después se dio cuenta de que estaba embarazada; escribió al rey dándole la noticia, y el rey se alegró mucho.

Pasaron los días y por fin llegó el momento del parto. Pero entonces dio a luz un dragón. Nada más nacer, se escondió en la alcoba, debajo de la cama, donde vivió en adelante.

Transcurrido algún tiempo, llegó una carta del rey anunciando

que pronto volvería a casa.

Cuando el rey regresó y llegó al patio en su carroza, la reina salió a recibirlo, pero el dragón quiso salir también a saludar al rey. Saltó a

uno de los lados de la carroza y dijo:

-¡Bienvenido a casa, padre!

-¿Qué? ¿Soy yo tu padre?

-Sí, y si no quieres ser mi padre, os haré pedazos a ti y a tu palacio.

Al rey no le quedó más remedio que decir que sí. Entraron, y entonces la reina tuvo que reconocer lo que había pasado con el remedio de la vieja.

Unos días después, se reunió el consejo y todos los principales del reino. Querían saludar al rey y felicitarle por su victoria sobre sus enemigos. Entonces llegó también el dragón y dijo:

-Ahora quiero casarme, padre.

-Pero ¿quién crees que va a querer casarse contigo?

-Como no me consigas una mujer, sea joven o vieja, grande o pequeña, rica o pobre, os haré pedazos a ti y a tu palacio.

De este modo el rey escribió a todos los reinos preguntando si alguien quería casarse con su hijo.

Llegó entonces una princesa bellísima, que se sorprendió mucho de que no le dejaran ver a su prometido hasta que no entraran en el salón donde les iban a unir en matrimonio. Cuando llegó el momento de la boda, entró el dragón y se colocó a su lado.

El día de la boda llegó a su fin, y entonces tuvieron que irse juntos a la alcoba. Pero en cuanto entró en la alcoba con ella, la mató.

Pasaron los días y llegó el cumpleaños del rey. Cuando todos estaban

sentados a la mesa, llegó de nuevo el dragón y dijo como la primera vez:

-¡Ahora quiero casarme, padre!

-Pero ¿quién crees que va a querer casarse contigo?

-Pues como no me consigas una mujer, sea como sea, os haré pedazos a ti y a tu palacio.

Entonces el rey volvió a escribir a muchos reinos preguntando si alguien quería casarse con su hijo. De nuevo llegó una princesa, a la que le sucedió exactamente lo mismo que a la primera.

El día del cumpleaños del rey, el dragón volvió.

-¡Ahora quiero casarme, padre!

Entonces el rey replicó:

-Ya no puedo conseguirte más mujeres. Dos poderosos reyes con cuyas hijas te he casado quieren declararme la guerra. ¿Qué voy a hacer con ellos?

-Déjales que vengan -repuso el dragón-. Mientras me tengas como amigo, pueden venir tranquilamente, sean dos o diez. Pero como no me consigas una mujer, sea como sea, os haré pedazos a ti y a tu palacio.

El rey tuvo que prometérselo, pero se sentía muy afligido.

Entonces llegó a la corte un hombre viejo que era pastor. Tenía una casita en el bosque, donde vivía con una hija. El rey salió a recibirlo y le dijo:

-¡Escúchame, buen hombre! ¿No querrías entregarme a tu hija como novia para mi hijo? Entonces el pastor contestó:

-Ay, no, no puedo hacerlo, pues no tengo más descendencia que ella para que me cuide en mi vejez. Además, si no ha perdonado la vida a tan bellas princesas, seguro que a mi niña tampoco se la perdona. Y eso sería un pecado.

Pero como el rey la quería a toda costa, al final el pastor tuvo que consentir.

El viejo regresó a su casa y le informó a su hija de todo. Ella se quedó tan completamente desesperada que decidió ir al bosque a coger manzanas silvestres y bayas, y a quedarse a solas con sus pensamientos. Ya en el bosque, vio a una vieja mujer que también había salido a coger bayas y manzanas. Llevaba una falda roja

y un chaleco azul. La mujer preguntó a la muchacha por qué estaba tan triste.

-Tengo buenos motivos para estar triste, pero no sirve de nada hablar de ello, pues no me podéis ayudar.

-Bah, todo tiene arreglo -dijo la vieja-, cuéntamelo.

-Pues se trata de lo siguiente: tengo que casarme con el hijo del rey, que es un dragón. Ya ha matado a dos princesas. Mi padre ha tenido que prometer al rey que me casaría con él, pero estoy segura de que a mí también me matará.

-Oh, en ese caso me parece que sí podría ayudarte, si haces exactamente lo que yo te diga. Y entonces la vieja le dio el siguiente consejo:

-En cuanto acabe la ceremonia, antes de irte con él a la alcoba, tienes que ponerte diez camisas; si no tienes tantas, que te las presten. Pues bien, antes de entrar en la alcoba, pide un barril de salmuera, un barril de leche y toda la leña que pueda llevar un hombre en sus brazos. Todo eso te lo tienen que llevar a la alcoba.

Cuando él entre, dirá: «¡Bella doncella, quítate la camisa!». Entonces tú le tienes que decir: «¡Rey dragón, quítate una capa de piel!». Y así sucesivamente hasta que te hayas quitado nueve camisas y él nueve capas de piel. Entonces a él ya no le quedará ninguna, pero tú aún llevarás puesta una camisa. En ese momento tienes que ir a por él, pues ya no será más que un trozo de carne sanguinolenta.

Sumerges las ramas en la salmuera y le golpeas con ellas hasta que creas que ya no le queda nada sano. Luego le lavas con la leche, le envuelves en las nueve camisas y le coges en tus brazos. Inmediatamente te quedarás dormida.

La muchacha agradeció el consejo, pero le asustaba mucho todo lo que tenía que hacer con un animal tan cruel.

Llegó el día de la boda. Una grande y pesada carroza pasó a recoger a la muchacha, dentro de la cual iban dos damas que tenían que vestirla con el más bello traje de novia. Ya vestida, entró en el salón. El dragón llegó, se colocó a su lado y el sacerdote los unió en matrimonio. Al anochecer, llegó el momento de retirarse al lecho nupcial. En ese momento, ella pidió el barril de salmuera, el barril

de leche y la leña; dijo que le llevaran todo aquello a la alcoba. Los señores de la corte se burlaron de ella y comentaron que aquello no era más que vanidad y veleidades de campesina. Pero el rey dijo:

-Que le den lo que pide.

Antes de entrar en la alcoba, se puso nueve camisas sobre la que ya llevaba puesta. Luego ambos entraron en la alcoba.

-Bella doncella, ¡quítate la camisa! -dijo el dragón.

-Rey dragón, ¡quítate una capa de piel! -contestó ella.

Y así sucesivamente hasta que ella se quitó nueve camisas y él sus nueve capas de piel. Entonces ella se llenó de valor. Él estaba en el suelo, apenas se podía mover y sangraba. Ella cogió las ramas, las sumergió en la salmuera y le golpeó con todas sus fuerzas mientras quedó algún trozo de rama. Luego le lavó en la leche, le envolvió en las nueve camisas y le cogió en sus brazos. Inmediatamente

después se quedó profundamente dormida, pues ya era tarde. Cuando se despertó, tenía entre sus brazos a un bello príncipe.

Amaneció, pero nadie se atrevía a abrir la puerta de la alcoba nupcial y mirar, pues todos imaginaban lo que había pasado con la muchacha. Por fin el propio rey quiso entrar a comprobarlo. Cuando abrió la puerta, exclamó:

-¡Entrad, entrad y mirad! Todo ha ido bien.

Cruzó la alcoba sintiéndose muy feliz; fue a buscar a la reina y a todos los demás, que se acercaron al lecho nupcial a felicitarlos. Llegaron también los criados, la pareja se levantó y se dirigió a otro cuarto para que los vistieran…, en la alcoba había demasiada gente.

Decidieron volver a celebrar la boda, con alegría y placer. El rey y la reina le habían cogido mucho cariño a la joven princesa. No sabían cómo agradecerle que hubiese salvado a su dragón. Poco tiempo después, se quedó embarazada; pero volvió a declararse la guerra, así que; ambos, el viejo rey y el rey dragón, tuvieron que marcharse al frente.

Llegado el momento, la joven reina dio a luz dos hermosos niños. Por aquel tiempo servía en la corte el Caballero Rojo, a quien le encargaron que llevara una carta al rey comunicándole que había tenido dos hijos. Pero en cuanto se había alejado de la corte, rompió la carta y escribió otra en la que ponía que su esposa había parido dos perros. El rey recibió la carta y se puso muy triste. Le parecía muy extraño que su esposa hubiera dado a luz dos cachorros de perro y le dio mucho miedo que fueran también una especie de dragones. Pero contestó a la carta diciendo que los dejaran con vida, si eran capaces de sobrevivir, por lo menos hasta que él regresara.

El Caballero Rojo, que debía volver con esta carta, la rompió también y escribió otra que decía que se debía quemar a su esposa junto a

sus dos hijos. A la vieja reina le entristeció muchísimo aquella carta, pues le tenía un gran aprecio a su nuera. Algún tiempo después llegó otra carta que anunciaba el regreso del rey. Entonces en la corte cundió el pánico; no sabían qué hacer con los tres, pues la vieja reina no tenía coraje para hacerlos quemar. A los niños los llevaron

con dos nodrizas, pues todos pensaron que quizás el rey se sintiera más indulgente cuando regresara. A la joven reina le dieron provisiones y algo de dinero y la enviaron al bosque.

Anduvo por el bosque varios días, sintiéndose miserablemente mal.

Finalmente llegó hasta una gran montaña, que subió sin decir palabra. En la cima de la montaña había tres bancos. Se sentó en el de en medio sintiendo que sus pechos rebosaban de leche. Como no podía dar de mamar a sus hijos, decidió apretárselos para sacar la leche. Entonces llegaron dos grandes aves: un cisne y una grulla, que se sentaron junto a ella, uno a cada lado. Estaban tan cerca de ella

que la leche les empezó a caer en el pico. La muchacha seguía allí sentada cuando las dos aves se convirtieron de pronto en los príncipes más bellos que nadie había visto jamás. A su vez, la montaña se convirtió en el más hermoso de los palacios reales, con gente, ganado, oro y plata y todo lo que un palacio suele tener. Todo

aquello había estado hechizado: los dos príncipes sólo serían redimidos y volverían a su estado normal cuando hubieran bebido la leche de una reina que previamente hubiera dado a luz dos niños. Así pues, ella se quedó con los dos príncipes, el príncipe cisne y el príncipe grulla. Ambos querían casarse con ella por haber conseguido librarlos de su hechizo.

Entretanto, el rey dragón regresó a casa y preguntó por su mujer.

-¿Cómo te atreves a preguntar por ella? -contestó la reina-. ¡Valiente marido eres tú! ¿Es que ni siquiera se te pasó por la cabeza que ella te había salvado de tu miseria? Y no se te ocurre otra cosa que mandarnos que la quememos junto a los dos niños. ¡Deberías avergonzarte!

Entonces el rey contó que en su carta ella decía que habían nacido dos cachorros de perro, pero que él había contestado que los dejaran vivir hasta que él volviera a casa. Después de muchos dimes y diretes, empezaron a pensar que el Caballero Rojo tenía algo que ver en aquel asunto. Le detuvieron y, por fin, éste confesó que había cambiado las cartas. Le metieron en un tonel claveteado, lo engancharon a cuatro caballos y lo arrastraron al galope.

El rey se afligió mucho por su esposa y sus hijos, porque ahora sabía que ésta había dado a luz dos hermosos niños. La vieja reina le tranquilizó en cuanto a los niños:

-Por los niños no te preocupes; sabemos que están a buen recaudo. Los hemos alojado con dos nodrizas. Pero no tengo ni idea de cómo le va a tu esposa.

Le dimos provisiones y algo de dinero y partió hacia el bosque a buscar un lugar donde vivir.

Él anduvo dos, tres días buscándola, pero no la encontró. Cuando llegó al palacio del bosque, acudió a la gente y preguntó, pero le dijeron que no habían visto a ninguna joven errante por el bosque; no, no habían visto nada. Entonces quiso entrar en el palacio a conocer a la familia real que vivía allí. Nada más entrar vio a su esposa, y ella también le vio a él. Pero ella sintió mucho miedo, pues pensó que la estaba buscando para quemarla, así que salió huyendo. Los dos príncipes entraron, empezaron a hablar con el recién llegado y pronto se hicieron buenos amigos. Los dos príncipes pidieron al rey que se quedara a comer. Entonces el rey les preguntó de dónde era la hermosa doncella que vivía con ellos. Le contaron que era realmente muy buena y cariñosa, que les había salvado a los dos. El rey quiso saber de qué les había salvado, así que le contaron toda la historia.

El rey dijo que a él también le encantaría tener a una muchacha como aquélla y les propuso que se sometieran juntos a una prueba.

Servirían a la muchacha una comida muy salada; aquel al que le pidiera que brindara a su salud, podría quedarse con ella. Los dos

príncipes se mostraron de acuerdo, pues así se decidiría por fin cuál de los dos iba a casarse con ella. Naturalmente, ni se les ocurrió que ella pudiera pedirle al desconocido que brindara a su salud.

Cuando llevaban un rato comiendo, ella dijo:

-Me parece que la comida está bastante salada. El príncipe cisne está sentado a mi lado, el príncipe grulla me ama y el rey dragón brinda a mi salud.

El rey dragón cogió la jarra inmediatamente y bebió a la salud de ella y a la de los otros.

Entonces los dos príncipes tuvieron también que beber a la salud de ella y a la salud del rey, aunque ahora se arrepentían de todo aquello. Entonces el rey les contó que ella le había salvado primero a él, así que creía que era el que más derecho tenía a quedarse con ella. Los dos príncipes le contestaron que, de haberlo sabido antes, se la habrían devuelto. Pero el rey dragón dijo:

-De eso no estoy tan seguro.

Regresó a casa con ella y mandó que le devolvieran a sus hijos.

El príncipe cisne se quedó con el palacio del bosque y se casó con una princesa de un reino lejano.

El príncipe grulla se fue a otro reino, donde se casó. Así pues, a pesar de todo, cada uno encontró su lugar. El rey dragón y su reina vivieron bien, con todos los honores, fueron felices toda su vida y tuvieron muchos hijos más.

La última vez que estuve en su casa me sirvieron una rebanada de pan de estaño en un cedazo.

Cuento popular danés recopilado por Ulf Diederichs (1937-2014)

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Ulf Diederichs

Ulf Diederichs (1937-2014) . Fue un editor y autor alemán.

De familia de editores, tubo gran interés en cuentos de hadas, leyendas de fantasía y mitología oriental.

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