En cierta comarca de Vaage, en Gudbrandsdale, vivía antiguamente un matrimonio muy pobre. Tenían muchos hijos y dos de ellos eran ya lo bastante creciditos para recorrer la comarca pidiendo limosna. Por esta razón conocían al dedillo todos los caminos y sendas de la región y también habían recorrido varias veces el atajo que llevaba a Redale.
En cierta ocasión se les ocurrió ir a ese bosque, pero al mismo tiempo se enteraron de que algunos halconeros habíanse construido una cabaña en Maela, de modo que se les ofreció la ocasión de matar dos pájaros de una pedrada, pues deseaban ver los halcones y cómo cazaban los pajarillos. Por consiguiente, tomaron el atajo a lo largo del bosque.
Es preciso añadir que estaba bastante avanzado el otoño, de modo que las muchachas que se dedicaban a ordeñar leche habían abandonado las chozas para volver a sus casas y, por lo tanto, los dos muchachos no podían abrigar la esperanza de obtener albergue ni comida.
Viéronse, pues, obligados a dirigirse en línea recta a Hedale, pero la senda apenas era visible, de modo que, al anochecer, diéronse cuenta de que se habían extraviado. Y lo peor fue todavía que tampoco sabían dónde se hallaba la cabaña de los halconeros.
Se encontraban entonces en lo más profundo del bosque, ignorando en absoluto qué dirección les convenía seguir y, después de hacer varias tentativas, comprendieron la inutilidad de seguir adelante. Por lo tanto, empezaron a romper ramitas y con ellas encendieron una hoguera y dispusieron una especie de choza de ramaje, gracias a que uno de ellos llevaba un hacha, hecho esto recogieron musgo y ramas de brezos, para hacerse una cama para cada uno.
Llevaban ya algún tiempo tendidos, cuando pudieron oír unos extraños resoplidos como si alguien respirase con gran fuerza por la nariz.
Los dos muchachos aguzaron el oído para averiguar si se trataba de algún animal silvestre o bien de unos Trolls del bosque y, de pronto, oyeron un resoplido mucho más fuerte que los anteriores y, una voz poderosa y bronca, dijo:
-Por ahí huele a sangre de cristiano.
Al mismo tiempo los dos muchachos oyeron unos pasos tan fuertes y pesados que hacían estremecer la tierra, de modo que ya no pudieron dudar de que unos Trolls andaban por allá.
-j Dios nos ayude! ¿Qué haremos?-exclamó el más pequeño dirigiéndose a su hermano.
-Mira-le contestó el mayor-o Lo mejor será que tú no te muevas, aunque debes estar dispuesto a coger nuestros sacos y echar a correr cuando veas que se acercan. Yo, por mi parte, empuñaré el hacha.
Apenas había acabado de pronunciar estas palabras cuando vieron venir hacia ellos a los Trolls como locos. Eran tan altos y fornidos que sus cabezas llegaban a la altura de los más elevados abetos, más por suerte sólo disponían de un ojo entre los tres y se lo pasaban de uno a otro para poder ver por dónde iban.
En su frente tenía cada uno un agujero, donde ajustaban el ojo, como atornillándolo con la mano.
El Troll que iba delante guiaba a los demás, que se agarraban a una prenda de su traje, para no extraviarse.
-Coge los sacos-ordenó el hermano mayor-. Pero no te alejes demasiado. Así verás lo que sucede. Y como su ojo está a grande altura, les resultará muy difícil verme cuando yo me sitúe a su espalda.
El hermano menor agarró los dos sacos y echó a correr. Los Trolls lo descubrieron en el acto y empezaron a perseguirlo. Pero el hermano mayor se situó detrás de ellos y con su hacha dio un fuerte golpe en el tobillo de uno de los Trolls, el cual dio un chillido horrible y el que iba delante se asustó tanto, que empezó a temblar y se le cayó el ojo de la mano.
El muchacho al observar tal cosa se apresuró a apoderarse del ojo, Era mucho mayor que dos potes de a litro juntos y tan claro y brillante que a pesar de la profunda obscuridad del bosque, todo parecía clarísimo cuando se miraba a través de él.
Así que los Trolls se dieron cuenta de que les habían quitado el ojo y de que uno de ellos estaba herido, empezaron a amenazar al muchacho con todos los males posibles de este mundo, si no les devolvía inmediatamente el ojo.
-Me río de vuestras amenazas y de todos los Trolls habidos y por haber – contestó el muchacho-o Ahora yo tengo tres ojos y vosotros tres no tenéis ninguno. Además, entre los dos, habréis de llevar al tercero.
-¡Si no nos devuelves inmediatamente nuestro ojo, tu hermano y tú vais a ser convertidos en piedras !-gritó un Troll.
Pero al muchacho le pareció que las cosas no podían ir tan deprisa. No temía los encantamientos ni hacía caso de las amenazas. Y estaba resuelto a que si no lo dejaban en paz, matarla a hachazos a los tres Trolls o, por lo menos los heriría de tal manera, que habrían de avanzar por el bosque como si fuesen lisiados como cualquiera de los animales que se arrastran sobre su vientre.
En cuanto los Trolls oyeron sus palabras, se asustaron aún más y entonces hablaron al muchacho, ya en tono bondadoso y afable. Le dirigieron amables ruegos para lograr de que les devolviese su ojo, prometiéndole que, a cambio de él, le darían gran cantidad de oro y plata, y todo cuanto pudiera apetecer.
Sus palabras sonaron muy bien en los oídos del muchacho, pero como era un chico listo, les contestó que primero habían de darle el oro y la plata. Así, pues, si uno de ellos se volvía a su casa en busca del oro y de la plata necesarios para llenar su propio saco y el de su hermano y si además les daba dos ballestas, él se comprometía a devolverles su ojo. De lo contrario, se lo guardaría, conservándolo con el mayor cuidado hasta que hubiese recibido la recompensa.
Los Trolls estaban muy apurados, porque ninguno de ellos podía volver a su casa sin ver el camino que seguía. Y, convencidos de que su diminuto enemigo cumpliría la palabra dada resolvieron echarse a gritar llamando a sus mujeres, porque también las tenían. Después de un buen rato llegó la respuesta desde una montaña vecina, situada al norte.
Los Trolls, a gritos, recomendaron a aquella mujer que se dirigiese a ellos, cargada con dos cubos de plata, y llevase además dos ballestas, y ya podéis imaginaros que ella no tardó mucho en llegar.
Cuando se enteró de lo ocurrido, a su vez empezó a amenazar al muchacho con toda la suerte de brujerías y de maldiciones, pero los Trolls estaban tan asustados que le recomendaron ser prudente, porque aquella pequeña avispa era muy capaz de llevarse el oro, la plata, las ballestas y también el ojo.
La mujer de los Trolls arrojó al suelo los cubos y las ballestas. Entonces el muchacho tomó los regalos y luego tiró a lo lejos el ojo de los Trolls, quienes encargaron a la mujer que lo buscase, mientras él se apresuraba a desaparecer en compañía de su hermano.
A partir de aquel día nadie más ha oído decir que los Trolls anduviesen por el bosque de Hedale, en busca de sangre cristiana.
Cuento popular noruego recopilado por Peter Christen Asbjørnsen (1813-1882). Posteriormente traducido y publicado por la editorial Araluce, en 1936. Ilustración de J. de la Helguera.
Peter Christen Asbjørnsen (1812-1885). Fue un escritor folclorista y científico noruego. Trabajó como jefe forestal.
Junto con Jørgen Moe, recopiló leyendas y cuentos populares noruegos