Una vez había un rey que tenía siete hijos y los quería tanto que sie
mpre quería estar acompañado por lo menos de uno de ellos.
Pero cuando ya fueron mayores, los seis primeros decidieron salir en busca de novia.
El menor se quedó en el palacio y al lado de su padre, pues sus hermanos le habían prometido que además de sus respectivas prometidas, le llevarían otra para él.
El rey dio a los seis hijos mayores los trajes más bonitos que podéis imaginaros, tan finos y resplandecientes que despedían luz, además cada muchacho le pidió un caballo que costaba un verdadero tesoro y no os hablo de otras prendas de su equipo, tan magníficas como las ya mencionadas, porque sería cuento de nunca acabar. Baste decir que iban adornados y provistos como mejor puede imaginarse y según correspondía a su alta alcurnia.
Los seis príncipes visitaron muchos reinos y conocieron numerosas princesas, pero en todas ellas observaban algún defecto o alguna mala cualidad, de modo que no se resolvían a pedir ninguna por esposa.
Por último, llegaron a la corte de un rey que tenía seis hijas, todas bellísimas, como no habían
visto nunca, de modo que casi puede decirse que, en el mismo instante de haberlas visto, los seis príncipes se enamoraron de ellas y empezaron a hacerles la corte.
Las princesas no se mostraron insensibles a sus súplicas, de manera que, a los pocos días, cada una de ellas había aceptado a su pretendiente respectivo y los príncipes, después de obtener el consentimiento del monarca y una vez las jóvenes princesas hubieron hecho sus preparativos de viaje, emprendieron el regreso hacia su propio país, aunque sin acordarse, ni remotamente de su promesa de llevar una prometida a su hermano menor, porque no pensaban en otra cosa que en sus respectivas novias.
Cuando ya hubieron recorrido buena parte de su camino, pasaron por el pie de una montaña muy empinada, casi cortada a pico, en cuya cima se hallaba el palacio de un gigante.
Este, al oír el ruido de los cascos de los caballos, salió y como estaba animado de muy malos sentimientos y se complacía en hacer mal, sin otro motivo que el gusto de obrar de esa forma, transformó a los príncipes, a las princesas y a los caballos en otras tantas figuras de piedra.
El rey, mientras tanto, esperaba con grande impaciencia el regreso de S).1S seis hijos, mas a pesar de que ya tardaban, nunca llegaba el día de su vuelta. Tan extraña tardanza infundió tilla intensa pena en el anciano monarca, quien aseguró que, si no volvía a ver a sus hijos, nunca más recobraría la tranquilidad.
-y menos mal que no te dejé marchar – dijo a su hijo menor-, porque, de lo contrario, me habría muerto de pena. Bastante dolor me causa la pérdida inexplicable de tus hermanos.
-Pues, precisamente, yo me proponía, padre y señor, pediros el permiso para salir en su busca. Y ese mismo favor es el que solicito de vuestra bondad-contestó el príncipe.
-jDe ninguna manera! – replicó el padre-. Nunca te daré permiso de marchar, porque, ¡quién sabe si tampoco volverías! Pero el príncipe estaba deseoso de salir en busca de sus hermanos y, al fin, se decidió a poner en obra su propósito.
Rogó tanto y tanto a su padre que, por fin, éste no tuvo más remedio que darle el consentimiento.
Al rey ya no le quedaba ningún caballo de valor, trajes ni equipos soberbios que dar a su hijo. Sólo pudo proporcionarle un caballo matalón.
Pero al muchacho no le importó gran cosa ese detalle ni el hecho de ir provisto de un buen equipo y así, con el traje de todos los días montó a caballo y se dispuso a marchar.
-Adiós, padre-dijo-. Hasta que vuelva, no temáis cosa alguna. Y es muy fácil que traiga conmigo a mis seis hermanos.
Dicho esto, emprendió la marcha.
Al cabo de un buen rato encontró un cuervo en el suelo, que, si bien agitó las alas, no pudo apartarse de su paso, tan debilitado estaba por el hambre.
-jOh, querido amigo! – exclamó el cuervo. – Dame un poco de comida y te ayudaré cuando te encuentres en alguna necesidad -Pocas provisiones llevo-contestó el príncipe-, y, por otra parte, no veo en qué podrás serme útil. Sin embargo, te daré alguna cosa, porque veo que tienes gran necesidad de comer.
y en efecto, dio tilla parte de sus provisiones al cuervo.
A poca distancia de allí llegó a un arroyo, en el cual yacía un gran salmón. El pobre pez había ido a parar a un lugar seco y, por mucho que se esforzaba no podía llegar de nuevo al agua.
-j Oh, querido amigo! – dijo el salmón al príncipe-. Dame un empujón para devolverme al agua y yo, en cambio, te ayudaré cuando lo necesites.
-Supongo-contestó el príncipe-, que tu auxilio no me será de grande utilidad, pero de todos modos es una lástima dejarte ahí para que asfixies.
Dicho esto, cogió al pez y lo tiró al agua.
Después de este incidente, avanzó durante largas horas y, por último, encontró a un lobo tan hambriento, que sólo tenía fuerzas para arrastrarse por el camino.
-Querido amigo, regálame tu caballo, – rogó el lobo-. Estoy tan hambriento, que el viento silba al rozar mis costillas. Hace ya dos años que no pruebo bocado.
-No – contestó el joven príncipe -. Eso no lo haré. Primero encontré un cuervo y me vi obligado a darle una parte de mis provisiones.
Luego llegué al lado de un salmón y tuve que ayudarlo a volver al agua, y ahora tú me pides mi caballo. No puedo complacerte, porque es mi única montura.
-Pues podrías ayudarme, querido amigo contestó el lobo-. Si quieres yo te serviré de cabalgadura y aun te ayudaré en un momento de necesidad.
-Poca será la ayuda que puedas prestarme -replicó el príncipe-pero puesto que lo necesitas tanto, te cedo mi caballo.
En cuanto el lobo hubo devorado la montura del príncipe, éste tomó el bocado, lo puso entre las mandíbulas del lobo y le sujetó la silla sobre el lomo. Y como el animal había recobrado todo su vigor, después de tan buena comida, sin el menor esfuerzo pudo resistir el peso del príncipe y echó a correr con tal rapidez, que el joven quedó pasmado.
-Dentro de poco rato – dijo el lobo de pronto – te mostraré la casa del gigante que se apoderó de tus hermanos.
Y, en efecto, apenas había transcurrido un cuarto de hora, cuando pudieron contemplarla a corta distancia.
-Mira, ahí está la casa del gigante-dijo el lobo-y ésos son tus seis hermanos a quienes, como a las princesas que los acompañaban y también los caballos, el gigante ha transformado en piedra. Allí, según podrás ver, está la puerta del castillo y es preciso que vayas a llamar a ella.
-Lo cierto es–contestó el príncipe, algo atemorizado-, que no me atrevo, porque el gigante me quitará la vida.
-De ninguna manera. No tengas ese temor –contestó el lobo-. Al entrar encontrarás a una princesa, quien te indicará la manera de acabar con el gigante. Únicamente he de recomendarte que sigas con toda exactitud las instrucciones que te dé.
Reanimado por estas palabras, el joven príncipe, aunque no había perdido del todo su miedo, se dirigió a la puerta del castillo del gigante y llamó.
Abrióse la puerta en el acto y el príncipe pudo observar que, de acuerdo con lo que le dijera el lobo, se presentaba a él una princesa tan hermosa como nunca viera él otra igual.
-j Oh, Dios os ayude! ¿De dónde venís? – preguntó la princesa al verlo-. Este paso que habéis dado, será la causa de vuestra muerte.
Habéis de saber que no hay nadie en el mundo capaz de matar al gigante que vive aquí, porque no tiene el corazón en el cuerpo.
-Bueno, bueno-contestó el príncipe-. Pero, puesto que ya estoy aquí, sería mucho mejor hacer algo para ver si puedo librar al mundo de la presencia de ese monstruo. Además, deseo devolver la vida a mis hermanos y sus prometidas, que he visto transformados en piedra, salvaros a vos del poder de este gigante y, por fin, huir sano y salvo.
-Ya veo que estáis decidido – le contestó la princesa – y me doy cuenta, ·asimismo, de que no tenéis más remedio que obrar como lo hacéis. Por consiguiente, meteos debajo de esta cama y prestad oído atento a lo que yo diga al gigante y a las respuestas que él me dé. Y he de recomendaros que no os mováis en lo más mínimo, porque él os oiría.
El joven príncipe se ocultó debajo de la cama y apenas se había guarecido allí, cuando regresó el gigante.
-jCaramba! – rugió al entrar -. En esta casa hay un olor de sangre cristiana que asusta.
-Es verdad – le contestó la princesa -. Hace poco rato vino aquí una urraca, que llevaba en el pico un hueso humano y lo dejó caer por la chimenea. Yo me apresuré a tirarlo lejos de la casa, mas no pude evitar que ese olor saturase el aire.
El gigante se contentó con aquella explicación y no volvió a referirse al olor de sangre cristiana que sentía.
Cenaron, pues; tranquilamente, el gigante y la princesa y luego cada uno de ellos fue a acostarse en su habitación respectiva. El gigante lo hizo en la cama debajo de la cual se había ocultado el príncipe y la princesa, que ocupaba la habitación inmediata, en cuanto, a su vez, estuvo en el lecho, exclamó en voz bastante alta para que lo oyese el gigante:
-Si me atreviese, quisiera preguntaros una cosa.
-¿Qué es eso ?-preguntó el gigante con voz gruñona.
-Quisiera saber, dónde guardáis vuestro corazón, puesto que no lo lleváis en el pecho.
-Mira, niña, eso no te importa. Pero, en fin, ya que quieres saberlo, te diré que lo tengo oculto debajo del umbral de la puerta-contestó el gigante.
-jJa, ja, ja! – rio el príncipe para sí-. En tal caso no tardaremos en encontrarlo.
A la mañana siguiente el gigante se levantó con el alba y se dirigió al bosque. En cuanto hubo salido de la casa, el príncipe y la princesa empezaron a trabajar en busca del corazón, debajo del umbral de la puerta, pero cuanto más excavaban, más se convencían de que se esforzaban en vano
-Esta vez nos ha engañado – dijo la princesa-. Pero volveré a probar.
Aquel día cogió las más lindas flores que pudo hallar y las dejó caer sobre el umbral de la puerta, que habían dejado en el mismo estado anterior, para que el gigante no sospechara nada.
Y cuando llegó la hora del regreso de éste, el príncipe volvió a ocultarse debajo de la cama. No tardó en aparecer el gigante.
-¡Caracoles! – exclamó de nuevo-. Esta casa apesta a sangre cristiana.
-Es verdad- le contestó la princesa-. Hace poco rato vino aquí una urraca, que llevaba en el pico un hueso humano y lo dejó caer por la chimenea. Yo me apresuré a tirarlo lejos de la casa, mas no pude evitar que ese olor saturase el aire.
El gigante se conformó con aquella explicación y ya no se refirió más al asunto. Poco después preguntó quién había dejado caer aquellas flores sobre el umbral de la casa.
-He sido yo – contestó la princesa.
-¿Y por qué razón has hecho eso? – exclamó el gigante.
-jAh! – contestó ella-. Os quiero tanto, que derramé esas flores sobre el umbral, ya que debajo está enterrado vuestro corazón.
-No digas tonterías – exclamó el gigante porque lo cierto es que no está ahí.
Aquella noche, cuando el gigante y la princesa se acostaron, cada uno en su habitación, la joven preguntó, de nuevo, dónde guardaba su corazón, asegurando que tendría gran placer en saberlo.
-Bueno, ya que lo deseas – contestó el gigante – te diré que está dentro del armario de la pared.
-jCaramba! – pensaron a la vez el príncipe y la princesa-, poco tardaremos en encontrarlo.
A la mañana siguiente el gigante se levantó muy temprano y se dirigió al bosque. En cuanto hubo salido, el príncipe y la princesa se dirigieron al armario en busca del corazón del monstruo, pero, por más que le registraron de arriba a abajo, no les fue posible dar con él.
– En fin-dijo la princesa-. Probaremos otra vez.
Cubrió de fiares y guirnaldas el armario, y cuando llegó la hora del regreso del gigante, el príncipe volvió a ocultarse debajo de la cama.
-¡Vaya un olor de sangre cristiana que siento! – exclamó el gigante al entrar en su casa.
-Es verdad-contestó la princesa-. Hace poco rato vino aquí una urraca, que llevaba en el pico un hueso humano y lo dejó caer por la chimenea. Yo me apresuré a tirarlo lejos de la casa, mas no pude evitar que ese olor saturase el aire.
En cuanto el gigante oyó aquella explicación, que ya le dieron en los días anteriores, no replicó; pero, poco después, fijóse en que el armario estaba cubierto de fiares y de guirnaldas, y preguntó quién había hecho aquello.
La princesa contestó que ella era la autora de tal adorno.
-¿Y cuál es el significado de esa tontería? -preguntó el gigante .
-¡Oh, es que os quiero tanto, que no pude abstenerme de hacerlo, al saber que tenéis ahí vuestro corazón! – contestó la princesa.
-¿Y cómo es posible que hayas podido creer semejante tontería ? – preguntó el gigante.
-Puesto que me lo dijisteis, lo creí-replicó la princesa.
-j Eres una tonta !-le dijo el gigante-. Nunca sabrás dónde está mi corazón.
-A pesar de todo-contestó la princesa -. Me gustaría conocer su paradero.
Entonces el pobre gigante ya no pudo guardar el secreto por más tiempo y, casi a su pesar, dijo:
-A enorme distancia de aquí hay un lago, y en él una isla; en esa isla hay una iglesia y, dentro de ella, un pozo; en ese pozo nada un pato, dentro de cuyo cuerpo hay un huevo, el cual contiene mi corazón. Ya lo sabes, querida.
A la mañana siguiente, muy temprano, cuando apenas apuntaba el día, el gigante salió hacia el bosque.
-Ahora también debo marcharme yo – dijo el príncipe a la princesa-. Pero lo malo es que no sé qué camino debo seguir.
Despidióse largamente de la joven y en cuanto hubo atravesado la puerta de la casa del gigante, vio al lobo que le esperaba.
El príncipe le dio cuenta de todo cuanto había ocurrido en la casa y expresó, además, su deseo de dirigirse a aquel pozo, situado en el interior de una iglesia, pero añadió que, desgraciadamente,
no conocía el camino. El lobo, por toda respuesta, le indicó que montase en él, pues se comprometía a encontrar el camino.
Luego echó a correr con tanta velocidad, que el viento silbaba a su paso, atravesando setos y campos, montañas y marjales. Después de muchos días de viaje llegaron, finalmente, a un lago. El príncipe no sabía cómo le sería posible dirigirse a la isla, y el lobo, aconsejándole que no se asustara, se arrojó al agua, llevando a su jinete y tomó el camino de la isla. De este modo llegaron a la iglesia, pero las llaves de ésta estaban colgadas a grande altura, en la parte más elevada del campanario y, de momento, el príncipe no pudo hallar el medio de apoderarse de ellas.
-Es preciso que llames al cuervo-le aconsejó el lobo.
El príncipe lo hizo así y, a los pocos instantes, el cuervo estuvo a su lado. En cuanto conoció los deseos del joven emprendió el vuelo y no tardó en volver con las llaves, de modo que el viajero pudo entrar en la iglesia.
Cuando llegó al lado del pozo pudo convencerse de que en él nadaba un pato, tal como había indicado el gigante. El príncipe empezó a llamar al ave, hasta lograr que acudiese a su lado y entonces la agarró rápidamente con la mano. Pero cuando levantaba al animal para sacarlo del agua, el pato dejó caer el huevo al fondo del pozo, de modo que el príncipe se quedó muy apurado, pues no sabía cómo lograría sacarlo.
-Ahora es preciso que llames al salmón, – le aconsejó el lobo.
El hijo del rey atendió aquella indicación y, pocos momentos después, el salmón empezó a buscar por el agua del pozo y no tardó en llevar al joven el huevo que había encontrado.
Inmediatamente emprendieron el camino de regreso y al fin llegaron a la casa del gigante.
Entonces el lobo le aconsejó que rompiese la cáscara y en cuanto lo hubo hecho así, el gigante, que estaba en su casa, dio un chillido de dolor.
Pero, comprendiendo lo que sucedía, empezó a llorar y a suplicar, asegurando que haría cuanto el príncipe quisiera, a cambio de que lo dejase en paz.
-Dile que, si devuelve la vida a tus seis hermanos, a sus prometidas y los doce caballos, tú soltarás el corazón que tienes en la mano-aconsejó el lobo.
El gigante se mostró dispuesto a hacer aquello y devolvió su primera forma a los seis príncipes, a sus prometidas y también a los caballos.
-Ahora acaba de romper el huevo – aconsejó el lobo.
Así lo hizo el príncipe y el gigante estalló en mil pedazos.
En cuanto hubo acabado con él, el joven príncipe, acompañado por el lobo, volvió al camino y allí pudo ver a sus seis hermanos.
El hermano menor fue en busca de la suya propia, es decir, de la princesa que vivía en la casa del gigante y luego todos, alegremente, emprendieron el viaje de regreso hasta la casa de su padre. Y ya podéis imaginaros cuál fue la alegría de éste al ser testigo del regreso de todos sus hijos acompañados de sus novias.
-Pero la más hermosa de todas es la de mi hijo menor – observó el rey -. Y éste ocupará la cabecera de la mesa con la que ha de ser su esposa.
Inmediatamente ordenó que se preparase un gran banquete, durante el cual reinó la mayor alegría. Y fueron tantos los platos servidos que, si no los han terminado ya, todavía deben de estar comiendo.
Cuento popular noruego recopilado por Peter Christen Asbjørnsen (1813-1882). Posteriormente traducido y publicado por la editorial Araluce, en 1936. Ilustración de J. de la Helguera.
Peter Christen Asbjørnsen (1812-1885). Fue un escritor folclorista y científico noruego. Trabajó como jefe forestal.
Junto con Jørgen Moe, recopiló leyendas y cuentos populares noruegos