El ladrón experto

El Ladrón Experto

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Érase una vez un granjero que tenía tres hijos. No tenía ninguna propiedad para heredarles ni medios para encauzarlos hacia un modo de ganarse la vida, y no sabía qué hacer; así que les dijo que tenían su permiso para dedicarse a lo que quisieran e irse al lugar de su preferencia. También les dijo que los acompañaría de buena gana una parte del camino. Llegó con ellos hasta un lugar donde el camino se dividía en tres; ahí cada uno de los hijos tomó un sendero, el padre se despidió de ellos y volvió a su casa. Nunca pude

saber qué fue de los dos hijos mayores, pero el menor viajó bastante y llegó lejos.

Sucedió que una noche, mientras se adentraba en un bosque, cayó una terrible tormenta. El viento pegaba tan fuerte y llovía de tal manera que con trabajos podía mantener los ojos abiertos y antes de que pudiera darse cuenta, ya se había salido de la ruta principal y de pronto no pudo encontrar camino ni sendero alguno. Pero siguió adelante y por fin vio una luz a lo lejos en el bosque. Pensó que debía hacer el esfuerzo de llegar hasta ahí y al cabo de un largo, largo rato lo logró.

Había una enorme casa en la que el fuego de la chimenea era tan intenso que podía deducirse que los habitantes aún no se habían ido a la cama. Así que entró a la casa y vio que había una anciana ocupada en cierto trabajo.

—¡Buenas noches, madre! —le dijo el muchacho.

—¡Buenas noches! —respondió la mujer.

—¡Hutetu! El tiempo está terrible allá afuera.

—Así es —dijo la anciana.

—¿Podría quedarme aquí a pasar la noche?

—No sería muy buena idea que pasaras la noche aquí. Si la gente que vive en esta casa te encuentra, nos matarán a los dos.

—¿Qué clase de gente es? —preguntó el joven.

—Ladrones, gente así —dijo la anciana—. Me robaron cuando era pequeña y desde entonces he tenido que cuidar la casa.

—Creo que aun así voy a quedarme a dormir, sin importar lo que pase. No voy a salir al bosque en una noche como ésta.

—Pues peor para ti.

El joven se recostó en una cama que estaba ahí a un lado, pero no se atrevió a quedarse dormido y qué bueno que fue así, pues los ladrones llegaron y la mujer les dijo que un extraño había entrado a la casa y ella no había podido hacer que se fuera.

—¿Viste si traía dinero? —le preguntaron los ladrones.

—No es de los que tienen dinero, es un vago. Apenas tiene algo qué ponerse.

Entonces los ladrones comenzaron a murmurar entre sí sobre qué debían hacer con él, si debían asesinarlo o qué otras opciones había. Mientras tanto el muchacho se levantó y les dirigió la palabra. Les preguntó si no querían a un sirviente, pues a él le gustaría poder servirles.

—Está bien —respondieron—. Si piensas que puedes dedicarte a nuestro oficio, tal vez tengas un lugar entre nosotros.

—A mí no me importa cuál sea el oficio al que vaya a dedicarme —dijo el joven—, pues antes de irme de casa mi padre me dio permiso para tomar cualquier oficio que yo quisiera.

—¿Tienes inclinaciones por el oficio de ladrón?

—Sí —respondió el muchacho, pues pensó que era una actividad que no le tomaría mucho tiempo en aprender.

No muy lejos de ahí vivía un hombre que tenía tres bueyes, dicho hombre llevaría al pueblo a vender uno de sus animales.

Los ladrones sabían de esto, así que le dijeron al joven que si era capaz de robarle el buey al hombre en el camino, sin que se diera cuenta y sin hacerle ningún daño, tendría permiso para trabajar como sirviente del grupo. El joven se puso en marcha y se trajo consigo un zapato muy bonito que tenía una hebilla de plata que andaba por ahí en la casa. Puso el zapato sobre el camino por el que el hombre debía pasar con su buey y luego se escondió debajo de un arbusto. Cuando el hombre pasó por ahí vio el zapato inmediatamente.

—Ese sí que es un bonito zapato —dijo—. Si tuviera el par, me lo llevaría a casa y haría sonreír a mi mujer al menos por un día.

Pues tenía una esposa tan enojona y de mal carácter que el tiempo que le daba entre palizas era muy poco. Pero entonces pensó que de nada le serviría tener el zapato si no tenía el par, así que siguió su camino. Entonces el muchacho recogió el zapato y salió corriendo a toda prisa por el bosque para adelantarse al hombre y poner el zapato de nuevo frente a él por el camino.

Cuando el hombre llegó con su buey y vio el zapato se avergonzó de haber sido tan estúpido como para haber dejado en el piso el otro, en lugar de haberlo recogido. “Me voy a regresar en una carrera para traer el otro zapato”, pensó, “y así podré llevarle un buen par de zapatos a mi mujer y a lo mejor me dirá cosas bonitas por una vez en la vida”.

Volvió y buscó y buscó el otro zapato, pero no encontró nada. Al cabo de un rato se vio obligado a reanudar el camino con el zapato que llevaba en la mano.

Mientras tanto el joven había tomado el buey y había huido con él. Cuando el hombre llegó al lugar y vio que no estaba su buey, comenzó a llorar y a dar de gritos, pues temía que cuando su vieja esposa se enterara, lo golpearía terriblemente. Pero entonces se le ocurrió regresar a casa y traer otro buey, llevárselo al pueblo y tener mucho cuidado de que su esposa no se enterara de nada. Así que eso hizo. Volvió a casa y se llevó el buey sin que su esposa lo supiera y tomó el camino al pueblo. Pero los ladrones sabían de todo esto porque tenían sus recursos mágicos. Y le dijeron al joven que si podía robarse este otro buey sin que el hombre se diera cuenta y sin hacerle ningún daño, entonces él pertenecería al grupo en condiciones de igualdad con ellos.

“No debe ser tan difícil”, pensó el muchacho.

Esta vez se llevó una cuerda que se pasó por debajo de los brazos y con la que se ató, colgado, a un árbol que estaba en el camino por el que el hombre debía pasar. Así el hombre llegó con su buey y cuando vio el cuerpo colgando del árbol tuvo una sensación muy extraña.

—Qué pesada debió ser tu carga como para haberte ahorcado —exclamó—. Pero yo no puedo devolverte el aliento, así que por mí puedes permanecer ahí colgado.

Siguió su camino y el joven se bajó del árbol, corrió tomando un atajo y llegó antes a otro árbol del que también se colgó por donde debía pasar el hombre.

—Cómo me gustaría saber si en verdad sufrías tanto que terminaste por colgarte ahí o si sólo se trata de un duende el que tengo ante los ojos. En fin, por mí puedes seguir ahí colgado, seas un duende o no —dijo y siguió su camino con su buey.

Una vez más el muchacho volvió a hacer lo que ya había hecho dos veces, se bajó del árbol, corrió tomando un atajo y volvió a atarse a un árbol a mitad del camino por el que

debía pasar el hombre.

Pero cuando el hombre volvió a ver esto se dijo a sí mismo: “¡Qué mal está esto! ¿Será posible que los tres hubieran sido tan desdichados que se hubieran colgado de estos árboles? No, seguramente se trata de brujería, pero voy a descubrir la verdad. Si los otros dos continúan ahí colgados es que esto es verdad, pero si ya no están significa que todo es pura brujería.

Así que amarró al buey y volvió corriendo a ver si en verdad seguían los cuerpos colgados. Mientras hacía esto y revisaba en cada árbol, el joven bajó del árbol, tomó el buey y se fue.

Cualquiera podría imaginarse el coraje del hombre al volver y encontrarse con que ya no estaba su buey. Lloró e hizo un coraje muy fuerte, pero al final se calmó y se dijo que lo mejor era volver a casa y traerse el tercer buey sin que su esposa supiera y tratar de venderlo muy bien para obtener una buena cantidad de dinero. Así que volvió a casa y se llevó el tercer buey sin que su esposa lo notara. Pero los ladrones ya sabían esto y le dijeron al muchacho que si lograba robarle este buey como había robado los otros dos, sería el jefe de la banda. Así que el joven se fue al bosque y cuando el hombre se acercaba con su buey, el joven comenzó a gritar muy fuerte imitando el balido de un buey enorme. Cuando el hombre escuchó el sonido se puso muy contento, pues le pareció reconocer los balidos de su gran novillo, y pensó que ahora podía recuperar ambos. Así que ató el tercer buey y se fue corriendo en busca de los otros bueyes adentrándose en el bosque. Mientras tanto, el joven huía con el tercer buey. Cuando el hombre volvió y se dio cuenta de que también había perdido ese buey, se enojó tanto que lloró y se lamentó y por varios días no se atrevió a volver a casa, pues temía que su esposa lo matara. Los ladrones tampoco tomaron muy bien todo esto, pues ahora se veían forzados a reconocer al muchacho como el jefe de todos. Así que un día se decidieron a tramar algo que el muchacho no pudiera realizar, y entonces se fueron ellos juntos por el camino y dejaron a su líder solo en casa. Cuando estuvieron suficientemente lejos de casa, lo primero que hizo él fue llevarse a los bueyes al camino; los soltó y los animales se dirigieron a su casa a las manos del hombre del que fueron robados, por lo que éste se puso más que contento.

Luego sacó todos los caballos que tenían los ladrones y los cargó con las cosas más valiosas que pudo encontrar —vasijas de oro y plata y ropas finas y otras cosas maravillosas— y le dijo a la mujer que les diera sus saludos y las gracias a los ladrones de su parte y que les dijera que se había ido lejos y que les costaría mucho trabajo volver a encontrarlo, luego condujo los caballos fuera del patio. Después de un largo, largo tiempo llegó al camino por el que pasaba la vez que encontró a los ladrones. Y cuando estuvo muy cerca de su pueblo y vio la casa donde su padre vivía, se puso un uniforme que encontró entre las cosas que les había quitado a los ladrones, y que lo hacían lucir como un general y llegó hasta el patio con el porte de un gran hombre. Entonces entró a la casa y preguntó si podían darle alojamiento.

—No podemos —dijo su padre—. ¿Cómo podríamos darle posada a un caballero como usted? Apenas cuento con algo de ropa y sábanas para mí y mire qué harapos.

—Siempre has sido un hombre duro —dijo el joven— y seguirás siéndolo si no le das alojamiento a tu propio hijo. —¿Tú eres mi hijo?

—¿No me reconoces?

Entonces lo reconoció y le preguntó: “¿en qué trabajo has estado que te ha permitido convertirte en un gran hombre en tan poco tiempo?”

—Voy a contártelo. Tú me dijiste que podía dedicarme a cualquier cosa que yo quisiera, así que me hice aprendiz de unos ladrones, y tras haber cumplido con mi parte me he

convertido en el ladrón experto.

Ahora bien, el gobernador de la provincia vivía cerca de la cabaña de su padre, y este gobernador tenía una casa muy grande y tanto dinero que ni siquiera sabía cuánto

tenía, y también tenía una hija que era bonita y delicada, buena y muy lista. Así que el ladrón se decidió a tenerla por esposa y le dijo a su padre que fuera con el gobernador a pedir la mano de la joven. “Si te pregunta cuál es mi oficio, puedes decirle que soy un ladrón experto”.

—Debes estar loco —dijo el hombre—. No puedes estar en tus cabales si piensas algo tan tonto como eso.

—Debes ir con el gobernador y pedir la mano de su hija. No puedes evitarlo —dijo el muchacho.

—Pero no me atrevo a ir con el gobernador y decirle eso. Es un hombre con mucho dinero y tiene una gran riqueza de varios tipos.

—No hay opción —dijo el ladrón experto—. Debes ir lo quieras o no. Si con buenas palabras no puedo convencerte de que vayas, entonces tendré que utilizar malas palabras.

Pero el hombre no quería ir, así que el ladrón experto lo siguió, amenazándolo con una rama de abedul, hasta que acudió llorando y gimoteando a llamar a la puerta del gobernador de la provincia.

—Vaya, hombre. ¿qué asunto te trae por aquí? —le preguntó el gobernador.

Entonces le contó que tenía tres hijos que se habían ido un día, y cómo él les había dado permiso de ir adonde quisieran y tomar cualquier oficio que les gustara. “Ahora bien, el menor de ellos ha vuelto a casa y me ha amenazado para que viniera hasta aquí a pedir la mano de su hija para él y a decirle que él es el ladrón experto”, dijo el hombre y se puso a llorar y a lamentarse.

—No te aflijas, buen hombre —le dijo el gobernador riéndose—. Puedes decirle de mi parte que primero debe probar eso. Dile que si puede robarse la manija del asador de la cocina el domingo, mientras todos miramos, podrá casarse con mi hija. ¿Le puedes decir eso?

El hombre le dijo y el muchacho pensó que sería bastante fácil. Así que se puso a trabajar. Se dispuso a atrapar tres liebres vivas, las metió en una bolsa, se vistió con harapos de modo que parecía tan pobre que al verlo daba mucha lástima y con este disfraz se escurrió en el pasaje con todo y su bolsa el domingo por la tarde, como cualquier joven mendigo. El gobernador y todos los demás estaban en la cocina, vigilando el asador. Mientras tanto, el joven dejó salir una de las liebres de la bolsa, la cual se echó a correr por el patio.

—Miren esa liebre —decía la gente desde la cocina y quisieron salir a atraparla.

El gobernador también la vio, pero exclamó: “¡Dejen que se vaya! No tiene sentido intentar atrapar a una liebre cuando está corriendo!”

No pasó mucho tiempo antes de que el muchacho dejara escapar otra liebre, la cual volvió a llamar la atención de la gente reunida en la cocina y creyeron que era la misma. Así que de nuevo quisieron salir para atraparla, pero el gobernador les dijo que sería inútil.

Sin embargo, al poco rato el muchacho dejó escapar la tercera liebre, la cual echó a correr por todo el patio. Las personas en la cocina la vieron y creyeron que era la misma, así que quisieron salir a atraparla.

—¡Es una liebre notable! —exclamó el gobernador—. Veamos si podemos atraparla —así que salió al patio y los demás hicieron lo mismo y persiguieron a la liebre a toda prisa.

Mientras tanto, el ladrón experto tomó la manija del asador y escapó con ella, y no sé si esa tarde el gobernador tuvo carne para asar, pero sé que no tuvo liebre rostizada, a pesar de que estuvo detrás de ella hasta quedar acalorado y exhausto. Al mediodía llegó el sacerdote y cuando el gobernador le contó de la jugarreta que le hizo el ladrón experto, las bromas que le hizo el sacerdote sobre el asunto parecían no tener fin.

—Al menos yo no puedo imaginar que un tonto como ése pudiera engañarme —dijo el sacerdote.

—Pues le recomiendo que tenga cuidado —dijo el gobernador— porque podría tocarle antes de lo que espera.

Pero el sacerdote se limitó a repetir lo que ya había dicho y volvió a burlarse del gobernador por haber quedado como un tonto.

Más tarde el ladrón experto llegó a la casa y le pidió al gobernador que le diera a su hija como lo había prometido.

—Primero debes darme más pruebas de tus habilidades —le dijo el gobernador, intentando hablarle con justicia— pues lo que hiciste el día de hoy no fue algo tan extraordinario después de todo. ¿Podrías jugarle una buena broma al sacerdote? Porque está sentado ahí dentro diciendo que soy un tonto por haberme dejado engañar por alguien como tú.

—Eso no es muy difícil —dijo el ladrón experto. Así que se disfrazó de un ave; se echó encima una sábana blanca, cortó las alas de un ganso y se las puso en la espalda y vestido así se subió a un árbol de maple que había en el jardín del sacerdote. Y cuando el padre volvió a su casa en la noche, el muchacho comenzó a gritarle: “¡Padre Lorenzo! ¡Padre Lorenzo!”, pues así se llamaba el sacerdote.

—¿Quién me llama?

—Soy un ángel enviado para anunciarle que debido a lo piadoso que es usted, será llevado vivo al cielo —dijo el ladrón experto—. ¿Podría usted preparar sus cosas y estar listo el próximo lunes por la noche? Pues entonces vendré a recogerlo y llevarlo conmigo en una bolsa, y usted deberá reunir todo el oro y plata y todo lo que tenga de valor y apilarlo en la mejor habitación de su morada.

Así el padre Lorenzo cayó de rodillas frente al ángel y le dio las gracias, y el domingo siguiente dio un sermón de despedida y contó que un ángel había descendido y se había posado sobre un árbol de maple de su jardín y le había anunciado que debido a su rectitud, sería llevado vivo al cielo; al escucharlo todos los feligreses, jóvenes y ancianos se pusieron a llorar.

El lunes por la noche el ladrón experto volvió disfrazado de ángel y antes de que el sacerdote se metiera en una bolsa se arrodilló y le dio las gracias; pero no bien entró el cura en la bolsa, el ladrón experto lo arrastró por un camino con troncos y piedras.

—¡Ay, ay! —gritaba el sacerdote dentro de la bolsa—. ¿A dónde me llevas?

—Este es el camino al cielo. No es un camino fácil —dijo el ladrón experto y lo siguió arrastrando hasta que casi lo mata.

Al fin lo arrojó en la casa del gobernador, donde éste tenía sus gansos, los cuales comenzaron a graznar y a picotearlo hasta que él se sintió más vivo que muerto.

—¡Ay, ay, ay! ¿Dónde estoy ahora? —preguntó el sacerdote.

—Ahora estás en el purgatorio —dijo el ladrón experto, y se fue por el oro y la plata y todos los otros objetos de valor que había apilado el sacerdote y había dejado en su habitación.

A la mañana siguiente, cuando la cuidadora de gansos llegó para soltar las aves, escuchó al sacerdote lamentarse mientras yacía dentro de la bolsa, entre los gansos.

—¡Dios mío! ¿Quién eres y qué te acongoja? —preguntó ella.

—Ay de mí —dijo el sacerdote—. Si eres un ángel del cielo por favor déjame salir y volver a la Tierra, pues nunca había estado en un lugar tan incómodo como éste. Los pequeños demonios me estuvieron pellizcando con sus tenazas.

—No soy ningún ángel —dijo la chica y ayudó al sacerdote a salir de la bolsa—. Yo sólo soy la cuidadora de gansos del gobernador, éste es mi trabajo, y éstos son los pequeños demonios que han estado pinchando a Su Reverencia.

—¡Esta es una broma del ladrón experto! ¡Ay de mí, mi oro, mi plata, mis mejores ropas! —exclamó el sacerdote y lleno de coraje se fue corriendo a su casa, lo hizo tan rápido que la cuidadora de gansos creyó que de pronto se había vuelto loco.

Cuando el gobernador supo lo que le había pasado al sacerdote casi se muere de risa, pero cuando el ladrón experto regresó a reclamar la mano de su hija como lo había prometido, sólo volvió a darle unas bonitas palabras: “Debes darme una prueba más de tus habilidades para que realmente pueda estar seguro de tu valor. Tengo doce caballos en mi establo y voy a poner a doce mozos de cuadra para cuidarles, uno para cada caballo. Si logras robarles los caballos, veré lo que puedo hacer por ti”, le dijo.

—Puedo hacer lo que me pides, pero ¿puedo contar esta vez en que cuando lo haya logrado me darás a tu hija?

—Sí. Si puedes hacer eso, haré mi mayor esfuerzo —dijo el gobernador.

Así el ladrón experto fue a una tienda y compró suficiente brandy como para llenar dos odres de bolsillo; en uno vertió un líquido para dormir y en el otro vertió sólo brandy. Luego contrató a once hombres para que pasaran la noche escondidos en el establo del gobernador. Después, valiéndose de dulces palabras y una buena paga, una anciana le prestó una bata hecha jirones y un jubón, y luego, llevando un bastón en la mano y una bolsa en la espalda, se fue cojeando al establo del gobernador mientras caía la noche. Los mozos estaban dándoles de beber agua a los caballos, pues en ese momento era todo lo que tenían que hacer.

—¿Qué demonios quieres? —le dijo uno de ellos a la anciana.

—¡Ay, Dios mío, qué frío hace! —exclamó sollozando y temblando de frío—. Hace tanto frío que el cuerpo de una pobre vieja podría morir congelado. Por piedad, déjeme pasar aquí la noche y sentarme apenas en la entrada del establo.

—No se puede. ¡Vete de aquí en este momento! Si el gobernador te llega a ver aquí, nos iría bastante mal —le dijo otro.

—¡Pobre mujer desamparada! —exclamó otro que sintió lástima por ella—. Esa pobre mujer no puede hacerle daño a nadie. Bien se puede sentar ahí sin problemas.

Los demás pensaban que ella no debía estar ahí, pero mientras discutían, la vieja se fue acercando cada vez más al establo, hasta que se sentó detrás de la puerta y una vez que estuvo dentro ya nadie le hizo caso.

Conforme avanzaba la noche, los mozos sentían más frío y era más difícil soportarlo sentados sobre los caballos.

—¡Hutetu! ¡Vaya que hace frío! —exclamó uno y comenzó a agitar los brazos adelante y atrás frente al pecho.

—Sí. Tengo tanto frío que me castañetean los dientes —dijo otro.

—Si al menos tuviéramos un poco de tabaco —dijo un tercero.

Uno de ellos tenía un poco, así que lo repartieron entre todos, pero apenas les alcanzó para una probada a cada uno; igual lo mascaron. Esto les ayudó un poco, pero no pasó mucho tiempo antes de que volvieran a tener frío.

—¡Hutetu! —exclamó uno de ellos, temblando nuevamente.

—¡Hutetu! —exclamó la anciana rechinando los dientes hasta que castañetearon y luego sacó el odre que contenía solo brandy, y le temblaban tanto las manos que agitó el odre llamando la atención y bebió de él dando un buen trago.

—¿Qué es eso que tienes en el odre, anciana? —le preguntó uno de los mozos.

—Es sólo un chorrito de brandy, su señoría —le respondió.

—¿Brandy? ¡Dame un trago!, ¡convídame un trago! —comenzaron a exclamar los doce mozos.

—¡Ay, pero es que tengo muy poco y no les alcanzaría ni para humedecer los labios!

Pero estaban decididos a bebérselo, así que no había más remedio que darles el brandy. La mujer sacó el odre que contenía el filtro para dormir y se lo puso en los labios al primero de ellos, y así fue repartiéndoles la bebida, mientras se aseguraba de que cada uno bebiera justo la cantidad necesaria.

No había terminado de beber su parte el doceavo mozo de cuadra cuando el primero ya estaba roncando. Entonces el ladrón experto se despojó de sus ropas de mendiga y uno a uno colocó a los mozos a horcajadas sobre los compartimentos del establo y luego llamó a sus once compañeros que lo esperaban afuera, quienes huyeron llevándose los caballos.

En la mañana, cuando el gobernador llegó a ver a los mozos, éstos apenas comenzaban a volver en sí. Algunos espoleaban la madera de los compartimentos hasta que volaban astillas, otros se cayeron y otros continuaban sentados como tontos. “Vaya, no es difícil saber quién ha estado aquí”, dijo el gobernador, “pero qué sarta de pobres diablos son ustedes que permitieron que el ladrón experto les robara los caballos sobre los que estaban montados”, y todos recibieron una paliza por no haber cuidado la cuadrilla como debían.

Más tarde volvió el ladrón experto y contó lo que había hecho y le pidió al gobernador que le diera a su hija, tal como lo había prometido. Pero el gobernador le dio cien monedas y le dijo que todavía debería lograr algo mejor.

—¿Crees que puedas robar mi caballo mientras monto sobre él? —le preguntó el gobernador.

—Se puede arreglar —dijo el ladrón experto— siempre y cuando esta vez tenga la absoluta certeza de que me darás a tu hija.

Entonces el gobernador le dijo que vería lo que se podía hacer, y le avisó sobre cierto día que saldría a montar a un área común donde entrenan los soldados.

Así que el ladrón experto se hizo de una vieja yegua cansada y le confeccionó un collar con mimbre verde y ramas de hiniesta; compró una carreta desvencijada y un gran tonel, y luego le dijo a una anciana que pedía limosna que le daría diez monedas si se metía dentro del tonel y mantenía la boca abierta debajo del hoyo de la tapa, a través del cual él metería un dedo. Le dijo que no le haría ningún daño, sólo la pasearía un poco y si él sacaba el dedo del hoyo de la tapa más de una vez, le daría diez monedas más. Entonces se disfrazó nuevamente en harapos, se cubrió de hollín y se puso una peluca y una gran barba con el pelo de una cabra, de manera que era imposible reconocerlo y se dirigió al campo de prácticas de los soldados, en el cual el gobernador había estado montando desde hacía un buen rato.

Cuando el ladrón experto llegó ahí, la yegua avanzaba tan lenta y tranquilamente que la carreta apenas parecía moverse del lugar. La yegua tiró un poquito adelante, luego se hizo un poco para atrás y después se detuvo. Luego volvió a tirar para adelante y se movía con tal dificultad que el gobernador no se imaginó ni remotamente que se trataba del ladrón experto. Cabalgó directamente hacia él y le preguntó si había visto a alguien escondido detrás de algún arbusto por ahí.

—No —le dijo el hombre—. No he visto a nadie.

—Escucha muy bien. Si vas hacia esa parte del bosque y logras ver a un tipo que seguramente está escondido por ahí, te daré una buena cantidad de dinero por las molestias.

—No creo que pueda hacerlo —dijo el hombre—. Tengo que ir a una boda y llevar este tambo de aguamiel, pero al recogerlo se le cayó la tapa y ahora tengo que mantener el dedo aquí mientras llevo la carreta.

—Llévate mi caballo. Yo me quedaré aquí cuidando el tonel y también tu caballo.

Entonces el hombre le dijo que en ese caso sí podía ir, pero le pidió al gobernador que tuviera mucho cuidado de meter el dedo en el hoyo de la tapa justo en el momento en que él sacara el suyo.

El gobernador le dijo que lo haría lo mejor que pudiera y el ladrón experto montó el caballo del gobernador.

El tiempo pasó y se hizo más y más tarde y el hombre no volvía, hasta que el gobernador se cansó de tener el dedo en el agujero del tonel y lo sacó.

—¡Ahora me debes diez monedas más! —exclamó la anciana desde el interior del tonel, por lo que el gobernador vio rápidamente qué tipo de aguamiel contenía el tambo y se fue a su casa. No llevaba mucho tiempo caminando cuando encontró a uno de sus sirvientes que le traían el caballo, pues el ladrón experto ya se lo había llevado a su casa.

Al día siguiente fue con el gobernador a pedirle que le entregara a su hija, según se lo había prometido. Pero el gobernador volvió a darle la vuelta con lindas palabras y sólo le dio trescientas monedas, y le dijo que aún debía realizar otra prueba más de sus habilidades y que si lograba realizarla, le daría a su hija por esposa.

El ladrón experto le dijo que vería lo que podía hacer dependiendo de qué se trataba.

—¿Crees que podrías robar la sábana de mi cama y el camisón para dormir de mi esposa? —le preguntó el gobernador.

—No es algo imposible. Sólo desearía que pudiera obtener a tu hija tan fácilmente.

Por la noche, el ladrón experto se dirigió al patíbulo y cortó el lazo del cuerpo de un ladrón que había sido ahorcado, se lo echó a los hombros y se lo llevó. Luego consiguió una gran escalera y la colocó afuera de la ventana de la recámara del gobernador, subió la escalera y movió la cabeza del hombre de arriba abajo como si se tratara de alguien que estuviera espiando desde afuera.

—¡Ahí está el ladrón experto, madre! —exclamó el gobernador dándole un empujón a su esposa—. ¡Voy a dispararle!

Entonces tomó un rifle que había dispuesto al lado de la cama.

—¡No le dispares! —le dijo su esposa— Tú mismo acordaste con él que viniera aquí.

—¡Voy a dispararle, madre! —le dijo y se quedó apuntando con el arma, pues no bien estaba a punto de disparar, la cabeza desaparecía. Al fin el gobernador encontró una oportunidad y disparó, el cadáver cayó haciendo un fuerte ruido al impactarse contra el suelo, y el ladrón experto bajó la escalera lo más rápido que pudo.

—Bien —dijo el gobernador—. Yo soy la máxima autoridad aquí, pero la gente siempre comienza con sus habladurías, y sería muy desagradable que vieran este cadáver aquí, así que lo mejor que puedo hacer es salir y enterrarlo.

—Haz lo que creas más conveniente, padre —le dijo su esposa.

Entonces el gobernador bajó las escaleras y salió de la casa. No bien había cruzado el umbral de la puerta y el ladrón experto ya se había escurrido al interior de la casa y ya estaba en la habitación con la mujer.

—¿Y qué tal querido padre, ya terminaste tan rápido? —le dijo la mujer, pues pensaba que era su esposo.

—Sí, nada más lo eché en un hoyo —le dijo él— y le eché un poco de tierra encima. Es todo lo que pude hacer esta noche con este clima. Lo voy a enterrar bien más tarde, pero pásame la sábana para limpiarme, porque estaba sangrando y me manché de sangre al cargarlo.

Y entonces ella le dio la sábana.

—Creo que tendrás que darme también tu camisón, porque parece que la sábana no va a ser suficiente.

Entonces ella le dio el camisón y él le dijo que justo en ese momento recordó que no había asegurado la puerta por dentro, así que bajaría a hacerlo y luego ya podría meterse a la cama nuevamente. Así bajó llevándose la sábana y el camisón.

Una hora después volvió el verdadero gobernador.

—¡Vaya, cuánto tiempo te tomó asegurar la puerta de la casa, padre! —le dijo su esposa—. ¿Dónde dejaste la sábana y el camisón?

—¿De qué me hablas? —preguntó el gobernador.

—Te estoy preguntando qué hiciste con el camisón y la sábana que me pediste para limpiarte la sangre.

—¡Dios mío! ¿Será posible que de nuevo me haya ganado la partida?

Al día siguiente el ladrón experto llegó a la casa del gobernador y le dijo que quería que le diera su hija por esposa como lo había prometido. Y el gobernador no tuvo otra opción que dársela, y bastante dinero además, pues temía que de no hacerlo, el ladrón experto pudiera robarle hasta los mismos ojos y la gente hablaría muy mal de él. El ladrón experto vivió muy bien y felizmente desde entonces, y si alguna vez se robó algo más, no puedo decirles, pero si lo hizo, seguramente sólo fue por pasar el rato.

Cuento popular noruego recopilado por Jørgen Moe & Peter Christen Asbjørnsen en Popular Tales from the Norse (1912), publicado posteriormente por Andrew Lang

Peter Christen Asbjørnsen

Peter Christen Asbjørnsen (1812-1885). Fue un escritor folclorista y científico noruego. Trabajó como jefe forestal.

Junto con Jørgen Moe, recopiló leyendas y cuentos populares noruegos

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