Efrit
El ifrit o efrit es un ser de la mitología popular árabe. Se considera que fueron los primeros seres creados, y mientras los humanos estaban creados de arcilla, ellos provienen del mismo vaho de Alá. Este tipo de genio posee un gran poder, que puede ser tan benigno como maligno, lo que le genera una cualidad dual de la que carecen los demás genios. En las mil y una noches se les llama la semilla de Iblís, literalmente «poderosos». Un ifrit, llamado Shaitan, se cuenta que se negó a postrarse ante Adán, porque consideraba que era un hombre inferior.
El cuento a continuación relata una historia en la que aparece un Ifrit sirviendo a un Peri.
Peris
Según la mitología Persa, Las Paris o Peris son criaturas míticas femeninas, espíritus persas de gran belleza que guían a los mortales en su camino hacia la Tierra de los Bienaventurados.
En el relato, aparece un Peri masculino, representando una deidad iracunda de otro mundo.
El turbante, el Látigo y la Alfómbra Mágica
Había una vez un tiempo que no era parte de ningún tiempo, dos hermanos. Su padre y su madre habían muerto y dividieron todos sus bienes entre ellos. El hermano mayor abrió una tienda, pero el hermano menor no hizo más que gastarlo, pues no era más que un tonto, que holgazaneaba y no hacía nada, Así que al final, entre comer, beber y pasear por el mundo, llegó el día en que se le acabó el dinero. Luego fue a ver a su hermano mayor y le pidió una o dos monedas de cobre, y cuando este dinero también se acabó, volvió a él y continuó viviendo de él.
Finalmente, el hermano mayor empezó a cansarse de este despilfarro, pero viendo que no podía librarse de su hermano menor, convirtió todas sus posesiones en lentejuelas y se embarcó en un viaje para ir a otro reino. El hermano menor, sin embargo, se enteró y, antes de que el barco zarpara, logró subir a bordo y esconderse sin que nadie lo viera. El hermano mayor sospechaba que si el menor se enteraba de su partida seguramente lo seguiría, por lo que tuvo mucho cuidado de no aparecer en cubierta. Pero apenas habían desplegado las velas cuando los dos hermanos se encontraron cara a cara, y el hermano mayor se encontró nuevamente cargado con su hermano menor.
El hermano mayor estaba bastante enojado, pero ¿de qué servía eso? Porque el barco no se detuvo hasta que llegó a Egipto.
Allí el hermano mayor le dijo al hermano menor:
—Tú quédate aquí, y yo iré a buscar dos mulas para ir más lejos—. El joven se sentó en la orilla y esperó a su hermano, y esperó, y espero, pero esperó en vano. “Creo que será mejor que lo busque”, pensó, y se levantó y fue tras su hermano mayor.
Siguió y siguió y siguió, recorrió una distancia corta y recorrió una distancia larga, seis meses estuvo cruzando las tierras, pero una vez, al mirar por encima del hombro, vio que a pesar de todo lo caminado no había recorrido más allá de lo que llega un tallo de cebada. Luego anduvo aún más, y anduvo aún más, anduvo durante medio año seguido. Iba recogiendo violetas mientras caminaba, y mientras caminaba, dando zancadas, sus pies se toparon con un cerro, y allí vio a tres jóvenes riñendo entre sí por algo. Pronto hizo un alto en su andanza y les preguntó por qué estaban discutiendo.
—Somos hijos de un solo padre—, dijo el menor de ellos, —y nuestro padre acaba de morir y nos dejó, a modo de herencia, un turbante, un látigo y una alfombra. Quien se pone el turbante en la cabeza queda oculto a los ojos mortales. Quien se extiende sobre la alfombra y la golpea una vez con el látigo, puede volar muy lejos, a la manera de los pájaros. Y estamos eternamente discutiendo entre nosotros sobre de quién será el turbante, quién se quedará con el látigo y quién con la alfombra.
—Los tres deben pertenecer a uno de nosotros—, gritaron ambos.
—Son míos, porque soy el más grande—, dijo uno.
—Son míos por derecho, porque soy el hermano mediano—, gritó el segundo.
—Son míos, porque soy el más joven—gritó el tercero.
De las palabras rápidamente pasaron a las manos, de modo que el joven de nuestra historia, hizo todo lo posible por separarlos.
—Esto no se puede resolver así—, le dijo; —Os diré lo que haremos. Haré una flecha con este pedacito de madera y la dispararé. Corred tras ella, y el que me la traiga aquí antes tendrá los tres objetos.
Estuvieron de acuerdo, lanzó la flecha, y esta se fue volando lejos. Tras la flecha se lanzaron los tres hermanos, atropelladamente; pero el listo de él, se había ingenio un truco que valía por todos: se puso el turbante en la cabeza, se sentó en la alfombra, le dio un golpe con el látigo y gritó:
—¡Hipp-hopp! ¡Déjame estar donde está mi hermano mayor! y cuando despertó, una gran ciudad descansaba ante él.
Apenas había dado más de un par de pasos por la calle, cuando llegó el heraldo del Sultán y le escuchó proclamara los habitantes de la ciudad que la hija del sultán desaparecía todas las noches del palacio. Quien pudiera saber qué era de ella recibiría la doncella y la mitad del reino.
—¡Esta labor es justo para mi!— gritó el joven, —¡llévame al Sultán, y si no lo descubro, que me corten la cabeza!
Entonces, el heraldo del sultán, llevó al tonto al palacio, a hacer guardia durante la noche. Y por la noche allí estaba la hija del sultán observando, con los ojos entrecerrados, todo lo que estaba pasando. La doncella sólo esperaba que el joven se durmiera, y luego le clavó una aguja en el talón pensando que así quedaría allá dormido, tomó la vela, y para que el joven no desvelara, salió por una puerta lateral.
El joven en un instante, se puso el turbante en la cabeza, y pudo ver como, tan pronto como la doncella salió por la misma puerta, un efrit negro de pie allí con un escudo de oro en la cabeza, y en el escudo estaba sentada la hija del sultán, y ambos estaban a punto de partir. El muchacho no era tan tonto como para imaginar que podía seguirles el paso por sí solo, así que también saltó sobre el escudo, aprovechando la invisibilidad del turbante, y estuvo a punto de derribarlos a ambos. El efrit se alarmó y preguntó a la doncella en el nombre de Alá qué hacía, ya que estaban a un pelo de caer.
—Nunca me moví—, dijo la damisela; —Estoy sentado en el escudo tal como tú me pusiste aquí.
El efrit negro apenas había dado un par de pasos, cuando sintió que el escudo pesaba más de lo normal. El turbante del joven naturalmente lo hacía invisible, por lo que el efrit se volvió hacia la damisela y le dijo:
—¡Mi Sultana, hoy pesas tanto que casi me desmorono debajo de ti!
—¡Querido Lala! —respondió la muchacha—. Estás muy raro esta noche, porque no soy ni más grande ni más pequeña que ayer.
Sacudiendo la cabeza, el efrit negro siguió su camino, y siguieron y siguieron hasta que llegaron a un jardín maravillosamente hermoso, donde los árboles estaban hechos únicamente de plata y diamantes. El joven rompió una ramita y se la metió en el bolsillo, cuando en seguida los árboles comenzaron a suspirar y a llorar y a decir:
—¡Aquí hay un hijo del hombre que nos está torturando! ¡Aquí hay un hijo del hombre que nos está torturando!
El efrit y la doncella se miraron sin entender, por que no veían a nadie.
—Hoy me han enviado a un joven—, dijo la doncella, —tal vez su alma nos esté persiguiendo.
Luego continuaron paseando aún más, hasta que llegaron a otro jardín, donde cada árbol brillaba con oro y piedras preciosas. Aquí también el joven rompió una ramita y se la metió en el bolsillo, e inmediatamente la tierra y el cielo temblaron, y el susurro de los árboles dijo:
—Hay un hijo del hombre aquí que nos está torturando, hay un hijo del hombre aquí que nos está torturando.
De modo que tanto el efrit como la doncella estuvieron a punto de caer del escudo del susto. Ni siquiera el efrit supo qué hacer con esto.
Después de pasar este jardín, llegaron a un puente, y más allá del puente había un palacio de hadas, y allí un ejército de esclavos esperaba a la damisela, y con las manos hacia abajo a los costados se inclinaban ante ella hasta que sus frentes tocaron el suelo.
La hija del sultán desmontó de la cabeza del efrit, el joven también saltó, y cuando trajeron a la princesa un par de zapatillas cubiertas de diamantes y piedras preciosas, el joven arrebató una y se la metió en el bolsillo. La niña se puso una de las pantuflas, pero al no encontrar la otra, mandó buscar otro par de zapatillas, cuando ¡listo! uno de estos también desapareció. La muchacha se molestó tanto que siguió caminando sin pantuflas, pero el joven, con el turbante en la cabeza y el látigo y la alfombra en la mano, la seguía a todas partes como si fuese su sombra.
La doncella se fue delante, y él la siguió hasta una habitación, y allí vio a un Peri negro, cual uno de sus labios tocaba el cielo, mientras el otro barría la tierra. Enfadado, el Peri le preguntó a la damisela dónde había estado todo el tiempo y por qué no había llegado antes. La doncella le habló del joven que había llegado la víspera y de lo sucedido en el camino, pero el Peri la consoló diciéndole que todo era una fantasía y que no debía preocuparse más por esto.
Después se sentó con la doncella y ordenó a un esclavo que les trajera una bebida refrescante. Un esclavo negro trajo la noble bebida en una hermosa copa de diamantes, pero justo cuando se la estaba entregando a la hija del sultán, el joven invisible le dio con tal fuerza en la mano del esclavo que este cayó y rompió la copa en pedazos. Una parte de esta copa también la escondió el joven en su bolsillo.
—¿No dije que algo andaba mal? — gritó la hija del sultán. —No quiero una bebida ni nada más, y creo que será mejor que regrese lo antes posible.
—¡Maldita sea! — dijo el Peri, y ordenó a otros esclavos que les trajeran algo de comer.
Entonces trajeron una mesita cubierta con muchos platos, y comenzaron a comer juntos. El joven hambriento también se puso a trabajar, y las viandas desaparecieron como si se comieran de tres en tres.
El propio Peri empezó a impacientarse un poco, cuando no sólo la comida sino también los tenedores y las cucharas empezaron a desaparecer, y dijo a su amada, la hija del sultán, que tal vez sí sería mejor que se diera prisa en regresar a su casa.
Luego el Peri negro quiso besar a la muchacha, pero el joven se deslizó entre ellos, los separó, y uno de ellos cayó hacia la derecha y el otro hacia la izquierda. Ambos palidecieron, llamaron a Lala con su escudo, la doncella se sentó sobre él y se fueron.
Cuando la doncella salió del palacio, el joven descolgó una espada de la pared, le descubrió el brazo y de un solo golpe le cortó la cabeza al negro Peri. Tan pronto como su cabeza cayó de sus hombros, los cielos rugieron tan terriblemente, y la tierra gimió tan horriblemente, y una voz gritó con tanta fuerza:
—¡Ay de nosotros, un hijo del hombre ha matado a nuestro rey!
El joven, aterrorizado por lo que acababa de hacer, no sabía si estaba de cabeza o de talones. Agarró su alfombra, se sentó sobre ella, le dio un látigo y llegó al palacio del sultán en un instante.
Cuando la hija del sultán regresó al palacio, encontró al joven roncando en su habitación.
—¡Oh, desgraciado! — exclamó la doncella con saña —, ¡qué noche he pasado! Entonces sacó una aguja y pinchó al joven en el talón, y como él no se movía, creyó que había dormido toda la noche, y ella también se acostó a dormir.
A la mañana siguiente, cuando despertó, ordenó al joven que se preparara para la muerte, ya que había llegado su última hora.
—No—, respondió él, —no te debo cuentas de nada. Vayamos ambos ante el Sultán.
Lo llevaron ante el padre de la doncella, pero él dijo que sólo les contaría lo que había pasado esa noche si convocaban a toda la gente del pueblo, pensando que así quizá también encontraría a su hermano mayor.
El pregonero convocó a toda la gente, y el joven se paró en un alto estrado junto al Sultán y la hija del Sultán, y comenzó a contarles toda la historia, desde el escudo del efrit hasta el rey Peri.
—No le creáis, mi señor Padishah y padre. ¡Él miente, mi señor padre y Padishah! —tartamudeó la damisela.
Entonces el joven sacó de su bolsillo la ramita de diamantes, la ramita de gemas, la zapatilla de oro, las preciosas cucharas y tenedores. Luego les contó la muerte del Rey Peri negro, y la hija del Sultán, que no había presenciado tal escena, se alegró sobremanera al saber que su captor nocturno, el Rey Peri negro, había fallecido.
La hija del Sultán, viéndose libre de su raptor nocturno, contó toda la verdad: relató que un día la habían sacado a la fuerza de su habitación, y la habían hechizado para que no pudiera liberarse. Cada noche, un criado efri del Rey Peri negro, venía a por ella y antes del amanecer la regresaba al palacio.
En ese momento, entre la congregación del pueblo, el joven vio a su hermano mayor, a quien había estado buscando durante tanto tiempo. Su emoción fue tal, que ya no tenía ojos ni oídos para nada más, pero saltando del estrado, se abrió paso entre la multitud hasta su hermano, hasta que ambos se encontraron.
Entonces el hermano mayor contó su historia y regresaron con el Sultán.
El hermano menor, rogó al Sultán que le diera a su hija y la mitad del reino a su hermano mayor, y el pensó, que con el turbante, el látigo y la alfombra mágica, sólo deseaba poder vivir cerca de su hermano mayor.
La hija del Sultán, con tanta alegría que sentía, aceptó el matrimonio.
Hicieron un gran banquete, festejaron unos con otros durante cuarenta días y cuarenta noches.
Yo también estuve allí, y le pedí tanto pilaw al cocinero, y me quedó tanto en la palma de la mano, que cojo hasta el día de hoy.
Cuento popular turco recopilado por Ignácz Kúnos (1860-1945), en Turkish fairy tales and folk tales, por Kúnos (autor), Celia Levetus (ilustrador, y R. Nisbet Bain (traductor del turco al inglés) en 1901
Ignác Kúnos (1860-1945) fue un lingüista, folclorista y escritor húngaro, especializado en la cultura turca.