pintura tunez

Skandar el Avaricioso, su hermano el Generoso y el Tesoro de los Ogros

Criaturas fantásticas
Criaturas fantásticas

Primer áh, segundo áh, tercer áh.

Primer áh: pobre de aquel que esté enfermo y no encuentre su medicina.

Segundo áh: pobre de quien hace el bien y no encuentra quien lo merece.

Tercer áh: ¿dónde encuentro lo que mi corazón desea?

Éranse, en los viejos tiempos, dos hermanos. Uno que nadaba en la abundancia y la prosperidad, y el otro que no era dueño ni de lo que costaba la cena de una noche. Un día no encontró el último de ellos nada que llevar a su mujer. Se quedó por ahí como perdido, deambulando de un lugar a otro hasta que se encontró ante una casa que tenía la puerta abierta de par en par.

Empujado por la curiosidad y por la necesidad, se atrevió a entrar, con el pensamiento de que quizás estarían haciendo los preparativos para alguna boda de la cual podría llevar algo a su familia.

Entró con pasos lentos y dubitativos, dando voces por si había alguien:

–¡Hola! ¡Hola! ¿Hay alguien por ahí? Nada, la hayata liman tunédi: no hay vida en aquel a quien llamas.

Siguió avanzando: entró en una habitación, luego en otra y así llegó a la tercera, en la que se quedó pasmado. ¿Qué es lo que vio? Lo que Dios nos dé y os dé, de parte de su generosidad: jarras llenas de monedas de oro, y, al lado, hombres muertos.

Se acercó, tomó de aquel oro aquello que fue capaz de cargar y se dirigió hacia la puerta de salida para soltar sus piernas al viento.

Marchó a la carrera, a la mayor velocidad de que fue capaz. Y llegó a casa molido, casi sin respiro. Entregó su carga a su esposa y se dejó caer en el mismo lugar en el que estaba.

La mujer no creía aquello que veían sus ojos: tocó el dinero, miró a su marido, volvió a tocar las monedas, y preguntó:

–Pero, ¿de dónde has sacado tú esto?

–Dios nos ha dado el favor de su misericordia –respondió el marido.

La mujer podía haberse conformado con esconder el dinero, o, en todo caso, con contarlo y quedarse callada. Pero se le ocurrió la idea de pesarlo como si se tratara de trigo o de cebada. Puesto que no poseía ninguna medida, envió a su hija adonde estaba la cuñada, para que le dejase la zulcia.

–¿Y para qué queréis eso? ¿Qué vais a pesar? Si no tenéis ni para cenar siquiera?

–Pues no lo sé –respondió la muchacha.

La cuñada, que era una de esas mujeres a las que el diablo aloja en su corazón, untó una esquina del fondo de la medida con un ver a su hermano y le preguntó de dónde había sacado aquella fortuna.

El pobre hermano hizo lo posible por guardar su secreto, y respondió que todo era fruto de:

–La generosidad del Señor, quien, con su misericordia, ha querido ayudarme.

Rogó a su hermano que se olvidase de todo aquello a cambio de la mitad de lo que había obtenido.

–¡Pues no! ¡Yo no quiero nada tuyo! Lo que quiero es que me digas de dónde lo has sacado, y que después dejes que yo me las arregle.

–Hermano –dijo el pobre hombre–, pues quédate entonces con los tres tercios, o quédate con todo.

–¡Nada de eso!

Estaba decidido, el otro, a enterarse, ver qué hacer y actuar.

–¡Te lo ruego, hermano! Deja las cosas tal y como están, y yo te daré lo que poseo.

–¡No, no y no! –chilló el otro.

–Pues te arrepentirás, hermano.

–Me da igual.

Ante tal testarudez, lo único que pudo hacer el pobre fue decir:

–Bueno, pues ya que insistes, voy a enseñarte el lugar, y luego me iré. Después ya puedes hacer tú lo que te parezca.

El hermano pobre hizo la jugada desesperada de quedar con su hermano para el día siguiente, con la esperanza de que de ese modo se aconsejaría con la almohada, y de que sus deseos se calmarían un poco. Pero todo fue en vano. Su hermano le respondió:

–Saqi fi saqek: nuestras piernas juntas.

¡Pues no hubo más que decir! Juntos salieron al día siguiente, y marcharon a aquel lugar sin cambiar ni una sola palabra entre sí.

Cuando estuvieron cerca, el pobre levantó el brazo y con el índice le enseñó una casa. Sin esperar, se dio la meda vuelta y se fue.

El otro, movido por las prisas de abrazar a la fortuna, entró en la casa con el paso seguro, como si fuera la suya. Fue avanzando por el patio y, ¿qué es lo que vio? Pues una fuente de cuscús, con una garrafa de agua y otra con leche, y unos cuantos dátiles que los dueños del lugar solían dejar allí, después de recitar: que esta leche y estos dátiles le caigan en las rodillas.

Sin preocuparse por pedir permiso, y sin la menor vacilación, se sentó delante de la qasaa, aquel gran plato, y se hartó de aquel exquisito manjar. Cuando ya no pudo comer más, quiso levantarse, pero no se vio capaz; lo intentó una y otra vez, sin éxito. La leche y los dátiles le cayeron en las rodillas.

Fue arrastrándose como pudo, y continuó arrastrándose hasta que llegó al lugar en el que estaban los demás muertos. Allí perdió fuerza y dejó de arrastrarse, pero no perdió la esperanza de ir recuperando el movimiento en sus rodillas y piernas. En vano. Antes de anochecer ya estaban allí los ogros, los dueños del lugar. Se sentaron todos juntos y se pusieron a cantar:

Orejita, orejita,
alegría del cuscús,
si no estás en el estomaguito,
acércate a mí bailando.

Como no vieron que viniese nadie, tomaron un clavo largo, lo pusieron en el fuego hasta enrojecer y con él se pusieron a pinchar a quienes estaban allí tumbados.

Cuando le pincharon, el hermano sintió la quemadura y movió la pierna.

–¡Ajá! ¡Hijo de perra! –le dijeron los dueños de la casa–. De modo que querías lo que no es tuyo, ni fruto de tu trabajo. Pues ahora vas a ver.

Cenaron, tomaron su té o su café, o vete a ver qué otra bebida. Y cuando la noche estaba ya avanzada y bien oscura, le cortaron la cabeza, la colgaron ante la puerta de la casa y dejaron el cuerpo al lado de los otros.

Su esposa, al ver que no regresaba su marido, marchó adonde su cuñado, por si él sabía algo. El hermano le contó cómo había intentado disuadirlo, y cuántas veces le aconsejó que no fuera hasta allí. Pero él no había querido atender a razones.

La mujer no se creía ni entendía qué era lo que le estaba contando el cuñado. Pero le pidió que fuera a buscarlo. El buen hombre asintió y se marchó. Cuando se acercó a la casa, lo primero que vio fue la cabeza de su hermano. Lleno de dolor, de pena y de lágrimas, rompió en lamentos y se puso como a cantar mientras decía:

–Oh, Skandar, oh, Skandar,
ya te dije yo que tomaras el cuarto;
oh, Skandar, oh, Skandar,
ya te dije yo que tomaras el tercio;
oh, Skandar, oh, Skandar,
ya te dije yo que repartiéramos;
oh, Skandar, oh, Skandar,
ya te dije yo que te quedaras con todo;
Skandar, hijo de mis padres.

Mientras duró el lamento que cantaba, los ogros sintieron agrado por su voz y por su música, y se pusieron a bailar.

Cuando acabó de llorar su hermano, le ofrecieron una recompensa que él rechazó, y lo único que les pidió fue que le entregaran aquella cabeza que colgaba de la puerta.

Se la entregaron, y él se la llevó a su cuñada, quien rompió en lloros, e hizo que los demás también llorasen:

–Todo por tu culpa –le dijo el hermano–, por no quedarte nunca satisfecha con lo que tienes, y por tu avaricia y tus celos.

Y yo me he ido;
les he dejado,
sin haberlos
jamás mirado.

Cuento popular Tuneciano recopilado por Mohamed Abdelkefi (1928)

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Mohamed Abdelkefi (1928). Es un folclorista, periodista y escritor de Túnez.

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