Había, en los viejos tiempos y en las épocas pasadas, un sultán que no tenía hijos.
Se sentía muy preocupado, pensando día y noche en qué sería de su reino si llegaba a morir sin dejar herederos. Un día andaba inmerso en sus negros y tristes pensamientos cuando le anunciaron la presencia de la bien famosa por sus argucias y su maldad, Asuset essetút.
La recibió y, como no había nada que a la vieja se le escapase, en seguida comprendió que al monarca había algo que le inquietaba. Antes de exponer la razón por la que estaba allí, se atrevió a preguntar al sultán
y le dijo:
–Señor, si no me equivoco, eres presa de alguna preocupación. Y a alguien de tu posición no veo qué cosa podría afligirte.
El sultán se mostró de acuerdo con ella y le explicó la causa de su tristeza.
–Pues si no es nada más que eso, yo le puedo ayudar, señor. Pero con una condición.
Lleno de repentina esperanza, el sultán le preguntó qué condición era aquella, y la vieja le dijo:
–Pues que me entregues a quien primero te nazca.
No reflexionó apenas nada sobre aquello. Pensó más bien que debía de ser alguna bravata de la vieja. Y por eso el sultán consintió y le dijo que aceptaba la condición aquella.
Al día siguiente volvió la vieja y le entregó una manzana.
Le pidió que se la entregase a su mujer y que le advirtiese que solo comiera de ella después de purificarse, de hacer sus abluciones y de rezar prosternándose dos veces.
Llevó el hombre la manzana a su mujer, le explicó lo que le había dicho la vieja, y ella cumplió todo aquello a rajatabla.
Pues no era broma; la mujer se quedó embarazada y, al cabo de los nueve meses, llegó el parto.
–¿Qué tenemos, comadrona?
–¡Una muchacha!
Entre lujos y atenciones creció la niña aquella, hasta que tuvo edad de ir a la escuela.
Pasó un tiempo y, un día en que volvía a casa después de las clases, la encontró la vieja, se acercó a ella y le dijo:
–Dile a tu padre, chiquita, que me devuelva mi prenda.
A la niña se le olvidó transmitir el recado. De modo que un día la vieja hubo de darle un pellizco en la oreja, con el fin de que no se olvidara. Pero tampoco aquella vez se acordó. Mas sucedió que, cuando la madre le estaba ayudando a bañarse, le tocó la oreja. Como le dolió, la niña dejó escapar un gemido.
–¿Qué es lo que te pasa? – preguntó la madre.
–Pues que me duele por culpa de un pellizco que me ha dado una vieja que me ha encargado que diga a mi padre que le devuelva su prenda. Se me había olvidado.
Cuando llegó el sultán, su esposa le contó la historia, y él respondió que debía decirle a la vieja que se llevase lo que era suyo.
Al día siguiente, a la salida de clase, la muchacha volvió a encontrarse a la vieja, que le esperaba. Se acercó a ella y le preguntó si se había acordado de decirle a su padre lo que le había encargado. La niña dijo que sí.
–¿Y qué es lo que ha dicho?
–Pues que te lleves lo que es tuyo.
La vieja, toda contenta, tomó a la muchacha de la mano y se la llevó consigo a su casa. La vieja la cuidó como si fuera su hija.
Le enseñó las labores de casa y más de lo que ella misma sabía, hasta el punto de que la muchacha se convirtió en una señorita inteligente, espabilada y con la que se podía contar.
–Ahora que ya eres una doncella responsable, te voy a dejar este manojo de llaves de todas las habitaciones que puedes abrir, arreglar, o disponer de ellas como te parezca. Pero de una no: hay una que no debes abrir por ningún motivo. No debe ser abierta nunca.
Le señaló cuál era, y se dio media vuelta. Cada día se iba la vieja a hacer sus labores.
Y la muchacha, en casa, barría, lavaba, fregaba, quitaba el polvo y cumplía todo lo que el cuidado de casa exige.
Hasta que llegó el día en que, mientras estaba barriendo, escuchó una especie de gemido. No hizo caso, pero el gemido se repitió, y le pareció que llegaba de la habitación que no debía abrir.
Se acercó y pegó el oído a la puerta. No había duda: de allí venia el gemido, y era ciertamente el de un ser humano. Se quedó perpleja. El ruido venía de detrás de la puerta que no debía abrir; y tenía un tono de sufrimiento.
–¿Qué es lo que hago yo ahora? –se dijo–. ¿Abro? ¿No abro? ¿Abro? Pues abro, y que pase lo que tenga que pasar.
Abrió la puerta y esperó unos segundos, hasta que se acostumbraron sus ojos a la penumbra. Avanzó con sigilo y algo de miedo. Unos pasos adelante vio lo que hubiera preferido no ver: un hombre tumbado en el suelo, con una piedra grande, con una roca más bien, puesta encima y a punto de morir. A su lado, su yegua, también abandonada, sin pienso y sin agua, parecía que agonizaba.
Con dificultad, y también con un poco de ingenio, quitó la roca de encima del joven, le dio a beber, hizo lo mismo con la yegua y se quedó mirándolos.
De pronto se acordó de las instrucciones de la vieja. Corrió a la cocina, tomó algo de comida para el hombre y para su montura, se los entregó y se retiró, cerrando la puerta tal como estaba.
Pasaron unos cuantos días. El joven recuperó una parte de sus fuerzas, y su montura igual. Así que un día en que la muchacha, todavía en ausencia de la vieja, le trajo algo para su sostenimiento, le dijo:
–Tarde o temprano la vieja va a enterarse, así que lo mejor es que nos escapemos cuanto antes. Si es ahora, mejor que mejor.
Sin cruzar una palabra más, tomaron todo aquello que pudieran necesitar para su viaje, y se marcharon.
En el momento justo de cruzar la puerta la vieja entraba y se puso a gritar:
–¡Traidora! ¡Quieres escaparte con él! ¡Pues vais a ver!
Se puso a correr tras ellos. Pero como la vieja era incapaz de alcanzarlos, echó su maldición sobre el joven y le dijo:
– Pájaro te quedarás un año entero.
Tras pronunciar aquellas palabras, entró en la casa y cerró la puerta.
Fue decirlo y convertirse el muchacho en un ave grande y empezar a volar. La muchacha se vio abandonada, sin poder regresar por miedo al castigo de la vieja, y sin tener adonde ir.
Pero el hombre, o el pájaro, se quedó revoloteando por allí. Descendió y le dijo a la muchacha:
–No te quedes por aquí. Sígueme. Yo volaré por el aire y tú me seguirás por abajo, hasta que veas en qué lugar me poso. Ese lugar será mi casa. Llama y diles que llegas de parte mía.
Emprendieron el viaje, cada uno por su senda: ella por abajo y él por arriba. Hasta que el ave se posó sobre el muro de una casa. El ave alzó el vuelo otra vez, y ella llamó a la puerta.
Le abrieron y le preguntaron qué era lo que quería. Y ella dijo que venía de parte de Yusuf.
–¿De Yusuf? –dijeron–. ¿Y dónde está Yusuf? Toda la ciudad está de luto por él. Todo está negro. Nadie se casa ni celebra ningún festejo, y tú ¿vienes diciendo que llegas de su parte?
La pobre muchacha les contó todos los detalles de lo que hasta aquel mismo instante le había sucedido, pero no la creyeron. Le dieron una paliza y la encerraron en una habitación.
Por la noche llegó el pájaro volando y preguntó a la muchacha si sus padres le habían recibido bien. Se puso la pobre a llorar y a quejarse:
–Yusuf, me gritaron; Yusuf, me insultaron; Yusuf, me trataron de mentirosa y de tramposa; Yusuf, estoy cansada, estoy hambrienta, estoy sin poderme cubrir bien.
El pájaro la escuchó, la escuchó y se marchó volando.
Así, noche tras noche, acudía a preguntarle:
–Lisa, ¿cómo te han recibido los míos?
Y ella a contestar llorando y quejándose.
Hasta que se cumplió el año. Terminó entonces aquel maldito encantamiento, él recuperó su aspecto normal y pudo regresar a casa.
Sus padres y toda la familia le recibieron con alegría, con albórbolas y cantos.
Tras bañarse y quitarse el polvo del camino –como se dice–, y tras descansar y ponerse una vestimenta nueva y limpia, se sentó entre los suyos y miró a su alrededor, sin poder ver a la muchacha.
–¿Y dónde está Lisa? –preguntó.
–¿De qué Lisa hablas?
–¡La muchacha que os envié!
Le contaron qué era lo que había sido de ella. Muy dolido, les hizo muchos reproches y les dijo:
–Es ella la que me ha liberado. A ella le debo la vida. ¿Dónde está?
La sacaron de su mísero encierro, la bañaron, la vistieron y le dieron buenas comidas y la cuidaron hasta que la mujer recuperó su salud, sus fuerzas y hermosura.
Él pidió su mano y empezaron los preparativos de la boda.
El regreso de Yusuf, sano y salvo, devolvió a la casa y a toda la ciudad su normalidad, sus sonrisas y sus juegos y entretenimientos.
Los habitantes volvieron a pintar sus casas con colores alegres, a organizar festejos y a participar en las fiestas y en la boda de Yusuf.
Durante siete días y siete noches, que nadie coma ni beba más que en casa de Mhamed, el hijo del sultán.
Se casaron, tuvieron hijos y vivieron felices.
Y yo me he ido,
les he dejado,
sin haberlos
jamás mirado.
Cuento popular Tuneciano recopilado por Mohamed Abdelkefi (1928)
Mohamed Abdelkefi (1928). Es un folclorista, periodista y escritor de Túnez.