Hace mucho tiempo vivió un joven muy apuesto llamado Ram Singh, que, aunque era muy querido por todos, era infeliz porque su madrastra lo regañaba todo el tiempo. Se la pasaba diciéndole de cosas hasta que un día el joven decidió irse lejos a buscar fortuna. Ni bien se decidió a irse de su casa comenzó a hacer planes, y a la mañana siguiente partió con un atado de ropa y algo de dinero en el bolsillo.
Sin embargo, en el pueblo había una persona de quien quería despedirse: el sabio gurú, un maestro que le había enseñado muchas cosas. Así que se dirigió primero a la cabaña del maestro y, antes de que el sol estuviera en lo alto, tocó la puerta. El anciano recibió a su alumno con mucha alegría, pero era un sabio para leer las caras de las personas y de inmediato notó que el joven estaba en problemas.
¡—Hijo mío, ¿qué te sucede?
—Nada, padre —respondió el muchacho—, pero he decidido viajar por el mundo e ir a buscar fortuna.
—Sigue mi consejo —le dijo el gurú— y permanece en casa de tu padre; es mejor tener media hogaza de pan en casa que buscar una completa en tierras lejanas.
Pero Ram Singh no estaba para recibir estos consejos con agrado, y el anciano decidió no presionarlo más.
—Muy bien —le dijo—. Si ya lo has decidido, supongo que así debe de ser. Pero escúchame con atención y recuerda estos cinco consejos que voy a darte. Si los sigues, no te ocurrirá ningún mal. Primero: siempre obedece las órdenes de aquel bajo cuyo servicio estés, sin cuestionarlas. Segundo: no le hables a nadie con dureza ni con crueldad. Tercero: no mientas. Cuarto: nunca trates de asemejarte a aquellos que están por encima de ti. Y quinto: a donde vayas, si te encuentras con alguno de los que leen o enseñan las sagradas escrituras, quédate a escucharlos aunque solo sea por unos minutos, ya que eso te dará fuerzas para seguir en el camino del deber.
Entonces Ram Singh emprendió el viaje y le prometió al anciano que seguiría sus consejos.
Al cabo de algunos días de viaje, llegó a una gran ciudad.
Se había gastado todo el dinero que tenía al partir y por eso se decidió a buscar trabajo, sin importar cuán humilde fuera.
Encontró a un mercader que se veía próspero y estaba parado frente a una tienda en la que vendía todo tipo de granos. Entonces se acercó a él y le preguntó si tenía algún trabajo para él. El mercader lo miró tan fijamente que el otro comenzó a sentirse desanimado, pero al fin le contestó:
—Sí, desde luego, hay un lugar esperándote.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Ram Singh.
—El día de ayer, el jefe visir de nuestro rajá despidió a su sirviente y está buscando a otro. Y tú eres justo el tipo de persona que necesita, pues eres joven, alto y apuesto. Te recomiendo que hagas tu solicitud.
El joven le dio las gracias al mercader por su consejo y se dirigió de inmediato a la casa del visir, en donde muy pronto, gracias a su buena apariencia, consiguió trabajo como sirviente de aquel gran hombre.
Un día, poco después de esto, el rajá del lugar emprendió un viaje acompañado del jefe visir. Llevaban un ejército de sirvientes y ayudantes, soldados, arrieros, camelleros, mercaderes con granos, provisiones para personas y animales, cantantes para el entretenimiento en el camino y músicos que los acompañaran, además de elefantes, camellos, caballos, mulas, ponis, burros, cabras, carretas y vagones de todo tipo, de manera que parecían más una gran ciudad en marcha que otra cosa.
Así viajaron varios días, hasta que llegaron a un país que era como un mar de arena, donde los remolinos de polvo flotaban formando nubes que sofocaban un poco tanto a los hombres como a los animales. Casi al terminar ese día llegaron a un pueblo y, cuando los hombres de avanzada se acercaron a saludar al rajá y a darle muestras de respeto, le explicaron con seriedad y un poco de tristeza que, si bien ellos y todo lo que poseían estaban a disposición del rajá, el que llegara con una compañía tan numerosa representaba un grave problema, pues no tenían un pozo ni un arroyo del cual extraer agua para beber y no tenían agua suficiente para tantos hombres y animales.
El anfitrión se sintió atemorizado al escuchar lo que decían los hombres de avanzada, pero el rajá se limitó a decirle al visir que tenía que conseguir agua de alguna manera y que con eso el asunto quedaba resuelto en lo que a él concernía. El visir acudió a buscar a los ancianos el lugar y comenzó a preguntarles si había algunos pozos cercanos.
Todos se miraron en silencio, sin saber qué decir, hasta que por fin un anciano de barba gris contestó.
—Hay un pozo, señor visir, a dos o tres kilómetros de aquí; es un pozo que un antiguo rey mandó construir hace cientos de años. Dicen que es muy grande e inacabable, cubierto por pesadas piedras labradas y con una serie de escalones que conducen a las entrañas de la tierra, pero ningún hombre se atreve a acercarse a ese lugar, pues está encantado por espíritus malignos y se sabe que nunca se vuelve a ver a
quien osa bajar hasta el pozo.
El visir se mesó la barba y contempló la situación. Luego se volvió hacia Ram Singh, quien estaba a sus espaldas.
—Hay un refrán —le dijo— que dice que no se puede confiar en un hombre hasta no haberlo puesto a prueba. Ve y consigue agua para el rajá y su gente.
En ese momento, a Ram Singh le pasó por la mente el primer consejo que el viejo gurú le había dado: “siempre obedece las órdenes de aquel bajo cuyo servicio estés, sin cuestionarlas”. Entonces respondió al instante que estaba listo y fue a alistarse para su nueva aventura. Ató un par de vasijas enormes a una mula y dos menos grandes a sus hombros, y así emprendió la marcha con el viejo poblador como guía. En poco tiempo llegaron a un lugar donde había unos árboles enormes que se levantaban por encima del páramo desnudo, y bajo su sombra estaba el domo de un antiguo edificio.
El guía le dijo que ese era el pozo, pero se disculpó por no seguir adelante, ya que era un hombre viejo y cansado, y ya casi anochecía, por lo que debía volver a casa. Entonces Ram Singh se despidió de él y continuó solo con la mula.
Al llegar a los árboles, Ram Singh ató ahí su mula y se quitó las vasijas de los hombros. Una vez que encontró la entrada del pozo, descendió por ella en la oscuridad. Los escalones eran amplias losas de alabastro que brillaban en las sombras a medida que descendía más y más. Todo estaba en silencio. Hasta el sonido de sus pies descalzos sobre la piedra parecía provocar un eco en aquel aislado lugar y, cuando se le cayó una de las vasijas que llevaba y retumbó en los escalones, él mismo brincó del ruido. Aun así, siguió hasta que llegó a una enorme reserva de agua dulce, donde lavó sus jarras cuidadosamente antes de llenarlas, y luego remontó los escalones cargando las vasijas menos pesadas, ya que las grandes pesaban tanto que solo podía llevar una a la vez. De pronto algo se movió frente a él, escalera arriba, y al levantar la mirada encontró a un gigante en la escalera. Llevaba un montón de huesos horribles en una mano, a la altura del corazón; en la otra sostenía una lámpara que producía largas sombras sobre las paredes y lo hacía parecer más terrible de lo que era en realidad.
—Mortal, ¿qué opinas de mi bella y amada esposa? —le preguntó y dirigió su lámpara hacia el montón de huesos que llevaba en brazos y a los que miraba con amor.
Debo decirles que este pobre gigante había tenido a una esposa muy bella a la que él amaba profundamente, pero, cuando ella murió, su esposo se negó a creer en su muerte y siempre la llevó consigo, aun después de que solo quedaron sus huesos. Ram Singh no sabía nada de esto, desde luego, pero entonces recordó el segundo consejo del gurú que le prohibía hablar duramente o con crueldad a los demás, así que
le contestó:
—De verdad, señor, no creo que pudiera encontrar otra igual en el mundo.
—Sí que tienes buenos ojos —dijo el gigante entusiasmado—. Tú, al menos, puedes ver. No sé cuántas veces he matado a quienes la insultan diciendo que no es sino un montón de huesos. Tú eres un joven atento y por eso voy a ayudarte.
Tras decir esto, asentó los huesos en el piso con mucha ternura y tomó las enormes vasijas de bronce y las cargó hasta arriba. Lo hizo con tal facilidad que todo estuvo listo para el momento en que Ram Singh salió al exterior llevando las vasijas más pequeñas.
—Ahora —dijo el gigante—, tú has sido amable conmigo, así que puedes pedirme un favor, lo que sea, y yo con gusto lo cumpliré. Tal vez quieras que te muestre en donde está enterrado el tesoro de los reyes muertos —agregó con ansias.
Pero Ram Singh negó con la cabeza al oír hablar de una riqueza enterrada.
—El favor que yo te pediría es que dejaras de rondar este pozo para que muchas personas puedan entrar y salir y llevar agua.
Quizás el gigante esperaba que le pidiera un favor más difícil de realizar, pues se le iluminó el rostro y prometió irse de ahí de inmediato. Así, mientras Ram Singh partía hacia la creciente oscuridad con su muy preciada carga de agua, alcanzó a ver al gigante que se alejaba con los huesos de su difunta esposa en brazos.
Todo fue alegría en el campamento cuando vieron a Ram Singh regresar con agua. Sin embargo, nunca mencionó nada sobre su aventura con el gigante. Se limitó a decirle al rajá que no había nada que les impidiera utilizar el pozo, y entonces hicieron uso de él y nadie volvió a ver al gigante.
El rajá estaba tan contento con lo que había hecho Ram Singh que ordenó al visir que le diera al joven a cambio de uno de sus sirvientes, y así Ram Singh pasó a ser el asistente del rajá. A medida que pasaban los días, el rey disfrutaba más de la compañía del muchacho, pues este no olvidó el tercer consejo del gurú y se mostraba siempre honesto y decía la verdad. No tardó en ganarse el favor del rey y pronto fue nombrado su tesorero. Así alcanzó un lugar muy alto en la corte y tuvo dinero y poder en las manos. Por desgracia, el rajá tenía un hermano que era un hombre muy malo, el cual pensó que podría robar poco a poco todo lo que necesitara obtener del tesoro del rey si se ganaba el favor del joven tesorero. Después, con el dinero suficiente, sobornaría a los soldados y a algunos de los consejeros del rajá, dirigiría una rebelión, destronaría y asesinaría a su hermano, y reinaría en su lugar. Desde luego, tuvo mucho cuidado de no revelar sus malvados planes a Ram Singh, pero comenzó por adularlo cada vez que lo veía y hasta llegó a ofrecerle a su hija en matrimonio. Sin embargo, Ram Singh recordó el cuarto consejo del gurú, “nunca trates de asemejarte a aquellos que están por encima de ti”, y rechazó respetuosamente la propuesta de casarse con una princesa. Al ver frustrado su primer paso, el príncipe se puso furioso y determinó arruinar a Ram Singh.
Un día llegó con el rajá y le dijo que había escuchado rumores de que Ram Singh había insultado a su soberano y a su hija. Nadie supo cuáles fueron esos insultos y, como era mentira, el malvado príncipe tampoco sabía nada al respecto. Pero el rajá se puso rojo de ira y declaró que, hasta que le cortaran la cabeza al tesorero, ni él ni su hermano ni la princesa comerían o beberían algo.
—Pero además no quiero que nadie sepa que esto fue hecho por mi voluntad, y cualquiera que hable del asunto será castigado sin clemencia —añadió, y el príncipe tuvo que conformarse con esto.
Entonces el rajá mandó llamar a uno de los oficiales de su guardia y le dijo que se llevara a algunos soldados y se dirigieran de inmediato a una torre situada justo en las afueras de la ciudad; que si alguien preguntaba cuándo terminarían de construir el edificio o algo relacionado con la torre, el oficial debía cortarle la cabeza y llevársela a él. En cuanto al cuerpo, bien podían enterrarlo ahí mismo. Al oficial le parecieron unas órdenes muy extrañas, pero eso no le incumbía, así que se inclinó ceremoniosamente y se fue a cumplir las órdenes de su señor.
Muy temprano por la mañana, el rajá, que no había dormido en toda la noche, mandó traer a Ram Singh y le ordenó que fuera a la nueva torre de caza y que preguntara cómo iba la construcción y cuándo la terminarían, y que volviera de inmediato con la respuesta. Entonces Ram Singh se fue a cumplir su encargo, pero encontró un templo en el camino y escuchó que había alguien dentro leyendo en voz alta. Recordó el quinto consejo del gurú. Entró al templo y se sentó a escucharlo unos minutos. No era su intención quedarse mucho tiempo, pero se interesó tanto en la sabiduría del maestro que permaneció ahí sentado mientras el sol se elevaba cada vez más.
Mientras tanto, el malvado príncipe que no se atrevía a desobedecer las órdenes del rajá ya tenía mucha hambre. En cuanto a la princesa, ella lloraba en silencio en un rincón, esperando a que trajeran la noticia de la muerte de Ram Singh para poder desayunar.
Pasaban las horas y, aunque el rajá no se despegaba de la ventana, no aparecía ningún mensajero.
Por fin el príncipe ya no pudo resistir más y a toda prisa se disfrazó de modo que nadie lo reconociera, se subió a su caballo de un brinco y se fue a todo galope hacia la torre de caza donde le dijo el rajá que se realizaría la ejecución, pero al llegar vio que no había ninguna ejecución; solo había algunos hombres ocupados en la construcción y algunos soldados que los miraban sin hacer nada. Se le olvidó que estaba disfrazado y que nadie podía reconocerlo, y entonces se acercó galopando y les gritó:
—¡Oigan! ¿Por qué están ahí sin hacer nada en lugar de terminar el trabajo que debían hacer? ¿Cuándo van a acabar así?
Al escuchar estas palabras, los soldados se volvieron a mirar al comandante, quien estaba un poco apartado del resto. Sin que el príncipe se diera cuenta, el comandante hizo una pequeña señal, una espada centelleó bajo el rayo del sol, y una cabeza cayó de golpe al piso.
Como parte del disfraz del príncipe consistía en una barba, los hombres no reconocieron al hombre muerto como hermano del rajá, sino que solo envolvieron la cabeza en una tela y enterraron el cuerpo como el comandante les ordenó.
Cuando terminaron, el comandante tomó la cabeza y se fue galopando hacia el palacio.
Mientras tanto, el rajá llegó a casa después de una junta de consejo y, para su sorpresa, no encontró ni una cabeza ni a su hermano esperándolo. Conforme pasaba el tiempo se fue inquietando cada vez más y pensó que lo mejor sería ir a ver qué ocurría. Pidió su caballo y decidió montar solo.
Y ocurrió que cuando el rajá pasó cerca del templo en donde Ram Singh aún estaba sentado, el joven tesorero escuchó el sonido del galope de un caballo, miró sobre su hombro ¡y descubrió que el jinete era el propio rajá! Sintió vergüenza por haber olvidado cumplir con el encargo y salió a toda prisa a alcanzar a su señor, quien detuvo su caballo y se mostró muy sorprendido de verlo. En ese momento, llegó el comandante cargando un paquete. Saludó al rajá con seriedad, desmontó, puso el paquete en el piso y comenzó a desenvolverlo, mientras el rajá lo miraba con sorpresa e interés.
Cuando retiraron la última cinta y le mostraron la cabeza de su hermano, el rajá descendió del caballo de un brinco y tomó al soldado del brazo. En cuanto recobró el aliento, le preguntó al hombre qué había pasado, y poco a poco floreció una oscura sospecha en él. Le dijo al soldado que había hecho bien y llevó aparte a Ram Singh. En unos minutos, el rajá supo que Ram Singh se había demorado en cumplir su encargo por seguir el consejo que le había dado el gurú.
Al final el rajá obtuvo pruebas de la traición de su hermano por unos papeles que encontró, y Ram Singh demostró su inocencia e integridad. Siguió al servicio del rajá durante varios años con absoluta lealtad y se casó con una muchacha de su misma clase con quien vivió felizmente. Murió querido y honrado por todos. Tuvo algunos hijos, a quienes llegado el momento también les enseñó los cinco consejos del anciano.
Cuento popular punjabi recopilado por Andrew Lang
Andrew Lang (1844-1912) fue un escritor escocés.
Crítico, folclorista, biógrafo y traductor.
Influyó en la literatura a finales del s XIX e inspiró a otros escritores con sus obras. Hoy se le recuerda principalmente por sus compilaciones de cuentos de hadas del folclore británico.
Sobresalen sus compilaciones: El libro azul de las hadas, El libro rojo de las hadas, El libro verde de las hadas, El libro amarillo y carmesí de las hadas, El Anillo Mágico y Otras Historias, etc.