Erase una vez un Rey que tenía un hijo al que crió bien. El niño creció y un día le dijo al Rey:
—Voy a salir a caminar.
—Está bien—, respondió el Rey. En cierto lugar encontró un olivo en llamas.
—¡Oh Dios—, gritó, —ayúdame a apagar este fuego!
De repente Dios envió la lluvia, el fuego se apagó y el joven pudo pasar. Llegó a la ciudad y dijo al gobernador:
—Dame la oportunidad de hablar en mi turno.
—Está bien—, dijo; —habla.
—Pido la mano de tu hija—, respondió el joven.
—Te la doy—, respondió el gobernador, —porque si no hubieras apagado ese fuego, la ciudad habría sido devorada por las llamas.
Partió con su esposa. Después de una larga marcha la esposa hizo a Dios esta oración:
—Oh Dios, coloca esta ciudad aquí.
La ciudad apareció en el mismo lugar. Al anochecer, el morabito de la ciudad de la que era rey el padre del joven novio fue a la mezquita a rezar sus oraciones.
—¡Oh maravilla!— gritó, —¿qué veo ahí abajo?
El Rey llamó a su esposa y la envió a ver cuál era esta nueva ciudad. La mujer se fue y, dirigiéndose a la esposa del joven príncipe, le pidió limosna. Le dio limosna. El mensajero regresó y dijo al Rey:
—Es tu hijo quien manda en esa ciudad.
El Rey, picado por los celos, dijo a la mujer:
—Ve, dile que venga a buscarme. Debo hablar con él.
La mujer se fue y volvió con el hijo del rey. Su padre le dijo:
—Si eres hijo del Rey, ve a ver a tu madre al otro mundo.
Regresó a su palacio llorando.
—¿Qué te pasa—, preguntó su esposa, —a ti, a quien el destino me ha dado?
Él le respondió:
—Mi padre me dijo: ‘Ve a ver a tu madre al otro mundo'».
—Vuelve con tu padre—, respondió ella, —y pídele el libro de la abuela de tu abuela.
Regresó con su padre, quien le dio el libro. Se lo llevó a su esposa, quien le dijo:
—Ponlo sobre la tumba de tu madre.
Lo colocó allí y se abrió la tumba. Descendió y encontró a un hombre que estaba lamiendo la tierra. Vio a otro que estaba comiendo moho. Y vio a un tercero que comía carne.
—¿Por qué comes carne?— le preguntó.
—Porque hice el bien en la tierra—, respondió la sombra.
—¿Dónde encontraré a mi madre?— preguntó el príncipe.
La sombra dijo:
—Ella está ahí abajo.
Fue donde su madre, quien le preguntó por qué había venido a buscarla.
Él respondió:
—Mi padre me envió.
—Vuelve—, dijo la madre, —y di a tu padre que levante la viga que está sobre el hogar.
El príncipe fue con su padre.
—Mi madre te pide que recojas la viga que está encima del hogar.
El Rey lo levantó y encontró un tesoro.
—Si eres hijo del Rey—, añadió, —tráeme a alguien de un pie de altura cuya barba mida dos pies.
El príncipe se puso a llorar.
—¿Por qué lloras—, preguntó su esposa, —tú a quien el destino me ha dado?
El príncipe le respondió:
—Mi padre me dijo: «Tráeme alguien de un pie de altura cuya barba mida dos pies».
—Vuelve con tu padre—, respondió ella, —y pídele el libro del abuelo de tu abuelo.
Su padre le dio el libro y el príncipe se lo llevó a su esposa.
—Llévenselo de nuevo y que lo ponga en el lugar de la asamblea y convoque una reunión pública. Apareció un hombre de un pie de altura, tomó el libro, recorrió la ciudad y se comió a todos los habitantes.
Cuento anónimo popular cabila, pueblo de las montañas del noroeste de Argelia, editado en 1901 René Basset en Moorish Literature
Los cuentos populares, las leyendas, las fábulas, la mitología…, son del pueblo.
Son narraciones que se han mantenidos vivas transmitiéndose oralmente, por las mismas personas del pueblo. Por ello no tienen dueño, sino que pertenecen a las gentes, a la folclore, a las distintas culturas, a todos.
En algún momento, alguien las escribe y las registra, a veces transformándolas, a veces las mantiene intactas, hasta ese momento, son voces, palabras, consejos, cosas que «decía mi abuelo que le contaba su madre…»