Peruonto

Peruonto

Cuentos con Magia
Cuentos con Magia

Una buena acción nunca se pierde: quien siembra cortesía cosecha beneficio, y quien siembra bondad recoge amor. El placer otorgado a una mente agradecida nunca fue estéril, sino que genera gratitud y recompensa. Casos de esto ocurren continuamente en las acciones de los hombres, y veréis un ejemplo de ello en la historia que os contaré.

Una buena mujer de Casoria, llamada Ceccarella, tenía un hijo llamado Peruonto, que era la figura más espantosa, el más tonto y el idiota más estúpido que la Naturaleza jamás había creado. De modo que el corazón de su infeliz madre era más negro que un trapo de cocina, y mil veces al día lanzaba una maldición de corazón sobre todos los que habían contribuido a traer al mundo semejante tonto, que no valía ni el excremento de un perro. Porque la pobre mujer podía gritarle hasta reventarle la garganta y, sin embargo, el becerro lunar no se movía para hacer el más mínimo movimiento con la mano por ella.

Por fin, después de mil cachetadas en su cabeza, y mil bofetadas en su rostro, y mil «te lo digo» y «te lo dije», gritando hoy y gritando mañana, consiguió que el zoquete fuera al bosque a pasar un rato, diciendo:

—Vamos, ya es hora de que comamos un bocado, así que corre a buscar unas maderas y no te pierdas en el camino, pero vuelve lo más rápido que puedas, y herviremos un poco de repollo para no morirnos de hambre.

Se fue Peruonto, el tonto, y se fue como quien va a la horca: se fue, y se movía como pisando huevos, con andar de grajilla, y contando sus pasos, lento y pausadamente, al ritmo de un caracol, y haciendo toda clase de zigzags y circunscripciones en su camino hacia el bosque, yéndose como si no fuera a volver más. Y cuando llegó a mitad de una llanura, por donde corría un río, gruñendo y murmurando por la falta de educación de las piedras que le cerraban el paso, encontró a tres jóvenes, que se habían hecho un lecho de hierba, y una almohada de pedernal, y yacían profundamente dormidos bajo el resplandor del Sol, que lanzaba sus rayos a quemarropa. Cuando Peruonto vio estas pobres criaturas, que estaban hechas de una fuente de agua en medio de un horno de fuego, tuvo compasión de ellas, y cortando algunas ramas de una encina hizo sobre ellas una hermosa glorieta. Mientras tanto los jóvenes, que eran hijos de un hada, despertaron, y viendo la bondad y cortesía de Peruonto, le dieron un encantamiento, para que todos sus deseos se hicieran realidad.

Peruonto, habiendo hecho esta buena acción, se dirigió hacia el bosque, donde hizo una leña tan enorme que se necesitaría un motor para arrastrarla; y viendo que era una tontería que se le ocurriera llevarlo a la espalda, montó sobre la leña y gritó:

—¡Oh, qué afortunado sería si este manojo de ramas me llevara a caballo!

Y apenas habían salido las palabras de su boca, cuando la leña comenzó a trotar y a galopar como un caballo de carreras; y cuando llegó frente al palacio del rey, hizo cabriolas, piruetas y trotes de una manera que te asombraría. Las damas que estaban junto a una de las ventanas, al ver tan maravilloso espectáculo, corrieron a llamar a Vastolla, hija del rey, la cual, acercándose a la ventana y observando los maderos de la leña y los ligazones de un haz de madera, se echó a reír, algo que, debido a una melancolía natural, no se recordaba que hubiera hecho antes. Peruonto levantó la cabeza y, viendo que se reían de él, exclamó:

—¡Oh Vastolla, ojalá estuvieras embarazada!—. y diciendo esto, golpeó con los talones los flancos de su montón de leña, y en un veloz galope de la madera, llegó a casa al cabo de muchos tiempo, con tal séquito de niños pisándole los talones, abucheándole y gritando de tal forma, que si su madre no hubiera cerrado la puerta rápidamente tras su paso, lo habrían matado con frutas y verduras podridas que le lanzaban.

Mientras tanto, Vastolla comenzó a sentir ciertas náuseas, palpitaciones del corazón y otros síntomas que la convencieron de que se encontraba embarazada. Hizo todo lo que estuvo en su poder para mantener oculta su condición, pero al final el asunto ya no pudo ser un secreto. El rey, cuando lo descubrió, quedó se alborotó muchísimo, convocó a su consejo, y dijo:

—Ya sabéis que mi honorable luna tiene cuernos: ya sabéis que mi hija me ha proporcionado material para escribir crónicas, o más bien cornamenta para mi vergüenza. Así que ahora hablad y aconsejarme. Yo sería capaz de hacerla dar a luz su propia alma antes de que dé a luz una raza enferma. Yo le haría sentir los dolores de la muerte antes de que sintiera los dolores del parto. Mi deseo sería sacarla del mundo antes de que trajera descendencia a él.

Los consejeros, que en su tiempo habían estudiado mucho y vivido poco, dijeron:

—En verdad ella merece ser severamente castigada, y el mango del cuchillo que le quitaría la vida debería estar hecho de los cuernos que ella ha puesto sobre vuestras frentes, pero si la matamos antes de que nazca el niño, ese audaz sinvergüenza que, os generó esta dolorosa batalla, creando este entuerto para vuestra vergüenza y que, de la forma más cruel, ha puesto delante de vosotros a un Cornelio Tácito que, para representaros un verdadero sueño de infamia, os ha hecho salir por la puerta de cuerno—él escapará por la mallas rotas de la red. Esperemos entonces hasta que salga a la luz y descubramos la raíz de esta desgracia, y entonces lo pensaremos y resolveremos cum grano salis qué es lo mejor que se puede hacer. (Cum grano salis, latín: «con un grano de sal»; figuradamente: ser escépticos y no dar por certeza absoluta hasta haberlo contrastado debidamente)

Este consejo agradó al rey; porque vio que hablaban como hombres sensatos y prudentes: entonces tomó su mano y dijo:

—Esperemos y veamos el fin de este asunto.

Pero, quiso el cielo que cuando llegó la hora del nacimiento, Vastolla trajo al mundo dos niños pequeños, como dos manzanas de oro. El rey, que todavía estaba lleno de ira, llamó a sus consejeros para consultarles y él dijo:

—Bueno, ahora que llevan a mi hija a la cama, es hora de que resolvamos el problema sacándole los sesos.

—No—, dijeron aquellos viejos sabios, (y todo era para darle tiempo al tiempo), —esperemos hasta que los pequeños crezcan lo suficiente como para permitirnos descubrir los rasgos de su padre.

El rey, que nunca escribió sin que las guías de su consejo le impidieran escribir torcidamente, se encogió de hombros, tuvo paciencia y esperó hasta que los niños cumplieron siete años, momento en el cual, convocando de nuevo a sus consejeros, los instó a terminar el negocio: entonces uno de ellos dijo:

—Como no has podido sonsacarle el secreto a tu hija, ni descubrir quién es el falso acuñador que ha alterado la corona de tu imagen, ahora buscaremos la mancha. Manda entonces que se prepare un gran banquete, y que vengan a él todos los nobles y todos los hombres de rango de la ciudad; y estemos alerta, y con los ojos bien atentos, veamos a quién se dirigen más gustosamente los niños, movidos a ello por la naturaleza, porque sin duda éste será el padre, e inmediatamente lo apresaremos y lo quitaremos de en medio.

El rey quedó complacido con este consejo y, ordenando que se preparara el banquete, invitó a todas las personas de rango y notoriedad. Y cuando terminaron de comer, los hizo colocar a todos en fila, e hizo pasar a los jóvenes delante de ellos; pero los jóvenes no les prestaron más atención que el bulldog de Alejandro Magno a los conejos, de modo que el rey se enfureció y se mordió los labios; y aunque no le faltaban zapatos, esta bomba de dolor le apretaba tanto que golpeaba el suelo con los pies. Pero los consejeros le dijeron:

—¡Sufra con paciencia, Majestad! Calmad vuestra ira. Hagamos mañana otro banquete, no para gente de condición, sino para la clase inferior; tal vez, como una mujer siempre se apega a lo peor, encontraremos entre los cuchilleros, los artesanos y los vendedores de peines la raíz de vuestra ira, que no hemos descubierto entre los caballeros.

Este razonamiento gustó al rey, y mandó preparar un segundo banquete, al cual, al proclamarse, acudió toda la chusma y los andrajosos de la ciudad, tales como pícaros, carroñeros, caldereros, vendedores ambulantes, artesanos, barrenderos, mendigos y chusma por el estilo, quienes estaban todos muy contentos por la invitación, y tomando asiento, como nobles, en una gran mesa larga, comenzaron a darse un festín y a engullir como locos.

Cuando Ceccarella escuchó esta proclama, comenzó a instar a Peruonto a que fuera también allí, hasta que finalmente consiguió que se dirigiera a la fiesta. Y apenas había llegado allí, cuando los lindos niños vinieron corriendo a su alrededor y comenzaron a acariciarlo y a adularlo por encima de todo cuanto conocían. Al ver esto, el rey se rasgó la barba, viendo que la haba de esta torta, premio de la lotería, había caído en manos de una fea bestia, cuya sola vista bastaba para enfermar, quien, además de tener la cabeza peluda, ojos de búho, nariz de loro, boca de venado, estaba torcido y con las piernas desnudas, para que, sin leer a Fioravanti, se pudiera ver en seguida lo que era. Luego, lanzando un profundo suspiro, el rey dijo:

—¿Qué puede haber visto esa hija mía de jade que la haga encapricharse de este ogro marino, o iniciar un baile con este pie peludo? ¡Ah, criatura vil y falsa! ¿Qué metamorfosis es ésta? ¿Pero por qué nos demoramos? Que sufra el castigo que merece: que sufra el castigo que tú decretes; y quítala de mi presencia, porque no puedo soportar verla.

Entonces los consejeros consultaron entre sí y resolvieron que ella, así como el malhechor y los niños, fueran encerrados en un tonel y arrojados al mar; para que, sin que el rey mojase las manos en su propia sangre, pudieran poner fin a la sentencia de sus vidas. Tan pronto como se pronunció la sentencia, trajeron el tonel y metieron en él a los cuatro; pero antes de cerrarlo, algunas de las damas de Vastolla, llorando y sollozando como si se les fuera a romper el corazón, pusieron en él una pequeña cesta con pasas e higos secos, para que tuviera con qué vivir algún tiempo. Y cuando se cerró el tonel, lo arrastraron y lo arrojaron al mar abierto, por donde iba flotando impulsado por el viento.

Mientras tanto Vastolla, llorando y formando dos ríos con sus ojos, dijo a Peruonto:

—¡Qué triste desgracia es la nuestra, tener la cuna de Baco como ataúd! ¡Oh, si supiera quién me ha jugado esta trampa que me ha enjaulado en este calabozo! ¡Ay, ay! ¿Por qué me encuentro en esta situación sin saber cómo?. Dime, dime, oh hombre cruel, ¿Qué encantamiento hiciste, y qué varita empleaste, para arrastrarme dentro de este barril?— Peruonto, que hacía algún tiempo le prestaba el carro de leña a un mago, dijo por fin:

—Si quieres que te lo cuente, debes darme unos higos y unas pasas.

Entonces Vastolla, para sonsacarle el secreto, le dio un puñado de ambos, y en cuanto tuvo la garganta llena, le contó con exactitud todo lo que le había sucedido con los tres mozos, y luego con el haz de leña mágico, y luego con ella en la ventana. Cuando la pobre princesa lo escuchó, se animó y dijo a Peruonto:

—Hermano mío, ¿dejaremos entonces que nuestras vidas se acaben en un tonel? ¿Por qué no haces que esta tina se convierta en un hermoso barco, y así correr a algún buen puerto para escapar de este peligro?

Y Peruonto respondió:

Peruonto
Peruonto

—Si quisieras que dijera el hechizo,
Con higos y pasas me lleno bien.

Entonces Vastolla, para hacerle abrir la garganta, instantáneamente le llenó el gaznate, y, como una pescadora en el Carnaval, con los higos y las pasas extrajo las palabras recién sacadas de su boca, y ¡he aquí! Después que Peruonto dijo lo que quería, el tonel se convirtió en un navío, con todos los aparejos necesarios para navegar, y con todos los marineros necesarios para trabajar el navío. Allí se podía ver a uno tirando de una escota, a otro arreglando las jarcias, a otro tomando el timón, a otro poniendo las velas, a otro subiéndose al casco, y a otro gritando —¡A babor!—. y otro —¡Estribor!— uno tocando la trompeta, otro disparando los fusiles, uno haciendo una cosa y el otro haciendo otra cosa; de modo que Vastolla estaba sobre el barco y navegaba en un mar de delicias.

Siendo nueva la hora en que la Luna comienza a jugar al balancín con el Sol, Vastolla dijo a Peruonto:

—Mi hermoso muchacho, ahora haz que este barco se convierta en un hermoso palacio, porque entonces estaremos más seguros. Ya conoces el dicho: Alabado sea el mar, pero mantente en la tierra. Y Peruonto respondió:

—Si quisieras que dijera el hechizo,
Con higos y pasas me lleno bien.

Entonces Vastolla repitió instantáneamente la operación, y Peruonto, tragándoselos, preguntó cuál era su placer e inmediatamente el barco llegó a tierra, y se transformó en un hermoso palacio, equipado de la manera más completa, y tan lleno de muebles, cortinas y alfombras, que no había nada que desear. Para que Vastolla, que poco antes hubiera dado su vida por un cuarto de penique, no cambiara ahora de lugar con la dama más grande del mundo, viéndose servida y tratada como una reina. Luego, para sellar toda su buena fortuna, rogó a Peruonto que obtuviera gracia para volverse hermoso y pulido en sus modales, para que vivieran felices juntos; porque aunque el proverbio dice: «Es mejor tener un cerdo por marido que un emperador por amante», aun así, si su apariencia cambiara, ella debería considerarlo la cosa más afortunada del mundo. Y Peruonto respondió como antes:

—Si quisieras que dijera el hechizo,
Con higos y pasas me lleno bien.

Entonces Vastolla rápidamente eliminó la interrupción de su discurso; y apenas había pronunciado la palabra, cuando pasó de búho a ruiseñor, de ogro a Narciso, de espantapájaros a elegante muñeco. Vastolla, al ver tal transformación, lo estrechó entre sus brazos y casi estaba fuera de sí de alegría.

Mientras tanto, el rey, que desde el día en que le sobrevino esta calamidad había estado lleno hasta la garganta con «Déjame en paz«, un día, para divertirse, fue llevado a cazar por sus cortesanos. La noche los alcanzó, y al ver una luz en la ventana de aquel palacio, envió un criado a preguntar si lo recibirían; y en el susodicho palacio le respondieron que no sólo podía romper un vaso, sino también una jarra allí. Entonces el rey fue al palacio y subiendo la escalera y atravesando las habitaciones, no vio ningún ser viviente salvo los dos niños pequeños, que saltaban a su alrededor gritando:

—¡Abuelo! ¡Abuelo!.

El rey, sorprendido y atónito, se quedó como encantado, y sentándose a descansar en una mesa, vio con asombro como con manos invisibles se extendía sobre ella un mantel de Flandes, con platos llenos de carnes asadas y viandas de diversas clases; de modo que en verdad comió como un rey, atendido por aquellos hermosos niños. Y mientras estuvo sentado a la mesa, un concierto de laúdes y panderos no cesaba, una música tan deliciosa que le erizaba hasta la punta de sus dedos de las manos y los pies. Cuando terminó de comer, de repente apareció una cama, toda bordada con oro; y quitándose las botas, se fue a descansar, y lo mismo hicieron todos sus cortesanos, después de haber comido abundantemente en cien mesas dispuestas en las demás habitaciones.

Cuando llegó la mañana y el rey estaba a punto de partir, quiso llevar consigo a los dos niños. Pero Vastolla apareció entonces con su marido y, arrojándose a sus pies, le pidió perdón y le contó toda su historia. El rey, al ver que había encontrado dos nietos que eran dos joyas, y un yerno que era un hada, abrazó primero a uno y luego al otro, y tomando a los niños en brazos, los llevó con él a la ciudad. Entonces hizo un gran banquete, que duró muchos días, a causa de esta buena suerte, confesando solemnemente a toda su corte que

«El hombre propone,
Pero Dios dispone.»

Cuento popular recopilado por Giambattista Basile (1566-1632), Pentamerón, el cuento de los cuentos

Giambattista-Basile

Giambattista Basile (1566-1632). Giovanni Battista Basile fue un escritor napolitano.

Escribió en diversos géneros bajo el seudónimo Gian Alesio Abbattutis. Recopiló y adaptó cuentos populares de tradición oral de origen europeo, muchos de los cuales fueron posteriormente adaptados por Charles Perrault y los hermanos Grimm.

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