Cuenta la leyenda que Calagurris, la actual Calahorra, de la provincia de Logroño, sufrió una trágica invasión.
En Hispania, un general romano, Sertorio, se rebeló contra Roma y se puso del lado del pueblo hispano. Esto generó rebeliones que Pompeyo intentó aplacar, tras muchas batallas, logró acabar con Sertorio, y disolver sus ejércitos, pero no tubo gran éxito y decidió regresar a Roma, y estaba en el viaje cuando le llegó la noticia de que los calagurritanos seguían en guerra en nombre de su antiguo general Sertorio.
Pompeyo entonces subió por el río Ebro con su ejército y, cuando vio las murallas de Calagurris, comprendió que la batalla que quería librar, sería más complicada de lo que imaginó.
Calagurris poseía una gran muralla, y los habitantes, al ver al enemigo acercarse, se atrincheraron en ella esperando que Pompeyo siguiera adelante.
Pompeyo envió un oficial a ordenarles que se rindieran y orgullosos, los riojanos, respondieron:
—Ningún calagurritano se rendirá a Roma, y menos ante Pompeyo, quien Sertorio ha vencido tantas veces.
Esto enfureció a Pompeyo y decidió acampar con su ejercito a las afueras de la ciudad sitiada.
Al día siguiente los soldados confiados ante la pequeña ciudad, intentaron entrar en ella ascendiendo el muro, pero ningún soldado logró entrar en la ciudad. Los que se acercaban eran atacados desde las almenas. Les lanzaron jabalinas, pedruscos, jarros de aceite hirviendo que hicieron retroceder a los soldados.
Los calagurritanos lucharon con gran fiereza.
Pompeyo dios órdenes de construir dos torres para usarlas como puentes de asalto, pues las balistas y catapultas le llevarían mucho más tiempo, y muy difícil transportarlas desde Tarraco.
Diez días más tarde las torres estaban listas. Las cubrieron con pieles para protegerlas del fuego, y durante la noche las llevaron con rodillos hasta la muralla, dejándolas allá para atacar en la mañana.
Esa noche, los calagurritanos excavaron una galería subterránea por debajo del muro hasta las torres romanas. Por esos túneles salieron hasta cuarenta hombres se colocaron al lado de las torres, y entre todos, con gran esfuerzo, levantaron la primera torre. Se les desequilibró en el aire, con la suerte de que cayó sobre la otra, destruyéndose ambas en mil pedazos.
Los calagurritanos corrieron al interior por la puerta de la ciudad y los soldados quedaron atónitos al ver las dos torres destruidas.
A la noche siguiente, los calagurritanos crearon una trampa. Cuatro sitiados se deslizaron fuera del muro, nadaron hasta el otro lado del río, dieron un rodeo al campamento, cuando vieron los centinelas más alejados y menos alerta, los inmovilizaron, y los torturaron hasta que les entregaron la contraseña. Después, dos de estos calagurritanos se vistieron con las ropas de los centinelas romanos, y como conocían todo el funcionamiento del campamento por haber servido a Sertorio, llegaron sin dificultad donde se almacenaba la paja para los caballos y los bueyes. Incendiaron la paja, se propagó el fuego y todos los animales salieron en estampida.
Con esto, quedó medio destruido el campamento.
Al principio creyeron que era un accidente, pero luego descubrieron los cuerpos degollados de los centinelas y Pompeyo comprendió la trampa.
Lleno de ira, ordenó cavar una zanja, grande como un foso, rodeando toda la ciudad, e impedir así la entrada y salida a la ciudad, y matarles de hambre.
Al rededor de la fosa se colocaron arqueros y lanceros, que se turnaban noche y día, y el muro que los calagurritanos encontraban frente a su ciudad, era impenetrable.
En cuanto un calagurritano intentaba salir, montones de flechas y lanzas caían sobre él y le abatían al momento.
Tras dos meses de asedio, los víveres de Calagurris se habían agotado, y empezaba el hambre. Una noche de lluvia, un equipo de hombres decidió salir, se dirigió a la empalizada dividiéndose en tres grupos. Uno se colocó entre dos torres, el otro en el siguiente espacio, y el otro en el contiguo, de modo que sólo el grupo central tuviera antorchas, y despistara así a los soldados romanos. Sólo uno logró salir, y su misión no era más que pedir ayuda a pueblos ceranos.
El calagurritano nadó por el río Ebro para acercarse a cualquier ciudad cercana, pero en la mañana, su cuerpo apareció sin vida en la orilla del río.
Los del interior, sin saber el resultado de este intento por salir, quedaron esperando ayuda que nunca iba a llegar.
Pasaron los días y no tenían nada que comer. A veces los hombres desesperados por el hambre se lanzaban a la muerte, saliendo de la ciudad fuera como fuese. Al alba, las mujeres salían a recoger sus cadáveres.
Entonces, los hombres y mujeres que quedaban sitiados, decidieron comer los cadáveres de los que caían bajo las flechas de los romanos.
En semejanza con leyendas antiguas, creían que así, no sólo recibirían fuerza del alimento, sino también el espíritu del guerrero que acaba de ser sacrificado. Y vieron que, comiéndose unos a otros, podían alargar su resistencia.
En una mañana, degollaron a todas las mujeres y niños para transformarlos en comida, según decían, para ahorrarles el horrible sufrimiento de la muerte segura.
Descuartizaron los cuerpos y para conservarlos, hicieron tasajo (carne seca en tiras), y para evitar que se pudrieran, echaron los tasajos en sal.
Resistieron un mes más, pero habiendo consumido toda la carne, volvió el hambre y la desesperación rápidamente.
Cuando Pompeyo vio que aquellos hombres no tenían fuerza ni para lanzar sus jabalinas, abrió su muro y dió la orden de asalto.
Sin grandes dificultades entraron en la ciudad, encontraron a los guerreros exhaustos, aferrados a su armas, pero la lucha fue breve.
Pompeyo dio la orden de matarlos a todos e incendiar la ciudad.
Ardió entonces Calagurris, y con ella los huesos de todos sus habitantes
Los cuentos populares, las leyendas, las fábulas, la mitología…, son del pueblo.
Son narraciones que se han mantenidos vivas transmitiéndose oralmente, por las mismas personas del pueblo. Por ello no tienen dueño, sino que pertenecen a las gentes, a la folclore, a las distintas culturas, a todos.
En algún momento, alguien las escribe y las registra, a veces transformándolas, a veces las mantiene intactas, hasta ese momento, son voces, palabras, consejos, cosas que «decía mi abuelo que le contaba su madre…»