cuentos inuits

Kautaluk

Viviendo en la costa ártica, entre un grupo de inuits, había una mujer vieja y su nieto, Kautaluk. Como los padres del niño habían muerto, no había nadie que cazase para ellos. Algunas veces personas amables les daban comida, pero lo más frecuente es que tuvieran que apañárselas con las sobras de los demás.

Aunque algunas personas respetaban a Kautaluk y a su abuela, había otros que intentaban amargarles la vida. Como no había nadie lo suficientemente fuerte que le protegiera, a menudo Kautaluk se sentía burlado y atormentado. Algunas veces, cuando visitaba los iglús, le cogían por la nariz y le levantaban del suelo. En momentos como éste, Kautaluk sufría un dolor terrible. Cuando tenía mucha hambre, esta misma gente no le ofrecía más que desperdicios de comida.

Una noche, después de volver a casa sufriendo por este trato cruel, Kautaluk recibió una visita. Todo estaba tranquilo en el poblado cuando el Gran Espíritu que vigila la Tierra acudió a Kautaluk y le hizo el regalo de una gran fuerza. Kautaluk no dijo a nadie lo que había pasado. En lugar de eso, se dispuso a probar el poder recientemente adquirido. Cuando todo el mundo dormía, salió y empezó a recoger las piedras más enormes que pudo encontrar. Una por una las tiró contra los iglús donde dormían sus atormentadores. Más tarde Kautaluk encontró un árbol gigantesco que había sido arrastrado a la orilla por las olas del océano. Lo llevó a la puerta de uno de sus peores perseguidores.

A la mañana siguiente, cuando la gente salió de sus casas, se quedó sorprendida al ver las rocas y el tronco de árbol.

– ¿Cómo puede haber ocurrido esto? -se preguntaban – No es posible que ningún ser humano haya podido hacer esto.

Kautaluk no decía nada. Algún tiempo después Kautaluk volvió a recibir la visita del Gran Espíritu, que le dijo:

– Pronto va a llegar un oso blanco y sus dos cachorros. Sus pieles serán un saco de dormir caliente para vosotros dos.

Kautaluk y su abuela no tenían nada para taparse en su iglú helado, sólo el calor del cuerpo de su abuela había evitado que Kautaluk se helara mientras dormía.

No mucho tiempo después de esto, uno de los cazadores vio una osa madre y a sus dos cachorros. Todos los hombres salieron inmediatamente al hielo. Kautaluk observó a los cazadores cuando pasaron delante de él. Luego tomó las botas de su abuela, se las ató y echó a andar en dirección a los osos. Corriendo rápidamente, Kautaluk pronto alcanzó y luego adelantó a todos los demás cazadores. Quería ser el primero en coger los osos.

Los hombres quedaron asombrados al reconocer a Kautaluk adelantándoles. Todos a una, exclamaron:

– Oh, no es más que Kautaluk. Seguro que le van a atacar y a morder. Ese pobre huérfano, corriendo por ahí con las botas de su abuela. ¡Lo van a matar!

Kautaluk no hizo caso. Corrió directamente hacia los osos y, agarrándolos por las patas traseras, los golpeó repetidamente contra el hielo, como una mujer sacude la nieve de la ropa. Los tres osos quedaron muerto en el  acto. Kautaluk recogió los osos y los llevó sin esfuerzo al iglú de su abuela. Los cazadores le siguieron mansamente.

Al llegar al iglú, Kautaluk se volvió hacia los hombres y les dijo:

– Aquí hay comida para todos, pero primero tenéis que quitar la piel a los osos. Mi abuela y yo vamos a hacernos unos buenos sacos de dormir con los pellejos.

Los cazadores se pusieron a trabajar sin hacer comentarios.

Cuando terminaron de quitar las pieles, Kautaluk dio algunos trozos de carne a cada hombre para su familia. Ahora sus mujeres podían empezar a cocinar en sus grandes ollas encendiendo hogueras al aire libre.

Según era su costumbre, Kautaluk recorrió el poblado visitando por turno todos los iglús. En todos había abundante carne que comer. Al revés de lo que le había ocurrido en visitas anteriores, todo el mundo le invitó a comer con ellos. Sólo le ofrecieron las partes más selectas y deliciosas del oso. Kautaluk rehusó generosamente diciendo:

– Nunca había comido esos trozos suculentos. Dame sólo un poco del lado correoso. Sólo quiero comer los pedazos a los que estoy acostumbrado.

Después de haber ganado la admiración de mucha gente, Kautaluk deseó tener su propio hogar. Quería tomar esposa y eligió a la hija de su mayor atormentador. Amaba a la chica, pero no quería tener nada que ver con el padre. Decidió que por última vez iba a demostrar su fuerza para que lo vieran todos. De esta manera podía estar seguro de que la gente nunca iba a tratarle injustamente otra vez.

Cuando todo el mundo estaba dormido, Kautaluk recorrió tranquilamente el poblado. Al encontrar otro árbol grande que había sido arrastrado a la orilla, lo llevó al iglú del padre de la chica. Cuidadosamente colocó el árbol contra el iglú de manera que, a menos que él mismo lo quitara, el más ligero movimiento de la gente de dentro lo haría estrellarse contra las paredes aplastando a todos los que estaban dentro.

A lo largo de la noche Kautaluk estuvo haciendo lo mismo con los iglús de todos los que le habían maltratado.

Al día siguiente el miedo y el pánico cundieron por el poblado. La gente quería abandonar el lugar, porque sus vidas estaban en peligro.

Entonces Kautaluk reveló su enorme fuerza quitando los árboles de los iglús de sus antiguos enemigos. Todos quedaron pasmados, sus perseguidores temieron por sus vidas, e hicieron preparativos para marcharse.

Sin embargo, Kautaluk se dirigió a los que habían sido amables con él.

– Vosotros no tenéis que marcharos. Me habéis ayudado cuando yo era débil. Quedaros aquí y mi abuela, mi esposa y yo nos quedaremos con vosotros.

Y así lo hicieron.

Cuento popular Inuit, Canadá

libro de cuentos

Los cuentos populares, las leyendas, las fábulas, la mitología…, son del pueblo.

Son narraciones que se han mantenidos vivas transmitiéndose oralmente, por las mismas personas del pueblo. Por ello no tienen dueño, sino que pertenecen a las gentes, a la folclore, a las distintas culturas, a todos.

En algún momento, alguien las escribe y las registra, a veces transformándolas, a veces las mantiene intactas, hasta ese momento, son voces, palabras, consejos, cosas que «decía mi abuelo que le contaba su madre…»

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