


—Como yo, nadie corre: acaban de perseguirme cinco raquíticos perros y aquí me ves, como si nada hubiera pasado. ¿Qué sería de ti en un percance como el que acabo de sufrir? —le decía cierto zorro a un sapo.
—Señor zorro, no hay que ser tan jactancioso ni alabarse tanto. Acaso me atrevería a apostarle una carrerita.
—¡Desgraciado! Tú no haces otra cosa que saltar en el mismo sitio y no avanzas. Se burlarían de mí si me vieran disputando una carrera contigo. Pero voy a darte gusto, quitándote de la cabeza esa pretensión tan descabellada, para que no te infles tanto cuando gritas.
—¡Ah, señor orgulloso! Yo grito, es verdad, pero tú ladras. ¡Qué diferencia existe entre nuestra voz! A mí me conocen y no me huyen; pero, ¿quién no se ahuyenta cuando escuchan tus “¡car… car!”? ¿Acaso vagabas usted por lomas y quebradas? ¡Ah, demonio de carcajada jactanciosa!
—Déjate de insultos, que entre personas decentes las diferencias se arreglan con buenas palabras. ¿Estás dispuesto, señor volador, a portarte?
—Si es así, hasta mañana.
Al día siguiente, se presentó el sapo con un hermoso perro llamado Yanajaracha como juez, y el zorro pidió a un agroi (ave de rapiña) que le sirviera de testigo.
Dada la voz de partida, el zorro salió a todo escape entre las hierbas y malezas. Pero no bien había recorrido un corto trayecto, cuando oye que gritan:
—¡Huac!
—¡Se me ha adelantado el sapo! —murmuraba el zorro, y apuraba el paso.
Pero un nuevo “¡Huac!” se escuchó, y luego otro, y otro más, y seguía el “¡huac, huac!” del sapo, hasta que, sin aliento, llegó a la meta, donde nuevamente le repetía:
—¡Huac!
Avergonzado, el zorro confesó la derrota, excusándose con que se le habían enredado las patas entre las hierbas, pero que era distinto cuando se trataba de correr cerro arriba.
¿Cómo sucedió eso?
El astuto sapo había apostado, en toda la travesía, a varios de sus compañeros ocultos bajo la hierba, colocándolos de trecho en trecho, a manera de chasquis, con la consigna de dar la voz cada vez que notaran que se iba aproximando el zorro.
PARA UN ZORRO SABIONDO HAY UN SAPO MALICIOSO.
Fábula peruana recopilada por Adolfo Vienrich en Apólogos quechuas, Tarma, en 1906.
Texto adaptado al castellano estándar para facilitar su lectura en conmoraleja.com. El texto original es en castellano andino del siglo XIX.
Adolfo Vienrich de la Canal (1867-1908) fue un intelectual de Perú, lebertario, farmacéutico, escritor, folclorista, indigenista y etnohistoriador de Tama.
Utilizó el sutónimo Unos Parias para publicar Apólogos quechuas en 1906.
Dominó el quechua tarmeño y el castellano y el castellano, y publicó distintas obras que han ayudado a preservar la cultura peruana.