serpiente
Cuentos con Magia
Cuentos con Magia

Eran unos carboneros que, después de montar la pila de carbón en el bosque, se fueron a venderlo por los pueblos. Uno de ellos llevaba consigo a su hija, y mientras caminaban, a la muchacha se le metió en el bolsillo una serpiente, sin duda del bosque. Puedes imaginarte el susto que se dio, pero al entrarle compasión, la escondió de su padre, compró una olla nueva y, con leche, la cuidó dentro de ella, hasta que la serpiente creció tanto que ya no cabía. Entonces, su padre se dio cuenta y quiso matarla. Y lo habría hecho si la joven no le hubiera rogado que no lo hiciera, y que, en todo caso, la dejara encargarse a ella.

El padre aceptó que la matase la muchacha, y ella, llevándosela consigo, se fue hasta la playa y, derramando muchas lágrimas, la enterró en la arena. Antes, sin embargo, la serpiente se volvió hacia la joven y le dijo que estaba tan agradecida, que quería recompensarla con el don de convertir en oro todo lo que tocaran sus manos y, además, si algún día le ocurría una desgracia, solo tenía que acudir a ella y pedirle ayuda.

La muchacha se marchó muy consolada y, al llegar a su casa, como su madre le mandó que lavara los platos, fue, tomó el estropajo y este se convirtió en oro; cogió los platos y también se convirtieron en oro. La joven no salía de su asombro, pero los que aún menos lo entendían eran sus padres, que no sabían cómo explicárselo. El caso es que la fortuna había entrado en su casa, y empezaron a hacerse ricos, y más ricos, hasta que incluso superaron al propio rey.

Este lo supo y, queriendo conocer quién era más rico que él, fue a casa de la joven y pidió que le mostraran todas sus riquezas.

—¿No es aquí donde viven los que son más ricos que el rey?

El carbonero, que veía a su hija hermosa y elegante y al rey tan joven, temió por ella y la encerró en una habitación. Y como no podía negarle la entrada a tan alto huésped, le dijo:

—Tenga a bien entrar Vuestra Alteza, que es el dueño y señor de mi casa.

Y con todo respeto le mostró tesoros y riquezas que incluso el mismo rey se maravillaba. De una sala a otra, si una era rica, la siguiente lo era aún más: lo acompañó por todas, menos en una habitación donde tenía encerrada a su hija.

Esto llamó la atención de uno de los caballeros que acompañaban al rey, quien, curioso como era, miró por la cerradura y vio a la muchacha, y en cuanto el rey hubo visto todo y salió de la casa, ese caballero, con el debido respeto, se le acercó y le dijo:

—Vuestra Majestad ha visto todas las joyas, pero no la mejor de la casa.

—¿Cuál?

—Una joven hermosa y bella, una jovencita gentilísima, que estaba dentro de una habitación.

El rey regresó entonces a casa del carbonero y le preguntó por esa muchacha.

—Señor, es mi hija.

—¿Podría verla?

—El señor es dueño de mi casa.

Y el carbonero abrió la puerta y apareció la joven, bella y engalanada.

El rey se prendó de ella y la pidió por esposa; dicen que ella se puso toda avergonzada, pero lo cierto es que el padre accedió, y celebradas unas bodas que no fueron nada humildes, el esposo y rey se llevó a la joven.

Iban haciendo jornadas cortas para no cansarla, y en una de ellas se alojaron en una posada donde había una muchacha guapa, que tuvo envidia de la reina. La malvada esperó a que el rey saliera un momento de la habitación y, en cuanto lo vio fuera, entró, tomó a la reina, la llevó fuera, le sacó los ojos —que eran su belleza— y despojándola de sus ropas, la ató a un árbol.

Después regresó a la posada, se puso los vestidos de la reina y, cuando volvió el rey, no notó nada, aunque le pareció que su esposa ya no era tan guapa. Aun así, siguió camino con la falsa esposa y no paró hasta su palacio.

Ahora dejemos al rey y volvamos con la reina, que, atada al árbol, podéis imaginar cómo lloraba, hasta que oyó pasos y, al reconocer que eran de mujer, le dijo:

—Hacedme el favor de desatarme.

—¡Oh! No sé quién os ha atado.

—No estoy aquí por ninguna mala razón; hacedlo, que no os arrepentiréis.

La mujer le tuvo compasión, la desató, le dio ropa, y la muchacha le dijo:

—Péiname un poco.

Pues bien, así lo hizo la mujer y comenzaron a caer monedas y más monedas del cabello de la joven.

—Son vuestras —le dijo.

De modo que la mujer se fue toda contenta y bien pagada.

Quedándose sola, la muchacha se puso a escuchar por si oía el ruido del mar, y allá a lo lejos, muy lejos, oyó su bramido. Se fue acercando y, cuando llegó a la playa, llamó a la serpiente, y esta, saliendo de entre las olas, le dijo:

—¿Qué quieres?

La muchacha le contó su desgracia.

Y la serpiente le respondió:

—No temas.

Y con una zambullida se metió en el mar, de donde sacó una manzana hermosísima que le dio a la muchacha, diciéndole:

—Ve a la ciudad del rey y colócate cerca de su palacio a vender esta manzana; no la vendas a nadie por más que te ofrezcan, a menos que sea a la misma reina, a quien le pedirás a cambio unos ojos de cristiana.

La muchacha se fue con la manzana, caminando con cuidado porque era ciega, hasta que llegó a la ciudad del rey; allí preguntó por el palacio y se puso a vender la manzana justo bajo una ventana.

—¿Quién quiere comprar esta manzana?

Un montón de compradores se reunió a su alrededor, porque la manzana era como ninguna se había visto. Pero la joven, viendo que no era aún la reina quien trataba con ella, no quiso poner precio. Ya casi empezaban a enfadarse, cuando la reina, al oír desde arriba que vendían una manzana tan buena, bajó.

Los mercaderes, al verla, se apartaron con respeto, y ella, dirigiéndose a la muchacha, le dijo:

—¿Cuánto quieres por esa manzana?

Y la joven respondió:

—Ni oro ni plata.

—¿Entonces?

—Los ojos de una cristiana.

Todos quedaron admirados, y más aún la reina al oír tan extraña petición, pero como la joven insistía en el precio y la reina estaba tan encaprichada con la manzana, ordenó que le trajeran los ojos de un gato y se los dio a la muchacha.

Esta, toda contenta, entregó la manzana y, poco a poco, con los ojos en la mano, volvió a la playa. Allí llamó a la serpiente y le dio los ojos, pero esta le dijo:

—¡Ay, cómo te han engañado! Toma, aquí tienes una pera como ninguna otra; ve otra vez a la ciudad del rey y no la entregues sino a cambio de los ojos de una cristiana.

La muchacha emprendió de nuevo el camino a la ciudad del rey y, al llegar, fue al pie del palacio, bajo la ventana de la reina, a vender la pera.

En cuanto la puso a la venta, otra vez se reunieron muchos compradores, pero la joven no quiso poner precio, hasta que, oyéndolo la reina, bajó a preguntarle qué quería por ella.

Los mercaderes, al verla, se apartaron con respeto, y ella, dirigiéndose a la joven, le dijo:

—¿Cuánto quieres por esa pera?

Y la muchacha respondió:

—Ni oro ni plata.

—¿Entonces?

—Los ojos de una cristiana.

La reina quedó toda asombrada, pero se había enamorado de la pera y quería tenerla a toda costa, aunque no sabía cómo. Entonces se le acercó una camarera y le dijo:

—¿Por qué no da Vuestra Majestad esos ojos que guarda tan recelosamente?

Esos ojos eran los de la joven.

A la reina le dolía darlos y dudó mucho, pero el deseo era irresistible y, girándose hacia la camarera, le dijo:

—Ve, sácalos de la caja y tráelos.

La camarera lo hizo, bajó los ojos y los entregó a la reina, quien los cambió por la pera, y la muchacha se fue toda contenta.

Caminando, llegó a la playa, llamó a la serpiente y, entregándole los ojos, esta metió la cabeza de la joven en su boca, la tragó entera, y al cabo de un momento la sacó, apareciendo la joven hermosa y guapa como antes, una gentilísima doncella, que daba gusto verla, con unos ojos que ni las estrellas del cielo.

¡Puedes imaginarte la alegría de la joven! No sabía lo que le pasaba, abrazó a la serpiente y, tomando camino, se fue a la ciudad del rey pidiendo que le permitieran ver a Su Majestad. Los criados y pajes dudaban al principio, pero al fin se lo concedieron y ella, entrando y entrando, se presentó ante el rey, quien, al verla, sintió renacer todo el amor de su juventud, y al reconocerla, se volvió hacia la otra y le preguntó quién era. La joven le explicó todo y el rey, echando a la malvada, la condenó a muerte por su felonía, y a la muchacha la hizo reina, siendo felices todos los años de su vida.

Cuento popular catalán de Francisco Maspons y Labrós, recopilados en Lo Rondallayre, Quentos Populars Catalans en 1875

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