¡Buenas noches, y principia el cuento!
Vivían una vez dos hermanos pantufleros, tan pobres, que pensaron y convinieron en ir al extranjero y ponerse á servir, porque no podían vivir con su industria. La mujer del uno era prudente y sentata, y aconsejó al marido se dedicara á lo que encontrase, y antes que estar ocioso se contentara con ganar diez paras y aún cinco, si era preciso. Por el contrario, la del otro era una mujer sin fundamento ni criterio, y así, le dijo:
—Mira; allí donde vayas, acuérdate que no vas á perder el tiempo por una ó dos piastras; si no has de ganar cinco ó seis por día, no trabajes.
Dejaron los hermanos sus mujeres y se fueron al extranjero. El uno buscaba un jornal de cinco piastras, y como no se las daban, no quería trabajar, con lo cual no ganaba nada. El otro buscaba lo mismo, pero no econtrándolo, sirvió por el corto jornal que pudo lograr, y con la ayuda de Dios, se hizo un traje bueno y llegó á reunir trescientas piastras. En aquel tiempo trescientas piastras eran gran cosa. Encontráronse un día los dos hermanos, y al ver el que no trabajaba que el otro iba bien vestido, le preguntó:
—¿Cómo lo haces, hermano? ¿Cuánto ganas?
—Poquito á poco he reunido trescientas piastras—, le contestó.
—Pues yo, repuso el primero, no puedo encontrar trabajo.
Compadecido el hermano le dio algún dinero y decidieron volver á Sira en busca de sus mujeres. Al pasar por cierto sitio dice el holgazán:
—¡Hagamos una apuesta!
—Venga», contesta su hermano.
—¿Quién puede más, la verdad ó la mentira?
—Seguramente la verdad.
—Pues yo apuesto que puede más la mentira. Si vence la verdad, te doy cien piastras, y si vence la mentira, me las das tú.
El buen hermano no hubiera aceptado la apuesta, pero accedió por no disgustarle. Sabedor el diablo de esta apuesta, se les presenta en forma humana, y le preguntan:
—¿Quién vence, la verdad ó la mentira?
—La mentira», contesta el diablo.
—Dame las cien piastras», dice el holgazán á su hermano.
De este modo con sus astucias le fue robando cuando dinero llevaba, y no contento con esto le sacó los ojos y lo dejó abandonado en una cueva, marchárondose solo al país.
Cuando llegó, le preguntó se cuñada:
—¿Como no ha venido mi marido?
—Se ha quedado, contestó, porque está pobre. Es un borracho y un holgazán, pues no quería trabajar si no le daban cinco piastras. Pero dejemos á este en Sira y volvamos á su hermano. Ciego y metido en la cueva no hacía más que llorar y afligirse por su triste estado.
A media noche oyó ruido, y luego penetró un gran número de nereidas (pues aquélla era su morada). Se sientan y comienzas á referir sus hazañas.
—¿Sabéis qué he hecho hoy? —decía una—, he ido á Constantinopla y he vuelto leproso al rey.
—Yo, continuó otra, he inspirado á una madre que arrojara su hijo en una caldera hirviendo.
—Pues yo, prosiguió una tercera, he hecho que un joven sacara los ojos á su hermano.
Y así fueron todas contando sus maldades. La que había vuelto leproso al rey y la que había ocasionado la ceguera del hermano dijeron á la otra:
—¡Vaya un servicio que has prestado, hermana! Con inspira á la madre que arrojara el hijo en la caldera no has hecho otra cosa que enviar un hombre al Cielo. ¡Nosotras al menos conseguimos que el rey y el hermano padezcan!
La otra ofendida replicó:
—Nada habríais hecho si supieran irse á la fuente á lavarse, porque el ciego vería y el leproso sanaría.
Siguieron hablando las nereidas toda la noche, y de madrugada se marcharon á continuar sus maldades. El infeliz ciego, que por gracia de Dios no fué visto por las nereidas, se salió de la cueva andando á tientas encontró una fuente y lavándose los ojos recobró la vista. Entonces se acordó del desgraciado rey, y cogiendo agua la puso en una vasija y marchó á Constantinopla. Llegó á palacio y dijo que prometía curar al rey. Las doncellas pasaron aviso, y al momento fué conducido á la real cámara. Dispuso que el rey se acostara desnudo, lavóle todo el cuerpo con el agua que lleve llevaba y al momento cayó la lepra y quedó sano el enfermo. Agradecido el rey lo abrazó, le nombró Visir y le prometió la mitad del reino.
—No, rey mío, contestó, te doy las gracias, pero tengo hijos y mujer y quiero ir á verlos y vivir en su compañía.
No insistió el rey, y cargándole de florines doce camellos, le dio permiso para ir á Sira.
Al verlo llegar tan rico, su mujer estuvo á punto de volverse loca de alegría y exclamó:
—¡Si me habían dicho que eras pobre y holgazán!
—No hagas caso; es que mi hermano se ha chanceado contigo—, contestó sin dar á comprender el menor resentimiento.
Su hermano seguía las costumbres de siempre, no trabajando y gastando en las tabernas y en los cafés cuanto le había robado, viniendo á quedar tan pobre como antes. Por dos ó tres veces el otro le socorrió, y entonces el malvado pensó cómo habría hecho de nuevo fortuna. Un día encontró á su buen hermano y le preguntó:
—Aún no me has dicho cómo recobraste la vista y encontraste dinero, pues yo te dejé ciego y sin un cuarto.
Este le refirió cuanto le había sucedido y entonces él le suplicó que le acompañara á la cueva y le sacara los ojos para ver si también enriquecería. Fueron allá, le sacó los ojos y lo dejó en la cueva. Por la noche entran las nereidas y empiezan á contar los males que aquel día habían causado, cuando de pronto se golpea la frente una de ellas y exclama:
—¿Sabéis que aquel ciego recobró la vista y además curó al rey de Constantinopla? Conviene que inspeccionemos si hay alguien que nos escuche, y en tal caso que pague cara su curiosidad é imprudencia.
Registran á tientas las nereidas la cueva, y apenas dan con él lo hacen pedazos. Su buen hermano en cambio vivió feliz y rico con su mujer en premio de su laboriosidad y de sus virtudes.
Cuentos griegos. Cuento popular anónimo de la antigua Grecia, recopilados, publicados y traducidos al alemán por el austriaco Johann Georg von Hahn (1811-1869), posteriormente traducidos al castellano por Ramón Manuel Garriga (1835-1906)
Los cuentos populares, las leyendas, las fábulas, la mitología…, son del pueblo.
Son narraciones que se han mantenidos vivas transmitiéndose oralmente, por las mismas personas del pueblo. Por ello no tienen dueño, sino que pertenecen a las gentes, a la folclore, a las distintas culturas, a todos.
En algún momento, alguien las escribe y las registra, a veces transformándolas, a veces las mantiene intactas, hasta ese momento, son voces, palabras, consejos, cosas que «decía mi abuelo que le contaba su madre…»