
Una vez un hombre dejó su país para ir al extranjero y allí entró al servicio de un abad. Después de haber pasado algún tiempo en fiel servicio, deseó ver a su esposa y su tierra natal.
Le dijo al abad:
—Señor, le he servido durante mucho tiempo, pero ahora deseo regresar a mi país.
—Sí, hijo mío—, dijo el abad, —pero antes de partir debo darte las trescientas onzas (casi 13 francos) que he reunido para ti. ¿Preferirás tres advertencias o las trescientas onzas?
El siervo respondió:
—Estaré satisfecho con las tres advertencias.
—Entonces escucha. Primero: Cuando cambies el camino viejo por el nuevo, encontrarás problemas que no has buscado. Segundo: Observa con atención y habla poco. Tercero: Piensa antes de actuar, actúa deliberadamente e irá todo bien. Toma esta barra de pan y rómpela cuando seas verdaderamente feliz.
El buen hombre partió y en su viaje se encontró con otros viajeros. Estos le dijeron:
—Vamos a tomar el camino desviado. ¿Quieres venir con nosotros?
Pero él, recordando las tres advertencias de su maestro, respondió:
—No, amigos míos, seguiré por este camino.
Cuando llegó a la mitad del camino, ¡bang! ¡bung! escuchó algunos disparos.
—¿Qué fue eso, amigos míos?— Miró y descubrió que los ladrones habían matado a sus compañeros. —¡He ganado las primeras cien onzas!— se dijo, y continuó su viaje.
En el camino llegó a una posada hambriento como un perro y pidió algo de comer. Trajeron un gran plato de carne que parecía decir:
—¡Cómeme, cómeme!.
Clavó el tenedor en él, le dio la vuelta y se asustó muchísimo, ¡porque era carne humana! Quiso preguntar el significado de aquella comida y darle un sermón al posadero, pero en ese momento pensó: «Observa con atención y habla poco» por eso permaneció en silencio. Llegó el posadero, pagó la cuenta y se despidió.
Pero el posadero lo detuvo y le dijo:
—¡Bravo, bravo! Has salvado tu vida. Todos los que me han interrogado sobre mi comida han sido fuertemente golpeados, asesinados y cocinados.
—He ganado las segundas cien onzas—, dijo el buen hombre, que hasta entonces no creía que su piel estuviera a salvo.
Cuando llegó a su país estuvo frente a su casa, vio la puerta entreabierta y se deslizó dentro. Miró a su alrededor y no vio a nadie, sólo que en medio de la habitación había una mesa, bien puesta con dos vasos, dos tenedores, dos asientos, servicio para dos.
—¿Cómo es esto?— él dijo. —Dejé a mi esposa sola y aquí encuentro las cosas arregladas para dos. Hay algunos problemas.
Entonces se escondió debajo de la cama para ver qué pasaba. Un momento después vio entrar a su mujer, que poco antes había salido a buscar un cántaro de agua. Poco después vio entrar a un joven sacerdote pulcramente vestido y sentarse a la mesa.
—Ah, ¿es él?— y estuvo a punto de salir y darle una fuerte paliza; pero le vino a la mente la última advertencia del abad: «Piensa antes de actuar; actúa deliberadamente e irá todo bien»; y se abstuvo de actuar.
Los vio a ambos sentarse a la mesa, pero antes de comer su esposa se volvió hacia el joven sacerdote y le dijo:
—Hijo mío, digamos nuestro acostumbrado Paternoster para tu padre.
Cuando oyó esto salió de debajo de la cama llorando y riendo de alegría, y abrazó y besó a ambos de modo que era conmovedor verlo. Entonces se acordó del pan que le había dado su amo y le dijo que comiera en su felicidad. Partió el pan y cayeron sobre la mesa las trescientas onzas que el maestro había puesto secretamente en el pan.
Cuento popular italiano, recopilado por Thomas Frederick Crane en 1885