

En cierto país vivía una vez un anciano que tenía tres hijos. Dos de ellos eran muy ingeniosos, pero el tercero era un tonto. El anciano murió y sus hijos se repartieron sus bienes echándolo a suertes. Los más inteligentes obtuvieron muchas cosas buenas, pero al tonto sólo le correspondió un buey, ¡y éste era flaco y débil!
Al poco, hubo una feria en el pueblo, y los hermanos más avispados se prepararon para ir a hacer negocios, el tonto que los vio dijo:
—Yo también iré, hermanos, y venderé mi buey en la feria.
Entonces ató una cuerda al cuerno del buey y lo llevó a la ciudad. En el camino pasó por un bosque, y en el bosque había un viejo abedul marchito. Cada vez que soplaba el viento, el abedul crujía.
—¿Por qué cruje el abedul?— pensó el simplón. —¿Seguramente debe estar regateando por mi buey? Bueno—, le dijo al abedul, —si quieres comprar mi buey, ¿Cuánto me das por él? No me opongo a la venta. El precio del buey es de veinte rublos. No aceptaría menos por él, así que… ¡dame el dinero!
El abedul no respondió, sólo siguió crujiendo. Pero el tonto creyó que los crujidos significaban que le estaba pidiendo un crédito y le pagaría al día siguiente.
—Muy bien—, dijo el tonto, — como desees. ¡Esperaré hasta mañana!
El muy tonto, ató el buey al abedul, se despidió del árbol y se fue a casa.
Cuando llegaron los hermanos y vieron que el tonto estaba allí, y sin el buey, empezaron a interrogarlo:
—¡Bueno, tonto! ¿Vendiste tu buey?
—Lo he vendido.
—¿Por cuanto?
—Por veinte rublos.
—¿Dónde está el dinero?
—Aún no he recibido el dinero. Se acordó que iría a buscarlo mañana.
—¡Qué tonto eres! — le dijeron. — Seguro que te han engañado.
A la mañana siguiente, el tonto se levantó temprano, se vistió y fue al abedul a buscar su dinero. Llegó al bosque, y allí estaba el abedul, ondeando al viento, pero no se veía al buey por ningún lado. Durante la noche los lobos se lo habían comido y sólo quedaban trozos de la cuerda rota y restos de sangre.
—¡Ahora, amigo!— exclamó, —págame mi dinero. Prometiste que me pagarías hoy.
Sopló el viento, crujió el abedul y el simplón gritó:
—¡Qué mentiroso eres! Ayer me dijiste: “Mañana te pagaré”, y ahora ¿haces la misma promesa?. Bueno que así sea, esperaré un día más, pero ni un poquito más. Yo quiero mi dinero.
El tonto se fue, y cuando regresó a casa, sus hermanos volvieron a interrogarlo atentamente:
—¿Tienes tu dinero?
—No hermanos; Tengo que esperar otra vez por mi dinero.
—¿A quién se lo has vendido?
—Al abedul marchito en el bosque.
—¡Oh, pero qué idiota!
Al tercer día, el simplón tomó su hacha y se fue al bosque. Al llegar allí, exigió su dinero; pero el abedul sólo crujía y crujía y crujía con el viento.
—¡No, no y no, amigo!— Dijo el tonto. —¿Vas a seguir haciéndome la misma promesa un día tras otro? No voy a conseguir nada de ti y no me gustan estas bromas. ¡Pagarás caro por esto!
Luego, con su hacha, golpeó el árbol una y otra vez, de modo que las astillas volaron en todas direcciones. Ahora bien, en ese abedul había un hueco, y en ese hueco unos ladrones habían escondido una vasija llena de oro. El árbol se partió en dos y el simplón vio el oro. Tomó todo lo que cabía en las faldas de su caftán, como la mitad del oro, y se fue a casa con el tesoro.
Cuando llegó a casa, les mostró a sus hermanos lo que había traído.
—¿De dónde sacaste tanto oro, tonto?— preguntaron ellos.
—Me lo dio nuestro vecino el abedul por mi buey. Pero esto sólo es la mitad, la otra mitad no me la traje a casa ¡Vamos, hermanos, acompañadme y recojamos a por el resto!
Bueno, fueron al bosque, consiguieron el dinero y lo llevaron a casa.
—Ahora, tonto—, dijeron los hermanos sensatos, —no le digas a nadie que tenemos tanto oro.
—¡No temáis, no se lo diré a nadie!
De repente se topan con un sacristán, y este les dijo:
—¿Qué es eso, hermanos, que traéis del bosque?
Los hermanos más listos respondieron:
—Setas.
Pero el tonto los contradijo diciendo:
—¡Están diciendo mentiras! llevamos dinero; aquí, sólo echa un vistazo.
El sacristán profirió un “¡Oh!”, y luego se arrojó sobre el oro y comenzó a coger puñados y a metérselos en el bolsillo. El tonto se enojó, le asestó un golpe con su hacha y lo mató.
—¡Alto, tonto! ¡Qué has hecho! — gritaron sus hermanos. — ¡Estamos perdidos! Si alguien se entera de esto será nuestra perdición ¿Qué haremos ahora con el cadáver?
Pensaron y pensaron, y finalmente arrastraron al cadáver a un sótano vacío y lo arrojaron allí. Pero más tarde, esa misma noche, el hermano mayor le dijo al segundo:
—Nuestro plan, seguramente salga mal; cuando empiecen a buscar al sacristán, verás como el tonto les cuenta todo. Vamos a matar una cabra, la metemos en el sótano, y escondemos el cuerpo del muerto en otro lugar.
Esperaron hasta bien entrada la noche, mataron una cabra, la arrojaron al sótano, y llevaron el cadáver del sacristán a otro lugar, y allí lo escondieron bajo tierra.
Pasaron varios días, y la gente empezó a buscar al sacristán por todas partes, preguntando a todos por él.
—¿Sabes algo del sacristán? — preguntaron un día al tonto.
—¿Para qué quieres ? — respondió el tonto sin dudarlo. —Lo maté hace algún tiempo con mi hacha, y mis hermanos lo llevaron al sótano.
Inmediatamente echaron mano al tonto:
—¡Llévanos allí y muéstranoslo —, le gritaron según le arrastraban.

El tonto bajó al sótano, agarró la cabeza de la cabra y preguntó:
—¿Tú sacristán era moreno?
—Sí, lo era.
—¿Y tenía barba?
—Sí, tenía barba.
—¿Y tenía cuernos?
—¿De qué cuernos estás hablando, tonto?
—Bueno, compruébenlo ustedes mismos—, dijo y les arrojó la cabeza de la cabra a los pies.
Miraron, vieron que era una cabeza de cabra. Enojados, escupieron en la cara al tonto y se fueron a casa.
Cuento popular ruso recopilado por Aleksandr Nikolaevich Afanasiev (1826-1871)
Aleksandr Nikolaevich Afanasev (1826-1871) Historiador, crítico literario y folclorista ruso.
Recopiló un total de 680 de cuentos populares rusos.