
Eran dos hermanos, de los cuales uno era muy pero que muy pobre y tenía un hijo, mientras que el otro, que vivía solo, lejos, en medio de inmensos bosques, era tan rico que no sabía qué hacer con el dinero.
Tan rico y tan solo, al ver el estado de su hermano, fue a pedirle que le dejara a su hijo, pues él se encargaría de enseñarle. El padre aceptó y llevándose el niño, lo llevó a sus salvajes tierras y allí le dio un caballo y le dijo:
– Cabalga noche y día, no te asustes por nada y vive siempre encima del caballo, en medio del bosque.
El muchacho tomó el caballo, montó y aunque al principio tenía miedo, después aprendió tanto que de un solo salto cruzaba barrancos, torrentes y todo lo que se le ponía por delante.
Cuando ya supo bastante, su tío le dio una espada y le dijo:
– Aquí tienes esta espada, aprende a manejarla bien de forma que, galopando sobre el caballo, puedas cortar de un solo golpe hasta las hojas más pequeñas que se te interpongan.
Así lo hizo el muchacho, y parecía un rayo corriendo entre aquellos árboles, blandiendo siempre la espada y cortando lo que le molestaba.
Tan hábil, ágil y fuerte se volvió, que llegó a ser como pocos jóvenes había en la tierra. Y su tío, que lo miraba cada día con más orgullo, cuando lo vio tal como lo quería, lo llamó y le dijo:
– Has llegado a la mejor edad de la juventud; ya es hora de que pongas a prueba tu valentía. Ve, cruzando sierras y más sierras; cuando llegues al fondo, encontrarás un palacio con grandes arcadas, el palacio está encantado, ten cuidado de que no te encanten y te hagan quedarte allí para siempre. Verás patios inmensos y luego jardines, y en ellos un león que sólo con verte erizará su melena y dará unos rugidos tremendos; tú no te asustes, porque no puede nada contra la juventud, por eso yo no voy. Sólo tiene poder sobre los que pasan de treinta años; tú adelante siempre, verás en los jardines unas frutas riquísimas, no toques ninguna, hasta que al final, dentro de una empalizada, encontrarás un farol que cogerás y me traerás.
El muchacho montó a caballo y se fue; cruzó más y más sierras y al fondo de todas vio un castillo construido de arriba abajo todo de piedra, con grandes torres; entró y se encontró con un león que asustaba con sólo mirarlo. Pero él no le hizo caso y se adentró, cruzando los grandes patios, seguido siempre por el león que con sus rugidos ensordecía. Llegó a los jardines, entró, vio las frutas, que por poco lo tentaron, y al final recogió el farol que su tío le había mandado.
Con él se volvió, pero entonces no pudo resistir más y cogió una de aquellas frutas, y fue tocarla y caer al suelo, y al mismo tiempo oír una voz que le decía:
– ¿Qué manda, buen amo?
Él se levantó, pero volvió a caer enseguida, y al tocar el suelo, oyó de nuevo la misma voz:
– ¿Qué manda, buen amo?
Entonces le pareció que la voz salía de su bolsillo; volvió a levantarse y pensó: si me lo vuelve a decir, le responderé que me saque fuera del palacio. Y otra vez cayó al suelo y oyó la voz que decía:
– ¿Qué manda, buen amo?
– Que me saques del palacio.
Y se encontró fuera. Al recobrarse, se palpó y, pasando la mano por el farol que tenía en el bolsillo, oyó la misma voz:
– ¿Qué manda, buen amo?
¡Vaya, esto es el farol! –pensó el muchacho–. Quizá con él puedo hacer lo que quiera. Pues: quiero ir a la ciudad del rey.
Tocó el farol y oyó la voz:
– ¿Qué manda, buen amo?
– Quiero ir a la ciudad del rey.
Y allí se encontró. Cuando llegó, fue hasta las inmediaciones del palacio y supo que el rey tenía una hija hermosísima. Pensó que querría verla. Tocó el farol y se encontró en los jardines del rey, bajo una ventana en la que estaba la princesa.
Hablaron un buen rato y se gustaron mucho, tanto que se enamoraron. A la mañana siguiente, al salir de casa, el muchacho encontró todo el palacio del rey rodeado de soldados. Preguntó por qué y le dijeron que el día anterior, un criado del palacio había visto a un joven en los jardines hablando con la princesa y que el rey había mandado rodear el palacio para atraparlo.
El muchacho pensó: ese soy yo. Pues ya veréis. Tocó el farol y oyó:
– ¿Qué manda, buen amo?
– Que hagas salir cientos de bastones que den una buena paliza a los soldados del rey.
Y empezaron a salir bastones y plif, plaf, los soldados no sabían qué hacer. Todo eran gritos y quejas, pero los bastones no paraban.
– ¡Ay, ay, por el amor de Dios, déjanos!
Al fin pararon, porque ya no quedaban soldados.
Entonces el muchacho entró en el palacio y habló tanto como quiso con la joven.
Así, hablando y hablando, el joven estaba cada día más enamorado y pensó que, para casarse con la hija del rey, necesitaba un buen palacio, ropa y joyas; y con ese fin frotó el farol:
– ¿Qué manda, buen amo?
– Que hagas aparecer enseguida un buen palacio delante del del rey y muchas ropas y joyas.
Tal como lo pidió, le salió, y el rey, al verlo, pensó que el joven era un príncipe que un mal destino había tenido sujeto hasta entonces y le dio entrada a su palacio, aunque sin dejarlo casarse con su hija. El joven y la muchacha insistieron, y él se presentaba cada día con más riquezas, pero el rey, sin saber por qué, no quiso consentir de ninguna manera.
Entonces fue declarada la guerra al rey por un vecino que tenía un ejército más numeroso y aguerrido que el suyo, y el rey se asustó tanto que anunció que daría a su hija a quien le salvara el reino.
El joven, en cuanto lo oyó, fue al palacio y le dijo que él lo salvaría.
– ¿Qué quieres para hacerlo? –le preguntó el rey.
– Nada, yo solo me basto.
El rey se extrañó mucho y se puede decir que ni siquiera lo llegó a creer, pero le dio permiso para ir contra el rey enemigo. Y el joven, yéndose solo hacia el reino vecino, cuando estuvo en la frontera, vio un gran ejército enemigo entrando. Y cuando lo tuvo a punto, frotó el farol:
– ¿Qué manda, buen amo?
– Que hagas salir miles de bastones que golpeen bien a todas estas tropas.
Y empezaron a salir bastones, y plif, plaf, los soldados contrarios no sabían de dónde les venían los golpes. Gritaban como endemoniados y los bastones no pararon hasta dejar a medio ejército muerto y al otro medio huyendo.
El rey, al saberlo, quedó maravillado y, cumpliendo su palabra, dio a su hija al joven, celebrando una boda como pocas se habían visto, y fueron a vivir al palacio del joven.
Mientras tanto, el tío, al ver que el joven no regresaba, pensó si habría descubierto el poder del farol y se lo habría quedado, así que decidió ir a buscarlo. Para ello cargó un barco lleno de faroles y fue de ciudad en ciudad gritando quién cambiaba un farol viejo por dos nuevos. Imaginad si reunió faroles, todos le daban los viejos que tenían, pero el hombre nunca estaba contento.
Cuando el tío del joven llegó a la ciudad del rey, el joven se había ausentado unos días, y una criada del palacio, al oír aquello de cambiar un farol viejo por dos nuevos, sin decir nada a nadie, viendo aquel farol viejo que el joven tanto guardaba, pensó que harían más servicio dos nuevos que uno viejo, y fue a hacer el cambio con el vendedor.
Este, en cuanto vio el farol, lo reconoció y, contento, se lo llevó sin cambiar más. Cuando el joven volvió y vio que no tenía el farol, ya se supo perdido. Efectivamente, su tío, queriendo vengarse, frotó el farol:
– ¿Qué manda, mal amo?
– Que destruyas enseguida todo el palacio del joven, sus joyas y riquezas.
Y en un momento quedó todo destruido, sin que al joven y su esposa les quedara otro recurso que ir a vivir a una cabaña, pues todo lo bueno que adquirían o el rey les daba, quedaba destruido enseguida.
El joven estaba muy triste y el rey, enfadado, sin saber qué le pasaba; así que, para honrar a su yerno, convocó un torneo con todos los caballeros del reino y, en secreto, para que no se lo destruyeran, dio caballo, armas y buenos vestidos al joven.
Llegado el día del torneo, el rey se sentó con su corte en un palco, y los trompeteros anunciaron a los cuatro vientos la justa. El pueblo abarrotaba la plaza, y un joven completamente cubierto, sin divisa, fue el primero en salir a la arena, pues debía esconderse.
Enseguida los mejores caballeros del reino se presentaron, pero todos fueron vencidos uno tras otro. El pueblo estaba maravillado, y también los cortesanos. Finalmente se presentó el tío del joven, armado de pies a cabeza, con una armadura que hasta al sol podía dar envidia. Todos, al verlo, temieron por el joven. Pero como este sabía tanto de cabalgar y usar la espada, aunque la lucha fue reñida mucho tiempo, finalmente un golpe suyo hizo caer al tío al suelo, y él, arrojándose encima, lo obligó a rendirse. Con alegría de todos, le hizo entregar el farol y, descubriéndose, mostró que era el casado con la princesa. Los vítores del pueblo fueron aún mayores. El tío volvió, lleno de vergüenza por haber sido vencido, a sus salvajes selvas, y el joven y la princesa, con el farol maravilloso, fueron tan felices que no se hablaba de otra cosa en toda la tierra.
Cuento popular catalán de Francisco Maspons y Labrós, recopilados en Lo Rondallayre, Quentos Populars Catalans en 1875







