Había una vez en cierta aldea un anciano que era muy pobre. No tuvo hijos y sólo unas pocas reses. Un día, cuando el cielo estaba despejado y el sol brillaba, se sentó junto al redil. Mientras estaba allí sentado, notó que cerca de él había unos pájaros que cantaban muy alegremente. Escuchó un rato y luego se levantó para observarlos mejor. Los pájaros eran muy hermosos a la vista y cantaban de manera diferente a otros pájaros. Todos tenían colas largas y moños en la cabeza. Entonces el anciano fue donde el jefe y le contó lo que había visto.
El jefe dijo:
—¿Cuántos eran?
El anciano respondió:
—Eran siete.
El jefe dijo:
—Has actuado sabiamente al venir a decírmelo; tendrás siete de mis vacas más gordas. He perdido siete hijos en batalla, y estas hermosas aves ocuparán el lugar de mis siete hijos. No debes dormir esta noche; debes vigilarlos y mañana elegiré siete muchachos para atraparlos. No los pierdas de vista bajo ninguna circunstancia.
Por la mañana el jefe ordenó que todos los muchachos del pueblo se reunieran en el redil, cuando les habló de los pájaros. Él dijo:
—Escogeré a seis de ustedes y pondré sobre ustedes a mi hijo que es mudo, y serán siete en total. Debéis atrapar esos pájaros. Dondequiera que vayan, debéis seguirlos y no debes podéis volver a mi sin ellos.
Les dio armas y les ordenó que si alguien se les oponía debían luchar hasta que muriera el último de ellos.
Los niños partieron para seguir a esos hermosos pájaros. Los persiguieron durante varios días, hasta que finalmente los pájaros se agotaron, y cada uno de los jóvenes atrapó uno. Los jóvenes con los pájaros, permanecieron en aquel lugar esa noche.
A la mañana siguiente emprendieron el regreso a casa. Esa tarde llegaron a una choza en la que vieron un fuego ardiendo, pero no había nadie allí. Como era tarde, entraron y se acostaron a dormir. En mitad de la noche uno de esos chicos que estaba despierto, escuchó a alguien decir:
—Aquí hay buena carne. Empezaré con este, y tomaré este después, y después aquel, y el de pies pequeños el último.
El de los pies pequeños era el hijo del jefe. Su nombre era Sikulume, porque nunca había podido hablar hasta que atrapó al pájaro. Luego empezó a hablar de inmediato.
Después de decir esas palabras la voz se quedó en silencio. Entonces el muchacho despertó a sus compañeros y les contó lo que había oído.
Dijeron:
—Has estado soñando; no hay nadie aquí; ¿Cómo puede ser tal cosa?
Él respondió:
—No soñé; os estoy contando la verdad.
Luego trazaron un plan para que uno permaneciera despierto y, si sucediera algo, pellizcara al que estaba a su lado y pellizcara al siguiente, hasta que todos estuvieran despiertos.
Al cabo de un rato, el chico que estaba escuchando, oyó que alguien entraba silenciosamente. Era uno de los caníbales. Repitió las mismas palabras y luego salió con el propósito de llamar a sus amigos para que asistieran al banquete. El joven despertó a sus compañeros según el plan acordado, para que todos escucharan lo dicho. Por lo tanto, tan pronto como el caníbal salió, se levantaron y huyeron de aquel lugar. El caníbal regresó con sus amigos, y cuando los demás vieron que no había nadie en la cabaña, así que mataron y comieron al infeliz que les había avisado.
Mientras avanzaban, Sikulume vio que había dejado atrás a su pájaro. Se puso de pie y dijo:
—Debo regresar por mi pájaro, mi hermoso pájaro de cola larga y moño en la cabeza. Mi padre me ordenó que no volviera a verle a menos que trajera el pájaro.
Los muchachos dijeron:
—Toma uno de los nuestros. ¿Por qué deberías ir donde están los caníbales?
Él respondió:
—Debo tener el que es mío.
Clavó su lanza en el suelo y les dijo que la vigilasen. Dijo:
—Si se queda como está, sabréis que estoy a salvo; si tiembla, sabréis que estoy corriendo; si se cae, sabréis que estoy muerto.
Luego los dejó para regresar a la choza de los caníbales.
En el camino vio a una anciana sentada junto a una gran piedra. Ella dijo:
—¿A dónde vas?
Él le dijo que iba a por su pájaro. La anciana le dio un poco de grasa y le dijo:
—Si los caníbales te persiguen, pon un poco de esto en la primera piedra que veas.
Llegó a la cabaña, entro a hurtadillas y cogió su pájaro. Los caníbales estaban sentados afuera, un poco más atrás. Acababan de terminar de comerse al dueño de la cabaña. Cuando Sikulume salió con su pájaro, lo vieron y corrieron tras él. Estaban cerca de él, cuando tomó un poco de grasa y la arrojó sobre una piedra. Los caníbales se acercaron a la piedra y sin saber porqué, empezaron a pelear entre ellos por tener la piedra.
Uno dijo:
—La piedra es mía.
Otro dijo:
—Es mía.
Uno de ellos se tragó la piedra. Cuando los demás vieron eso, lo mataron y se lo comieron. Luego persiguieron de nuevo a Sikulume. Se acercaron nuevamente a él, cuando arrojó el resto de la grasa sobre otra piedra. Los caníbales también lucharon por ella. Uno se la tragó y los demás lo mataron y se lo comieron.
Tras esto, continuaron siguiendo a Sikulume. Cuando Sikulume estaba casi en sus manos, se quitó el manto que le cubría. El manto empezó a correr en otra dirección, y los caníbales corrieron tras él. Pasó tanto tiempo antes de que atraparan al manto, que el joven hijo del jefe tuvo tiempo de alcanzar a sus compañeros.
Todos siguieron su camino, pero muy pronto vieron que los caníbales venían tras ellos. Entonces observaron a un hombre pequeño sentado junto a una gran piedra.
Él les dijo:
—Puedo convertir esta piedra en una choza.
Ellos respondieron:
—Hazlo.
Convirtió la piedra en una choza y todos entraron, y el hombrecito con ellos. Luego cerraron la puerta, de tal forma que dentro era una cabaña, pero fuera seguía siendo una piedra.
Los caníbales llegaron al lugar y olisquearon. Pensaron que la cabaña todavía era una piedra, porque les parecía una piedra, pero como olía a las personas que tenían dentro, comenzaron a morderla, y mordisquearon la piedra con fuerza, hasta que se les rompieron todos los dientes. Rendidos, los caníbales regresaron a su propia aldea.
Después de esto, salieron los jóvenes y el hombrecito.
Los chicos continuaron. Cuando llegaron a su propia casa no vieron a nadie, hasta que finalmente una anciana salió sigilosamente de un montón de cenizas. Ella se asustó mucho y les dijo:
—Pensé que ya no quedaba gente.
Sikulume dijo:
—¿Dónde está mi padre?
Ella respondió:
—Todo el pueblo ha sido tragado por el inabulele —, inabulele es un monstruo mitológico.
Él dijo:
—¿A dónde fue el inabulele?
La anciana respondió:
—Se fue al río.
Al oír esto, los muchachos fueron al río y Sikulume les dijo:
—Iré al agua y llevaré una lanza conmigo. Si el agua se mueve mucho, sabréis que estoy en el estómago del monstruo; si el agua está roja, sabréis que la he matado—. Luego se arrojó al agua y se hundió.
Cuando el inabulele vió al hijo del jefe, se lo tragó sin siquiera masticar, por lo que no los desgarró ni lo lastimó.
En la tripa del inabulele, el joven vio a su padre y a su madre y a mucha gente, y a todo el ganado de la aldea, y más aún. Luego tomó su lanza y atravesó el inabulele desde dentro. El agua se movió hasta que el inabulele estuvo muerto, luego se puso rojo. Cuando los jóvenes vieron esto, hicieron un gran agujero en el costado del inabulele, y toda la gente y el ganado fueron liberados.
Pasado un tiempo, un día Sikulume le dijo a otro joven:
—Voy al médico; dile a mi hermana que me cocine comida, buena comida para comer—. Así se hizo.
Después dijo a su hermana:
—Tráeme de la piel del inabulele que maté, para hacer un manto.
Luego llamó a sus compañeros y se dirigieron a la orilla del río. Ella cantó esta canción:
“Inabulele,
Inabulele,
soy enviada a por ti
Por Sikulume,
Inabulele.”
Entonces salió el cuerpo del inabulele del río. La niña cortó dos trozos pequeños de piel para hacer sandalias y un trozo grande para hacer un manto para su hermano.
En otra ocasión, Sikulume dijo a sus amigos:
—Me voy a casar con la hija de Mangangezulu.
Ellos respondieron:
—No debes ir allí, porque en casa de Mangangezulu te matarán.
Él dijo:
—Iré.
Luego llamó a aquellos jóvenes que eran sus amigos elegidos para que lo acompañaran. En el camino llegaron a un lugar donde la hierba estaba alta. Un ratón salió de la hierba y le preguntó a Sikulume adónde iba.
Él respondió:
—Voy al hogar de Mangangezulu.
El ratón cantó esta canción:
“Vuelve atrás, vuelve atrás, Sikulume.
Nadie regresa jamás del hogar de Mangangezulu.
Vuelve, vuelve, oh jefe”.
Sikulume respondió:
—No volveré atrás.
Entonces el ratón dijo:
—Sí así quieres, debes matarme y arrojar mi piel al aire.
Sikulume así lo hizo. Cuando arrojó la piel al aire, esta decía:
—No entraréis por la entrada principal del pueblo; no comerás sobre una estera nueva; No debes dormir en una choza que no tenga nada dentro.
Llegaron al pueblo de Mangangezulu. Entraron por el lado equivocado, de modo que todo el pueblo decía:
—¿Por qué entráis por aquí?
Ellos respondieron:
—Es nuestra costumbre.
Les trajeron comida en una estera nueva, pero dijeron:
—Tenemos la costumbre de comer únicamente en esteras viejas.
Se les dio una choza vacía para dormir, pero dijeron:
—Es nuestra costumbre dormir sólo en una choza que tenga cosas dentro.
Al día siguiente, el jefe dijo a Sikulume y a sus compañeros:
—Debéis ir a cuidar el ganado.
Ellos fueron. Cayó una tormenta de lluvia, cuando Sikulume extendió su manto hecho con la piel del monstruo inabulele y se convirtió en una choza dura como una piedra, a la que entraron todos. Por la tarde regresaron con el ganado. La hija de Mangangezulu se acercó a ellos. Su madre pisó la huella de Sikulume y éste se convirtió en un antílope.
La hija de Mangangezulu estaba enamorada de Sikulume, y cuando vio que su madre lo había convertido en antílope, encendió un gran fuego y lo arrojó dentro. Luego fue quemado, y se convirtió en carbón. Sacó el carbón y lo puso en una olla con agua, entonces, el carbón se volvió a convertir en un hombre joven.
Después abandonaron ese lugar. La niña se llevó un huevo, una bolsa de leche, una olla y una piedra lisa.
Nada más salir de la aldea, Mangangezulu, el padre de la niña, los persiguió.
La niña arrojó el huevo y se convirtió en niebla. Su padre deambuló en la niebla durante mucho tiempo, hasta que finalmente se disipó. Luego volvió a perseguir a los jóvenes.
La niña arrojó el saco de leche al suelo y se convirtió en un lago de agua. Su padre intentó deshacerse del agua sumergiéndola en una calabaza, pero no pudo, por lo que se vio obligado a esperar hasta que se secara. Cuando se secó, los continué siguiendo.
La muchacha arrojó la olla y se hizo una espesa oscuridad. Su padre esperó mucho tiempo hasta que volvió la luz y luego los siguió nuevamente.
Mangangezulu podía avanzar muy rápido, así que pronto se acercó a ellos. Entonces la niña arrojó la piedra lisa. La piedra se convirtió en una roca, una gran roca con un lado empinado como una pared. Su padre no pudo escalar esa roca y rendido, regresó a su propia aldea.
Luego Sikulume se fue a casa con su nueva esposa. Le dijo a la gente:
—Esta es la hija de Mangangezulu. Me aconsejasteis que no fuera allí, para que no me mataran. Aquí está mi esposa.
Después de eso se convirtió en un gran jefe. Todo el pueblo dijo:
—No hay jefe que pueda hacer cosas como Sikulume.
Cuento popular sudafricano recopilado por George McCall Theal (1837-1919), en Kaffir Folk-Lore, 1886
George McCall Theal (1837 - 1919), fue un historiador sudafricano muy prolífico e influyente.
Nacido en Canadá bajo una educación muy religiosa, viajó por África donde trabajó como profesor y estudió en el seminario, donde se desarrolló en teología y aprendió imprenta y encuadernación.
Escribió libros, artículos y colecciones sobre la historia de sudáfrica y su folclore.