manada de lobos Heubach 186-1923

Wenceslao y los lobos

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Wenceslao y los lobos, Cuento Húngaro
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Cuento completo Wenceslao y los lobos

En un remoto pueblo de Hungría, vivía un zapatero remendón llamado Wenceslao. El hombre, a pesar de trabajar de sol a sol, apenas podía ganar lo suficiente para satisfacer sus necesidades.

Un día, mientras remendaba un par de zapatos, se le acercó un enjambre de moscas y Wenceslao, agarrando la suela de un zapato, golpeó los insectos, y, de un solo golpe, mató a cuarenta.

Muy orgulloso por su hazaña, se apresuró a construir una espada, y en la hoja, grabo la siguiente inscripción:

“De un golpe he segado cuarenta vidas”

En cuenta acabó la espada, decidió abandonar el oficio de zapatero remendón y emprendió un viaje a países extranjeros. Anduvo y anduvo hasta que cierto día de verano, estando muy acalorado, se sentó al lado de una fuente y se quedó dormido.

Dio la casualidad de que, muy cerca de aquel lugar, habitaba una manda de lobos grandes y feroces. Mientras Wenceslao dormía, uno de los lobos se dirigió a la fuente para llenar un cubo de agua.

Allí encontró dormido a Wenceslao, se fijó bien en él, lo olfateó y descubrió la espada. Pudo leer la inscripción que había en su hoja. Entonces el lobo, muy asustado, se retiró sin hacer ruido, y yendo al encuentro de sus compañeros, les contó lo que acababa de descubrir.

Los lobos se reunieron y no tardaron en darse cuenta de que más valía tener por amigo que por adversario a aquel poderoso guerrero, por consiguiente, resolvieron presentarse a él y ofrecerle su amistad.

Tras largas discursiones, los lobos nombraron una comisión de tres, y estos, algo atemorizados, dirigiéronse al lugar en que Wenceslao estaba dormido. Respetuosamente echaronse a cierta distancia y esperaron a que despertara, pues ni si quiera se atrevían a interrumpir su sueño.

Cuando pasado el rato, Wenceslao despertó y se desperezó, abrió los ojos y pudo ver a los tres lobos que le observaban con la mayor atención.

Tal espectáculo le dejó muy intranquilo y, se disponía a emprender la fuga, cuando observó que las tres fieras movían suavemente los respectivos rabos. Eso le convenció de que no abrigaban muy malas intenciones y resuelto a fingirse valeroso, se irguió y guardó silencio.

– Señor – exclamó entonces el lobo que se hallaba entre sus dos compañeros –. Con el mayor respeto venimos a pedirte que quieras ser nuestro amigo y jefe. Necesitamos un compañero valeroso y sabio como tú ¿Querrás concedernos este grandísimo honor?

Wenceslao continuó callado, fingió reflexionar acerca de aquella proposición y, por último, en tono condescendiente y con palabras reposadas, les confesó:

–Perfectamente. Accedo a ser vuestro jefe siempre y cuando me juréis obediencia absoluta a todos mis mandatos, pues habéis de saber que nunca he podido resistir la menor desobediencia a mis órdenes.

–En cuanto a eso, señor   –, le contestó el lobo  –, puede estar seguro de que todos te juraremos obediencia y aun añado que nunca tendrás queja de nosotros.

En vista de aquella promesa, Wenceslao fue a vivir en compañía de los lobos. Estos le cedieron la mejor de las cuevas que tenían y todos se esforzaron en proporcionarle cuantas comodidades estaban a su alcance.

Pero resultó luego que los lobos habían establecido un turno para ir todos los días en busca de agua y de leña, y , al parecer, no podían eximir de esta obligación a su jefe, Wenceslao, de modo que, al día siguiente, fueron a darle cuenta de que, como los demás, tendría que ocuparse de aquel trabajo el día que le correspondiera.

Wenceslao, que era un muchacho muy listo, no se enfadó, sino que se manifestó dispuesto a seguir las normas establecidas, pero, en el acto, imaginó la manera de librarse de todo trabajo.

En efecto, cuando, varios días después le dijeron que le había llegado la hora de ir en busca de agua, él salió cargado con un enorme cubo, cuyo peso, una vez lleno, seguramente no habría podido levantar del suelo.

Nada dijo y aunque le costó bastante llevar hasta la fuente el cubo vacío, partió sin la menor protesta.

Una vez en la fuente, dejó el cubo a un lado y empezó a excavar la tierra en torno del manantial. Con toda intención, dejó pasar mucho rato y, al fin, en vista de que no regresaba, uno de los lobos se dirigió a la fuente para ver qué ocurría.

–¿Qué haces aquí, señor? – preguntó el lobo al ver a Wenceslao ocupado en excavar la tierra.

–¡Es muy sencillo! – contestó él –. Para evitar a todos el trabajo de venir cada día en busca de agua, me ha parecido mucho mejor transportar la fuente al lado de las cuevas y así nos evitaremos esta molestia. Estoy vaciando toda el agua de la fuente en este cubo y así no tendremos que desplazarnos más adelante.

–¡Por Dios, no hagas eso, señor! –exclamó el lobo, asustado –. ¡Nos moriríamos de sed! ¿No, no, de ninguna manera! Ya iremos a buscar agua en tu lugar cada vez que te corresponda. Será mucho mejor así.

Y, dicho esto, empezó a llenar el enorme cubo y luego lo llevó a cuestas hasta las cuevas.

Pocos días después le correspondió a Wenceslao ir al bosque para cortar leña. Los lobos, cuantas veces iban allá, regresaban cargados con uno o dos troncos enormes, y como Wenceslao estaba seguro de que no podría llevar la misma carga y, por otra parte, quería librarse de aquella obligación, empezó a atar los árboles uno con otro, por medio de una soga muy gruesa.

Al cabo de unas horas, lo lobos alarmados por tan larga ausencia, enviaron a uno de ellos al bosque, a fin de que averiguase lo que ocurría.

En cuanto el lobo llegó a presencia de Wenceslao, vió, extrañadísimo, que ataba los árboles uno con otro y le preguntó qué estaba haciendo.

–Es muy sencillo – contestó Wenceslao –. Para no tener que venir cada día a buscar leña, estoy atando todos los árboles del bosque y, de este modo, podremos llevarnos de una vez todos los árboles al lado de nuestras cuevas.

–¡No hagas eso, señor! –exclamó, alarmadísimo el lobo  – porque nos moriríamos de frío. Si quieres ya nos encargaremos nosotros de ir a buscar leña cuando te corresponda ir a ti.

Dicho esto, el lobo derribó un par de árboles y se los cargó a cuestas.

Poco a poco los lobos empezaron a cansarse de Wenceslao, porque éste, no sólo no hacía nada, sino que se daba la gran vida a costa de sus compañeros. Las fieras tuvieron una reunión y en ella acordaron matar a Wenceslao. Y, para ello, nombraron a uno que, durante la noche, debía darle un hachazo.

Wenceslao pudo darse cuenta de sus propósitos, y al llegar la noche designada para su muerte, puso en su cama un tronco de árbol y lo cubrió con la capa. Poco después llegó el lbo y dio tantos hachazos al tronco que lo dejó casi deshecho.

Después se alejó muy convencido de que había matado a Wenceslao.

Este sacó el tronco de la cama, se acostó tranquilamente y se durmió.

A la mañana siguiente los lobos sorprendidos comprobaron que Wenceslao estaba vivo y preguntaron qué tal había dormido durante la noche.

–No muy bien – contestó Wenceslao –, me han picado varios mosquitos.

Los lobos supusieron que tomó los hachazos por picaduras de mosquitos y, en vista de ello, resolvieron librarse de su jefe por otros medios. Como no se les ocurrió ninguna forma de matarle, creyendo que era invencible, propusieron entonces entregarle una enorme cantidad de oro a cambio de que se volviese a su casa, y Wenceslao aceptó de buena gana aquella oferta, siempre y cuando uno de los lobos le acompañase cargando el dinero.

Consistieron todos en ello, y el joven y el lobo emprendieron la marcha. Cuando ya estaban cercade la casa de Wenceslao, este volvió y dijo al lobo:

–Ahora no des un paso más y yo me adelantaré para atar a mis pequeños, porque, de lo contrario, te devorarían.

En efecto, se dirigió a su casa, ató a sus hijos y les recomendó que, en cuanto viesen al lobo, empezaran a gritar: “¡Oh, carne de lobo! ¡Carne de lobo!”.

Regresó con el lobo y juntos prosiguieron la marcha, cuando el lobo estuvo cerca y dejó la carga de oro al suelo, los niños empezaron a gritar:

–¡Oh, carne de lobo! ¡Carne de lobo!

Al oírlo, el lobo muy asustado emprendió la fuga.

A poca distancia encontró un zorro que le preguntó la razón de aquella loca carrera y el lobo le contó del peligro que acaba de correr.

–¿Y te has asustado por los gritos de los hijos de Wenceslao? –preguntó el zorro –. ¡No seas idiota, hombre! Figúrate que, en su corral, había dos gallinas. Anoche me comí una y hoy me comeré la segunda. Pero, en fin, si no me quieres creer, acompáñame y lo verás con tus propios ojos. Agárrate a mi rabo y ven detrás de mí.

El lobo, muy avergonzado, asió el rabo del zorro y echó a andar siguiéndolo.

Caminando así lobo y zorro juntitos, llegaron a corta distancia de la casa de Wenceslao. Este se había asomado a una ventana, al acecho, y armado de una buena escopeta, porque, en realidad, tenía mucho miedo de que los lobos regresaran por el oro, pero al ver que aquél se acercaba agarrado a la cola del zorro, comprendió que estaba lleno de pánico y resolvió aprovecharse de tal circunstancia.

Por esta razón, se dirigió al zorro y, en tono airado, le dijo:

–¡Caramba, zorro! Veo que no sabes cumplir las órdenes que te he dado. Bien sabes que te encargué traerme todos los lobos y no uno solo.

Aquellas palabras acabaron con el escaso valor que tenía el lobo. Rápidamente díjose que allí le esperaba una muerte segura y horrible y, sin pensarlo dos veces, echó a correr, pero se olvidó de abrir la boca y, por consiguiente, arrastró al zorro con su fuga, a pesar de las voces y de las exclamaciones de este, que se sentía golpeado por todas las piedras que hallaba en su camino.

Y así el pobre zorro, murió al poco rato con tanto golpe, y el lobo huyó para nunca más regresar, por miedo a Wenceslao, y por miedo a que se vengara la familia del zorro por dar muerte al animal que intentó ayudarle.

En cuanto a Wenceslao, vióse libre de toda amenaza, y con el oro que le había entregado, reconstruyó su casa y la proveyó de todo lo conveniente y necesario.

Así pudo vivir en paz y abundancia por el resto de sus días.

Cuento popular Húngaro

manada de lobos Heubach 186-1923
Manada de lobos, Heubach 186-1923
libro de cuentos

Los cuentos populares, las leyendas, las fábulas, la mitología…, son del pueblo.

Son narraciones que se han mantenidos vivas transmitiéndose oralmente, por las mismas personas del pueblo. Por ello no tienen dueño, sino que pertenecen a las gentes, a la folclore, a las distintas culturas, a todos.

En algún momento, alguien las escribe y las registra, a veces transformándolas, a veces las mantiene intactas, hasta ese momento, son voces, palabras, consejos, cosas que «decía mi abuelo que le contaba su madre…»

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