

Érase una vez un padre que tenía tres hijos y era tan pobre que no tenía nada para darles. El pobre hombre estaba muy preocupado, pensando qué haría con ellos para que se ganaran la vida, pues le dolía separarse de los tres a la vez y no sabía con cuál quedarse.
Un día que estaba con sus hijos, sentado en la puerta de su pobre choza, apareció un caballero ya mayor que le preguntó si quería darle al mayor de sus hijos, que él se encargaría de hacerlo feliz y rico. El padre accedió contento y agradecido, y el niño, más listo que nadie, se fue con el caballero dejando a sus hermanos llenos de envidia y curiosidad por su suerte.
Caminaron y caminaron hasta llegar a un palacio muy grande y hermoso, que aunque era hermoso por fuera, era aún más hermoso por dentro: las paredes eran de espejos que brillaban por todos lados, el techo de corales con dibujos de perlas y brillantes, las mesas, sillas, camas y todo era de oro, tanto que uno quedaba encantado al ver algo tan bonito. El pobre niño estaba tan maravillado que no se atrevía a moverse por miedo a hacer algo malo, cuando el señor le dijo:
— Niño, ¿te gusta mi casa?
— ¡Claro que me gusta si es toda de oro!
— Pues bien; tu único trabajo será cada mañana, al levantarte, sacudir el techo y las paredes con este plumero; yo me voy, no descuides tu trabajo nunca y sobre todo no abras la puerta del cuarto todo de oro porque si lo haces, cuando regrese te mataré.
El caballero se fue y el niño quedó paralizado al encontrarse solo en un palacio tan grande y bonito. El primer día no se atrevió a moverse del sitio por miedo a hacer algo malo, pero el segundo comenzó su trabajo de sacudir y al tercero le entró gran curiosidad por abrir la puerta prohibida para ver lo que había dentro. Al principio pudo más el castigo prometido por el caballero, pero pensando que quizás podría engañarlo, abrió la puerta y se encontró en una cámara aún más bella y rica que las demás, donde en medio había una gran rueda de oro que el niño no pudo resistir tocar, y al tocarla lanzó por mil agujeros unos polvos de oro tan brillantes y finos que le cubrieron todo el cabello sin que ya pudiera quitárselos. Muy triste el niño, viendo que descubrirían su desobediencia, se ató a la cabeza un pañuelo para intentar ocultar al caballero su cabello empolvado. Llegó este y, al verlo, le dijo:
— ¿Por qué no me creíste? Pagarás tu desobediencia: prepárate, vas a morir.
Lo agarró y llevándolo a una oscura habitación diferente a las demás, le mostró las calaveras de otros niños como él, diciéndole:
— Como tú me desobedecieron y tú como ellos morirás.
Y sin hacer caso a las súplicas del niño, lo mató.
Al día siguiente por la mañana el caballero volvió a casa del niño y le dijo al padre que iba a buscar al mediano, porque el mayor extrañaba estar solo. Al padre le dolió un poco, pero le dolía más quedarse solo con el más pequeño, pero por la felicidad de sus hijos accedió. El pequeño quedó triste y muriéndose de ganas de ir con el caballero que, si no fuera por dejar solo a su padre, ya le habría pedido irse también.
Emprendieron camino el caballero y el niño, y al llegar al castillo, le dijo lo mismo que al mayor, es decir, que cuidara bien de no abrir la puerta del cuarto de oro.
Al quedarse solo el niño, le entró la misma curiosidad que a su hermano mayor y sin poder resistir la tentación abrió la puerta, tocó la rueda y quedó con todo el cabello empolvado de oro. Al regresar el caballero, al verlo con la cabeza tapada, todo serio y preocupado, le dijo:
— Ya te puedes ocultar el cabello, la culpa te delata y tu confusión dice claro que me has desobedecido: ven, porque como tu hermano has faltado y como él tienes que morir.
Y llevándolo a la oscura habitación lo mató, luego salió a buscar al hijo pequeño con la excusa de que sus hermanos lo necesitaban para jugar. El padre, aunque quedó solo, se consoló pensando que era por el bien y la felicidad de sus hijos y así intentó distraerse.
Cuando llegaron al castillo, el caballero dio al niño las mismas órdenes que a sus hermanos y se fue, diciéndole que tuviera mucho cuidado de obedecerlo y que hiciera lo posible para no acabar como sus hermanos.
El niño pequeño cada mañana se levantaba y sacudía las paredes cuidando los tesoros que había por allí y como era rubio como un hilo de oro, para no empolvarse el cabello se ataba un pañuelo en la cabeza. Un día comenzó a pensar qué habría en ese cuarto y qué habrían visto sus hermanos; y sin hacer caso de nada, abrió la puerta tan prohibida, pero como llevaba la cabeza atada para no empolvarse el cabello, los polvos de oro fueron todos al pañuelo, que lanzó el niño, dándose cuenta de que estaba todo empolvado de oro. Llegó el caballero y al verlo con el cabello natural le dijo:
— Veo que me has obedecido, ven y te enseñaré lo que hay en esta cámara.
Entró el niño con su amo y, como llevaba la cabeza descubierta, al tocar aquel la rueda, cayó como una lluvia de oro que cubrió su cabello y ya le quedó dorado para siempre más. La cámara estaba llena de cosas preciosas, y tomando el caballero tres cajitas, una de plata, otra de oro y la otra de brillantes, se las dio diciendo:
— Guárdalas bien, que si alguna vez mientras yo esté fuera vienen ladrones, con ellas te puedes defender.
— ¿Y cómo? — dijo el niño.
— Rompiendo la primera te saldrán todo tipo de fieras que se los comerán, pero si con eso no basta, rompe la segunda y te saldrá un bosque tan frondoso que no podrán pasar.
— ¿Y la tercera? — preguntó el niño.
— La tercera es para si las dos primeras no valen, que entonces la rompes y saldrá un gran fuego que los abrasará.
El niño, que hacía tiempo que pensaba en cómo podría matar al caballero, pues le tenía odio por haber matado a sus hermanos, al escuchar que aquel volvió de donde se había ido, huyó como si alguna maldad hubiera cometido dentro del palacio, y viendo que el caballero no lograba atraparlo, corrió tras él alejándose ambos buen trecho del palacio.
Cuando el niño vio venir al caballero, rompió la primera cajita, salieron las fieras y rodearon al caballero por todos lados sin dejarlo pasar, pero viendo el niño que no lo mataban, rompió la segunda y con los bosques y las fieras, ¿qué más querías al caballero acorralado? Pero el niño tuvo miedo de que aún se librara y por eso rompió la tercera cajita, y así que lo hizo, todo se encendió sin verse más que fuego y llamas por todos lados y murió el caballero.
Libre ya el niño del caballero, volvió al palacio quedando dueño de todos los tesoros, pero al final se cansó de estar solo y resolvió ir a recorrer el mundo, lo que hizo cargado de muchos dineros, piedras preciosas y demás tesoros.
Caminando llegó a una ciudad donde vio a la hija del rey; se enamoró de ella y le pidió matrimonio. La joven contenta accedió, pero como nunca lo veía con la cabeza descubierta, le entraron muchas ganas de descubrir por qué se escondía el cabello y se puso enferma y triste de curiosidad.
El niño se dio cuenta y queriendo probar si realmente la amaba, le dijo que el motivo de llevar la cabeza tapada era porque él había estado encantado en figura de burro y que tenía dos cuernos como el diablo que solo quería mostrar cuando ya estuvieran casados. La joven quedó muy triste, pero como realmente lo amaba, no por eso desistió de casarse con él y en el día correspondiente lo hicieron con toda solemnidad.
Cuando estuvieron reunidos en el palacio del rey todos los invitados, el niño se puso en medio de ellos y con mucha gracia se quitó el pañuelo que le cubría su cabello dorado, dejando a todos admirados de lo hermoso que lo tenía y más a la princesa que se vio engañada por su bien, y ambos vivieron muchos años felices y contentos.
Cuento popular catalán de Francisco Maspons y Labrós, recopilados en Lo Rondallayre, Quentos Populars Catalans en 1875







