Anton Lomaev, el sastrecillo valiente

El Sastrecillo Valiente

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Cuentos con Sabiduría

Una mañana de verano estaba un sastrecito sentado sobre su mesa, junto a la ventana; contento y de buen humor, cosía y cosía con todo entusiasmo. Acertó a pasar por la calle una aldeana, que voceaba su mercancía: «¡A la rica mermelada! ¡A la rica mermelada!».

Se le alegraron las pajarillas al sastrecillo al oír estas palabras y, asomando su cabecita por la ventana, gritó:

—¡Eh buena mujer, subid acá, que os libraremos de vuestra mercancía!

Subió la aldeana los tres tramos de escalera cargada con su pesada cesta, y tuvo que abrir todos sus botes. El sastrecillo los examinó uno por uno, sopesándolos y acercando las narices para olerlos, finalmente dijo:

—Me parece buena la mermelada. Pesadme cuatro medias onzas, buena mujer, hasta cinco si quiere; pero no más. La campesina, que había esperado hacer mejor venta, le sirvió lo que pedía y se marchó malhumorada y refunfuñando.

—¡Vaya! —dijo el sastrecillo frotándose las manos—. ¡Qué Dios me bendiga esta mermelada, y que me dé fuerza y ánimos!

Y sacando el pan del armario, cortóse una gran rebanada y se la untó bien.

—Parece que no sabrá mal —díjose—; pero antes de regalarme, terminaré el jubón.

Dejó el pan a un lado y reanudó la costura más alegre que unas castañuelas, de modo que las puntadas le salían cada vez más largas.

Mientras tanto, el dulce aroma de la mermelada subía pared arriba, la cual estaba llena de moscas que, atraídas por el olorcillo, no tardaron en acudir en tropel.

—¡Hola!, ¿quién os ha invitado? —dijo el sastrecito, intentando ahuyentar a los indeseables huéspedes.

Pero las moscas, que no atendían a razones, volvían a la golosina cada vez en mayor número. Subiósele al hombre la mosca a la nariz, como suele decirse, y cogiendo de entre los retales un trozo de paño:

—¡Aguardad, ya os daré yo! —exclamó, y descargó un golpe sobre las moscas.

Al levantar el paño, vio que lo menos siete habían estirado la pata.

—¡Qué valiente eres! —se dijo, admirado de su propio arrojo—. ¡Esto tiene que saberlo toda la ciudad!

Y apresuróse a cortarse un cinturón y a coserlo, y luego, con grandes letras, bordó en él el siguiente letrero: «Siete de un golpe».

—¡Qué digo la ciudad! —añadió—. ¡El mundo entero ha de saberlo!

Y, de puro gozo, el corazón le temblaba como al corderito el rabo.

Ciñóse el sastre el cinturón y se dispuso a salir al mundo, pensando que su taller era demasiado pequeño para su valentía. Antes de marcharse estuvo rebuscando en toda la casa, por si encontraba algo que pudiera servirle para el viaje; pero sólo descubrió un viejo queso y se lo embolsó. Frente a la puerta vio un pájaro que se había enredado en un matorral, y se lo metió también en el talego para que hiciera compañía al queso. Cogió luego animosamente el camino entre piernas y, como era ligero y ágil de cuerpo, no sentía ningún cansancio.

El camino lo condujo a una montaña, y cuando llegó a lo alto de la cima topóse con un enorme gigante que, sentado en el suelo, paseaba a su alrededor una mirada indolente. El sastrecillo se le acercó animoso y le dijo:

—¡Buenos días, compañero! ¿Qué, contemplando el ancho mundo? Por él voy yo, precisamente, a probar suerte. ¿Te apetece venir conmigo?

El gigante, después de echar al sastre una mirada despectiva, respondió:

—¡Quita allá, pelagatos! ¡Miserable patán!

—¡Poco a poco! —exclamó el sastrecillo, desabrochándose la chaqueta y exhibiendo el cinturón—. Ahí puedes leer qué clase de hombre soy.

El gigante leyó: «Siete de un golpe», y pensó que se trataría de hombres derribados por el sastre, por lo que le entró un cierto respeto hacia el hombrecillo. Queriendo probarlo, sin embargo, cogió una piedra y la oprimió con la mano hasta hacer gotear agua de ella.

—¡A ver si lo haces —dijo el gigante—, puesto que tienes tanta fuerza!

—¡Bah! ¿Sólo es eso? —replicó el sastrecillo—. ¡Es un juego de niños para gente como yo! —y metiendo la mano en el bolso, sacó el queso y lo apretó, haciéndole salir el jugo—. ¿Qué me dices? Un poquitín mejor, ¿eh?

El gigante no supo qué contestar; la fuerza de aquel hombrecillo lo dejó desconcertado. Cogiendo entonces otra piedra, disparó al aire, a tanta altura, que con dificultad podía seguirse con la mirada.

—¡Anda, matasiete, a ver si lo haces!

—¡Bien tirado! —dijo el sastre—, pero la piedra ha vuelto a caer al suelo.

Y, sacando el pájaro del bolso, lo arrojó al aire. El animal, contento al verse libre, emprendió rápido el vuelo y pronto se perdió de vista.

—¿Qué te parece el truco, camarada?

—Tirar, sabes —admitió el gigante—; pero ahora veremos si eres capaz de llevar una carga razonable.

Y conduciendo al sastrecillo hasta un corpulento roble que yacía derribado en el suelo, dijo:

—Ya que presumes de forzudo, ayúdame a sacar del bosque este árbol.

—Con mucho gusto —respondió el hombrecito—; tú cárgate el tronco al hombro; yo me encargo del ramaje, que es lo más osado.

Acomodóse el gigante el tronco sobre el hombro; pero el sastre se sentó sobre una rama, con lo que el gigante, que no podía volverse, hubo de transportar el árbol entero amén del sastrecillo montado en el. Éste, la mar de animado, iba silbando alegremente aquella canción: «Salieron tres sastres a caballo», como si eso de llevar robles a cuestas fuese un juego de niños.

Así fueron durante un trecho y, al cabo, el gigante extenuado de transportar la pesada carga, gritó:

—¡Eh, tú! ¡Cuidado, que voy a soltar el árbol!

El sastre saltó al suelo con presteza y, cogiendo el roble con ambos brazos, como si hubiese estado sosteniéndolo todo el rato, dijo al gigante:

—¿Un grandullón como tú no es capaz ni siquiera de llevar un árbol?

Siguieron andando y, al pasar junto a un cerezo, el gigante, asiéndose a la copa en la que colgaban las cerezas más maduras, la inclinó hacia abajo y la dejó en manos del sastre, invitándolo a comer los ricos frutos. Pero el hombrecillo era demasiado enclenque para sujetar el árbol y, así, al soltarlo el gigante, volvió el árbol a su posición primitiva arrastrando consigo al sastrecito. Cayó éste de nuevo al suelo, sin haber sufrido daño y le dijo el gigante:

—¿Cómo? ¿No tienes fuerza para sostener este arbolillo?

—Fuerza, no me falta —replicó el sastrecillo—. ¿Vas a creer que eso significa algo, para uno que mató a siete de un solo golpe? Salté por encima de la copa del árbol, porque aquellos cazadores de allá abajo disparan contra los matorrales. ¡Salta tú, si eres capaz!

El gigante lo intentó, pero quedó colgado de las ramas, con lo que también esta vez el sastrecillo llevó la victoria. Dijo entonces el gigante:

—Puesto que eres tan valiente, vente a nuestra cueva a pasar la noche con nosotros.

El sastrecillo se declaró dispuesto y lo siguió. Al llegar a la cueva, otros varios gigantes se hallaban sentados alrededor del fuego; cada uno sostenía en la mano un carnero asado y se lo estaba comiendo. El sastrecillo dirigió una mirada en torno y pensó: «Esto es mucho más espacioso que mi taller». El gigante, indicándole una cama, lo invitó a acostarse y dormir; pero el hombrecito, encontrando el lecho demasiado grande, en vez de meterse en él se acurrucó en una esquina.

A media noche, creyendo el gigante que su compañero estaría sumido en profundo sueño, levantóse y, empuñando una enorme barra de hierro, asestó con ella un formidable golpe a la cama y volvió a acostarse tranquilamente, creyendo haber reducido a papilla a aquel saltamontes.

A la madrugada, los gigantes, sin acordarse del sastrecillo, pusiéronse en marcha hacia el bosque cuando, de pronto, lo vieron que se acercaba con aire de satisfacción y osadía. Asustáronse y, temiendo que los matase a todos, pusieron pies en polvorosa cada cual por su lado.

El sastrecillo prosiguió su camino, siempre con la nariz por delante. Tras mucho andar llegó al jardín del palacio de un Rey y, como estaba algo cansado, tumbóse a dormir sobre la hierba. Mientras dormía, se acercaron unas cuantas personas, lo examinaron de todos lados, y leyeron la inscripción:

«Siete de golpe».

—¡Dios nos valga! —exclamaron—. ¿Qué querrá de nosotros este poderoso guerrero, ahora que estamos en paz? Por las trazas, debe de ser un
famoso caballero.

Y fueron a advertir al Rey, pensando que en caso de guerra sería un hombre de mucha importancia y utilidad; era cosa de no dejarlo escapar.

Al Rey le pareció bien el consejo, y envió a uno de sus cortesanos para que, cuando despertase el sastrecillo, lo contratara a su servicio. El mensajero permaneció junto al durmiente, y cuando vio que éste se estiraba y abría los ojos, transmitió el ofrecimiento del Rey.

—Justamente he venido para eso —respondió el sastrecillo—. Estoy dispuesto a entrar al servicio del Rey.

Así, fue recibido con todos los honores y le asignaron una vivienda particular.

Pero los hombres de armas del Rey miraban con malos ojos al sastrecito; mejor hubieran deseado tenerlo a mil leguas de distancia.

—¿Qué saldrá de todo esto? —decíanse entre sí—. Si le buscamos camorra y la emprende contra nosotros, de cada mandoble derribará siete. No podremos con él —por lo cual resolvieron presentarse todos juntos al Rey a pedirle que los licenciase—. No estamos preparados —le dijeron— para luchar al lado de un hombre capaz de matar a siete de un golpe.

Al Rey le entristecía tener que renunciar a todos sus leales servidores por culpa de uno solo; ya se arrepentía de haberlo contratado, y de muy buena gana se habría deshecho de él. Pero no se atrevía a despedirlo por temor a que lo matara a él y a todos los suyos, y se apoderase del trono.

Estuvo cavilando horas y más horas y, al fin, dio con un expediente.

Mandó decir al sastrecillo que siendo, como era, un guerrero tan valeroso, le hacía una oferta. En un bosque de su reino moraban dos gigantes que causaban grandísimos daños con sus robos, asesinatos, incendios y otras tropelías. Nadie podía acercarse a ellos sin correr peligro de muerte. Si él vencía y exterminaba a los dos monstruos, recibiría a la hija del Rey por esposa y la mitad del reino como dote. Además, lo acompañarían cien soldados de caballería para ayudarle en la empresa.

«No estaría mal para un hombre como tú —pensó el sastrecillo— eso de casarse con una hermosa princesa y ser señor de la mitad del reino; es una fortuna que no pasa todos los días». Por lo cual contestó:

—Acepto. Acabaré con los gigantes. Y los cien caballeros no me hacen maldita la falta. Quien derriba siete de un golpe, con dos no tiene ni para empezar.

Salió, pues, el sastrecillo, seguido de los cien jinetes, pero al llegar a la orilla del bosque les dijo:

—Quedaos aquí; yo solo me basto para acabar con los gigantes.

E internándose en la espesura, púsose a explorar en todas direcciones. Al cabo de poco rato descubrió a los dos gigantes que, tendidos bajo un árbol, dormían roncando con tanta fuerza que hacían balancear las ramas. El sastrecillo, sin perder tiempo, llenóse de piedras los bolsillos y trepó a la copa del árbol.

Ya en ella, deslizóse por una rama para situarse exactamente encima de los durmientes, y empezó a soltar piedras, una tras otra, sobre el pecho de uno de los gigantes. Éste tardó largo rato en notarlo; pero, despertándose al fin, pegó un empujón a su compañero diciéndole:

—¿Por qué me das golpes?

—Estás soñando —respondió el otro—; yo no te toco.

Echarónse a dormir de nuevo, y el sastrecillo volvió a soltar sus piedras, esta vez sobre el segundo.

—¿Qué significa esto? —gritó el gigante—. ¿Por qué me apedreas?

—Yo no te apedreo —refunfuñó el primero.

Disputaron un rato; pero como los dos estaban cansados, cesaron en la porfía y volvieron a quedarse dormidos. Reanudó el sastrecillo el juego y, escogiendo la más grande de sus piedras, arrojóla con toda su fuerza apuntando al pecho del primer gigante.

—¡Esto ya pasa de la raya! —gritó el gigante, y saltando como un loco, arremetió contra su compañero con furia tal que, al dar éste contra el árbol, lo hizo temblar hasta la cima.

Acudió el otro a pagarle en la misma moneda y, rabiosos ambos, arrancando sendos troncos de cuajo, embistiéronse mutuamente, librando una lucha que no terminó sino con la muerte de los dos.

Entonces el sastrecillo descendió del árbol.

—¡Suerte que no se les ocurrió arrancar éste en que estaba —dijo—, pues habría tenido que saltar a otro como una ardilla! ¡Menos mal que uno es ligero!

Y, desenvainando la espada, la hundió varias veces en el pecho de los adversarios caídos, hecho lo cual fue a la entrada del bosque donde esperaban sus caballeros, y les dijo:

—La faena está hecha; los he despachado a los dos. Lo mío me ha costado, de todos modos. Se han puesto a arrancar árboles para defenderse con los troncos. Pero no hay nada que hacer con un tío como yo, que de un golpe derriba siete.

—¿Y no estáis herido? —preguntáronle los soldados.

—En buenas manos estaba el pandero —replicó el sastre—. ¡Ni un cabello de la cabeza he perdido!

Los caballeros no querían dar crédito a sus oídos, y se adentraron con él en el bosque para ver la cosa con sus propios ojos; encontraron a los dos gigantes bañados en su sangre y, a su alrededor, los árboles arrancados de cuajo.

El sastrecillo se presentó al Rey para exigirle el cumplimiento de su promesa; pero el monarca se hizo el sueco y volvió a discurrir algún medio para quitarse de encima al héroe.

—Antes de que te dé mi hija y la mitad del reino —le dijo— tienes que realizar una nueva hazaña. Corre por el bosque un unicornio que comete grandes destrozos; es preciso que lo captures.

—Temo menos a un unicornio que a los gigantes. «Siete de un golpe», ésta es mi divisa.

Proveyóse de una cuerda y un hacha y se dirigió a la selva, dejando nuevamente a sus acompañantes a la entrada del bosque. No tuvo que buscar mucho; pronto se presentó el animal, que le embistió ferozmente dispuesto a ensartarlo con su cuerno.

—¡Un poco de calma! —dijo el sastrecillo—. ¡No corramos tanto!

Y, plantándose frente a un árbol, aguardó a que la fiera llegase muy cerca; entonces, de un brinco se situó detrás del árbol. El unicornio, que venía disparado con toda su furia, clavó el cuerno en el tronco tan fuertemente que no pudo desclavarse y quedó prisionero.

—¡Ya es mío el pajarillo! —exclamó el sastre saliendo de detrás del árbol.

Y, después de atar la cuerda al cuello de la fiera, de un hachazo soltó el cuerno del tronco y condujo la fiera al Rey.

Éste no se avino todavía a otorgarle la recompensa ofrecida y le impuso un tercer trabajo. Antes de que se celebrase la boda el sastre debería cazar un jabalí que andaba suelto por el bosque y producía cuantiosos daños. Los cazadores le prestarían asistencia.

—No faltaba más —asintió el sastre—. ¡Esto es una niñería!

Los cazadores lo acompañaron hasta el bosque; pero él no les permitió seguir adelante, con gran satisfacción de los hombres que, conociendo la fiera por experiencia, no sentían el menor deseo de enfrentarse con ella.

No bien el jabalí descubrió al sastre, precipitóse contra él con la espumeante boca armada de afilados colmillos, dispuesto a derribarlo; pero el ágil hombrecillo corrió a refugiarse en una capilla que se levantaba en aquellas cercanías y, subiéndose de un salto a una ventana abierta en la pared posterior, salió afuera de nuevo.

El jabalí, que lo seguía de cerca, penetró asimismo en la capilla, y entonces nuestro hombre, dando la vuelta al edificio, cerró la puerta desde fuera, quedando aprisionada la furiosa bestia pues era demasiado pesada y torpe para poder saltar por la ventana.

El sastrecillo se apresuró a llamar a los cazadores, quienes pudieron contemplar con sus propios ojos al prisionero.

El héroe volvió a presentarse al Rey el cual, quieras que no, hubo de cumplir su promesa y darle su hija y la mitad del reino. Más le habría dolido si supiera que no se trataba de un guerrero famoso, sino de un humilde sastrecillo.

Celebróse la boda con gran solemnidad y magnificencia, y ahí tenemos a un sastre convertido en rey.

Transcurrido algún tiempo, la joven reina oyó una noche que su marido hablaba en sueños: «¡Muchacho, acábame el jubón y cose los pantalones, si no quieres que te mida la espalda con esta vara!».

Comprendiendo la princesa que su esposo era de humilde condición, acudió al día siguiente a quejarse a su padre, pidiéndole la separase de un marido que no era sino un vulgar sastre. El Rey la consoló diciéndole:

—Esta noche deja abierta la puerta del dormitorio. Mis criados aguardarán fuera y, cuando él duerma, entrarán, lo atarán y lo conducirán a un barco, que se lo llevará muy lejos.

La hija quedó con esto apaciguada; pero el escudero del Rey, que había oído la conversación y era adicto a su joven amo, corrió a prevenirlo de lo que contra él maquinaban.

—Pues les pondremos palos en las ruedas —dijo el sastrecillo.

Al llegar la noche se acostó con su mujer, como de costumbre. Cuando ella lo creyó dormido, levantóse, fue a abrir la puerta y volvióse a la cama.

El sastrecillo, que sólo simulaba estar durmiendo, púsose entonces a gritar en voz clara y audible:

—¡Muchacho, acábame el jubón y cose los pantalones o te mediré la espalda con esta vara! He matado siete de un golpe, vencido a dos gigantes, cazado un unicornio y un jabalí, ¡y ahora iba a asustarme de los que están ante la puerta!

Al oír las palabras del sastre, los hombres echaron a correr más asustados que si los persiguiese un ejército de demonios; y ya nadie más se atrevió a habérselas con él. Y de esta manera el sastrecillo siguió siendo Rey hasta el fin de sus días.

Cuento popular alemán recopilado por los hermanos Grimm

Anton Lomaev, el sastrecillo valiente
Anton Lomaev, el sastrecillo valiente
Herbert Allen Giles

Jacob Grimm (1785-1863) y Wilhelm Grimm (1786-1859), fueron dos filósofos y folcloristas alemanes.

Recopilaron y adaptaron una gran cantidad de cuentos populares en la colección Cuentos infantiles y del hogar (1812-1822).

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