Había una vez un hombre muy pobre que tenía dos vacas muy flacas. Las dos vacas eran para el pobre com
el pecho de su madre para los niños; porque no sólo le daban leche y mantequilla, también con la venta de la leche y la mantequilla consiguió unas monedas para comprar sal, y también las usaba para labrar su parcela de tierra.
Ahora bien, un día estaba arando en la linde del bosque con las dos vacas, cuando, de no se sabe dónde salió, se paró frente a él un carruaje tirado por seis caballos, y en él estaba sentado nada menos que el Rey de los Cuervos, quien se detuvo y le dijo al pobre:
—Escucha, pobre hombre. Te propongo una cosa. Véndeme esas vacas flacas, te daré un buen dinero por ellos. Pagaré el doble de su precio. Mi ejército no ha probado ni un bocado en tres días, y los soldados morirán de hambre y de sed a menos que tú los salves.
—Si es así—, dijo el pobre al Rey de los Cuervos, —si es que el ejército de vuestra Alteza no ha comido nada en tres días, no me importa la dificultad. Te dejaré las vacas, no por dinero, que Vuestra Alteza me devuelva vaca por vaca.
—Muy bien, señor pobre, que sea como dices. Te daré vaca por vaca; más aún, por dos obtendrás cuatro vacas. Para recoger el pago encuéntrame en mi reino, porque soy el Rey de los Cuervos. No tienes más que buscar en el norte el castillo negro. Seguro que lo encontrarás.
Dicho esto, el Rey de los Cuervos desapareció como si nunca hubiera estado allí, como si la tierra se lo hubiera tragado. El pobre siguió arando con las dos vacas flacas, hasta que, de repente, apareció el ejército del Rey de los Cuervos como una nube negra acercándose por el aire, con potentes graznidos, y agarrando a las dos vacas las desgarraron pedazo a pedazo. Cuando terminaron, las legiones oscuras, con tumultuosos chillidos, siguieron su camino como una nube. El pobre miró la dirección en la que volaban para saber el camino.
Con gran tristeza regresó a su casa sin sus dos vacas, se despidió de sus dos hermosos hijos y de su querida esposa, en medio de amargas lágrimas, y partió al mundo en busca del castillo negro. Viajó y viajó por cuarenta y nueve reinos, más allá del mar de Operentsia y las montañas de cristal, y más allá del lugar donde vive el pequeño cerdo de cola corta, y más allá, y aún más lejos, hasta que llegó a un gran océano de arena.
En ninguna dirección se divisaba una ciudad, una aldea o una cabaña, ningún lugar donde pudiera recostar la cabeza para descansar una noche o pedir un bocado de pan o una taza de agua. Hacía tiempo que toda comida que tenía había salido de su bolsa y ya no le quedaba ninguna reserva ¿Qué iba a hacer? ¿Cómo podría salvar su vida? ¿A dónde se podría dirigir? En aquel gran desierto iba a morir de hambre y de sed. Cada vez avanzaba más despacio, hasta que se tambaleaba como un pez aturdido, como un hombre golpeado en la cabeza. Mientras caminaba a trompicones, vio de repente el fuego de un pastor.
A cuatro patas, se arrastró hacia donde se movía la luz. Finalmente llegó allí con gran dificultad y vio que tres o cuatro hombres estaban tumbados alrededor del fuego, hirviendo kasha en una olla. Los saluda con un
—Dios les dé buenas noches.
—Dios te reciba, pobre hombre; ¿Cómo es que viajas por esta tierra extraña donde ni siquiera llegan las aves?
—Estoy buscando el castillo negro en el norte. ¿No habéis oído algo de este lugar en vuestras vidas?
—¿Como no? Por supuesto que sí. Nosotros somos los pastores de aquel rey, que con rigor y sin piedad, nos ordenó que si nos encontraba aquel hombre que le vendió las dos vacas flacas para su ejército, lo tratáramos bien con comida y bebida, y luego lo condujéramos por el camino correcto. ¿Quizás tú seas el hombre?
—Sí, soy yo.
—¿Es posible?
—Sí, yo le vendí las vacas flacas y vengo a recuperar el pago.
—En ese caso, siéntate aquí sobre la piel de oveja; come, bebe y disfruta, porque el kasha estará listo en un momento.
Como dijeron, lo hizo. El pobre se sentó junto al fuego, comió, bebió y se sació, luego se acostó y se quedó dormido. Cuando se levantó por la mañana le dieron un queso redondo y le llenaron su botella con agua, luego lo dejaron seguir su camino, mostrándole el camino correcto.
El pobre caminó y caminó por el camino correcto; y ahora, cuando tenía hambre y estaba sediento, tenía su bolso lleno y también su agua. Al anochecer volvió a ver el fuego de un pastor. Se acercó al gran fuego y vio a los pastores del Rey de los Cuervos sentados alrededor de él cocinando un guiso de carne. Les dijo:
—Dios os dé un buen día, señores pastores de caballos.
—Dios te guarde, pobre hombre—, dijo el jefe de los pastores; —¿Adónde vas por esta tierra extraña?
—Estoy buscando el castillo negro del Rey de los Cuervos. ¿Nunca has oído hablar de ello, hermano?
—¿Cómo que no? Claro que he oído hablar del castillo negro. Nosotros somos los servidores de aquel que ordenó, rigurosa y resueltamente, que si tal o cual pobre, que le vendió dos vacas flacas para su ejército, deambulara por aquí, le recibiéramos amablemente. ¿Eres tú, acaso, ese hombre?
—Claro que soy yo.
—¿Es posible?
—Sí, soy yo.
—En ese caso, siéntate aquí junto al fuego, bebe y sacia tu sed.
El pobre se sentó junto al fuego, comió, bebió y se sació. Luego, acostado sobre la piel de oveja, se quedó dormido. Cuando se levantó por la mañana, los pastores volvieron a agasajar al pobre, le desearon felicidad y, mostrándole el buen camino, le dejaron seguir sólo; pero no dejaron vacío ni su bolso ni su botella. Así el pobre siguió el camino correcto.
Pero ¿por qué repetir las palabras? Porque incluso cien palabras tienen un fin.
Basta saber que hacia la tarde llegó al terreno de los porquerizos del Rey de los Cuervos. Los saludó con un
—Dios les dé buenas noches.
—Dios te guarde—, dijo el porquerizo haciendo cuentas. —¿Cómo es que viajas por esta tierra extraña, donde ni siquiera un pájaro llega?
—Estoy buscando el castillo negro del Rey de los Cuervos. Mi señor ¿Alguna vez en tu vida escuchaste sobe el castillo negro del Rey de los Cuervos?
—¡Jaja, pobre hombre! ¿Cómo que si no he oído hablar de ello? ¿Acaso no somos los sirvientes del señor de ese castillo? ¿Pero no eres tú el pobre que vendió a Su Alteza las dos vacas flacas?
—Bueno, ¿de qué sirve retrasar o negar? Yo soy él, en verdad.
—¿De verdad?
—No soy nadie más.
—¿Pero cómo entrarás en el castillo negro, si todo está cubierto por un muro de piedra y gira incesantemente sobre la pata de un gallo dorado? Bueno, cuando lo veas, no hagas caso de eso. Aquí hay un hacha brillante. Simplemente golpea la pared con ella para que salten chispas y llegarás a la puerta, que se abrirá de golpe. Entonces salta. Pero ten cuidado; porque si resbalas y caes, ni Dios ni el hombre podrán salvarte. Una vez dentro, el Rey de los Cuervos se acercará y te recibirá amablemente. No pondrá su alma en la palma de su mano de inmediato, pero cuando Su Alteza te pregunte cuál es tu deseo, no pidas nada más que el molino de sal que está en la esquina.
Y aquí terminó la charla. Por la mañana el pobre se dirige al castillo negro. Cuando llegó allí, vio que giraba sobre una pata de gallo de oro, como un huso infernal; y en ninguna parte pudo ver ni ventana ni puerta, nada más que la pared desnuda. Tomó el hacha del porquerizo y golpeó la pared, y del hacha salieron chispas con tal estilo que no podría ser mejor. Al cabo de un rato llegó a la puerta; se abrió de golpe y saltó dentro. Si hubiera demorado un solo pestañeo, la puerta del muro de piedra lo habría aplastado, y tal como estaban las cosas, le arrancaron el borde de los pantalones.
Tan pronto como el pobre entró, vio que el castillo sólo giraba por afuera, dentro estaba todo quieto.
En ese momento el Rey de los Cuervos estaba junto a la ventana y vio al pobre hombre que venía a cobrar el precio de las vacas. Fue a su encuentro, le estrechó la mano, lo trató con ternura como a un hijo. Luego lo condujo a la cámara más hermosa y lo sentó a su lado en un lecho dorado. El pobre no vio un alma por ningún lado, aunque era mediodía, hora de comer. De repente la mesa empezó a extenderse y pronto se llenó de comida. El pobre meneó la cabeza, porque, como digo, aunque no se veía a nadie por ninguna parte, ni al cocinero ni al mozo de cocina ni al criado, ¿no estaba la mesa preparada? Seguramente fue brujería, seguramente algún arte infernal, pero no obra de un buen espíritu; tal vez el molino de sal tuvo algo que ver con eso. Pero esto no se le ocurrió al pobre hombre, aunque el molino estaba allí en un rincón.
Estuvo allí tres días, huésped del Rey de los Cuervos, quien lo recibió con todas las bondades que pudo ofrecer, para que ningún hijo de hombre pudiera levantar queja contra su Alteza. Mañana, mediodía y noche la comida del pobre aparecía en su forma adecuada, pero el asado y el vino no le gustaban; porque se le ocurrió que estando allí festejando, muy probablemente su mujer y sus hijos no tenían suficiente pan. Yo creo que le vino a la mente su familia y comenzó a estar inquieto e intranquilo.
El Rey de los Cuervos se dio cuenta de esto y le dijo:
—Bueno, hombre pobre, veo que no quieres quedarte más tiempo conmigo, porque tu corazón está en tu casa, por eso te pregunto qué deseas por los dos vacas flacas que me diste. Créeme, hermano, tú me salvaste de grandes problemas aquella vez. Si no te hubieras compadecido de mí, habría perdido todo mi ejército a causa del hambre.
—No quiero nada más—, dijo el pobre, —sino ese molino de sal que está allí en la esquina.
—Oh, pobre hombre, ¿has perdido el juicio? Dime, ¿qué bien podrías sacar del molino?
—No se, podría moler maíz o un poco de trigo de vez en cuando. Si no lo hiciera yo, alguien más podría hacerlo, así habría algo que llevar a la cocina.
—Pide algo más; Pregunta por todo el ganado que al venir acá viste.
—¿Qué debo hacer con semejante cantidad de ganado? Si los llevara a casa, la gente pensaría mal de mí; Además, no tengo ni establo ni pasto.
—Pero te daré dinero. ¿Cuánto deseas? ¿Estarías contento con tres bolsas?
—¿Qué podría hacer con semejante cantidad de dinero? Mi mal sino lo utilizaría para matarme. La gente pensaría que robé las monedas o que asesiné a algún hombre por ellas. Además, podrían detenerme con el dinero en el camino a casa.
—Pero te daré un soldado como guardia.
—¿De qué sirve uno de los soldados su Alteza? — preguntó el pobre sonriendo; —Creo que una gallina lo ahuyentaría.
—¡Qué! ¿Uno de mis soldados?
Aquí el Rey de los Cuervos hizo sonar un pequeño silbido. En seguida apareció un cuervo que se sacudió y se convirtió en un joven tan valiente que no sólo lo parecía, sino que lo era.
—Ese es el tipo de soldados que tengo—; dijo el rey y ordenó al joven que saliera de la habitación. El soldado se sacudió, se convirtió en un cuervo y se fue volando.
—Me da igual qué clase de soldados tenga Su Alteza. Vuestra majestad prometió darme lo que quisiera y no pido más que el molino de sal.
—No lo daré. Pide todos mis rebaños, pero no eso.
—No necesito rebaños; Lo único que quiero es el molino.
—Pues, hombre, tres veces te he rechazado, y tres veces me has pedido el molino. Ahora, quiera o no, debo darlo. Pero debes saber que no puedes moler maíz ni trigo en el molino, porque tiene otra virtud: este molino hace que se cumplan todos los deseos. Aquí está, tómalo, aunque mi corazón sangre después de dártelo. Hiciste una buena acción por mi; por tanto, que sea tuyo.
El pobre se puso el molino a la espalda, se despidió del Rey de los Cuervos, le agradeció su hospitalidad y caminó penosamente hasta su casa. En el camino de regreso entretuvo a los porquerizos, a los pastores de caballos y a los pastores de vacas. Todo lo que hizo fue decir: “Muele, mi querido molino”, y el alimento que era querido a la vista, a la boca y al sabor apareció por sí solo; y si decía: “Levántate, mi querido molino”, toda la comida era como si la tierra se la hubiera tragado: desaparecía. Luego se despidió de los buenos pastores y continuó su camino.
Mientras viajaba y viajaba, llegó a un gran bosque salvaje; y teniendo hambre, dijo: “Muele, mi querido molino”. Inmediatamente se dispuso la mesa, no para una, sino para dos personas. El molino supo en seguida que el pobre tendría un invitado; en ese momento, viniera de donde viniera, apareció un hombre grande y gordo, que sin decir palabra, tomó asiento en la mesa. Cuando hubieron gozado de la bendición de Dios, el gran hombre gordo habló y dijo:
—Escucha, pobre hombre. Dame ese molino para este garrote nudoso; porque si tu molino tiene el poder de realizar todos tus deseos, mi garrote nudoso tiene este poder, que no tienes más que decir: ‘Golpea, mi garrote’, y el hombre que tienes en mente será pasto de la Muerte.
¿Qué debía hacer el pobre? Pensando que si no se lo daba por su libre albedrío el gordo se lo llevaría a la fuerza, cambió el molino por la maza nudosa; pero cuando lo tuvo en la mano, dijo en voz baja, porque estaba ordenando el garrote nudoso: «Golpea, mi querido garrote». Y golpeó de tal manera al hombre gordo detrás de las orejas que no emitió ningún sonido; no movió el dedo meñique. Entonces el pobre continuó tranquilamente su camino de regreso a casa; y cuando pasaron siete años pudo decir: “¡Aquí estamos!”
Su esposa, que lloraba junto al hogar, lamentándose por su querido señor perdido y las dos vacas flacas, apenas conocía al pobre hombre, pero aun así lo reconoció. Sus dos hijos habían crecido y se les habían quedado pequeñas las ropas largas. Cuando el pobre puso el pie en su propia casa, colocó el molino en el rincón de la chimenea, se desató el manto del cuello, lo colgó de un clavo, y sólo entonces lo reconocieron.
—Bueno, padre—, dijo su esposa, —por fin has regresado. Dios sabe que es hora. Nunca esperé volver a verte; pero ¿qué conseguiste para Bimbo y Csako?
—Este molino—, respondió el hombre.
—Si ese es el caso, tu trabajo está acabado—, gritó la mujer; —¡Más hubiera valido que te hubieses quedado en casa estos siete años y hubieras trabajado aquí, que haber arrastrado ese molino inútil desde una tierra tan lejana!
—Oh, mi dulce esposa, algo es mejor que nada. Si no tenemos grano que moler para nosotros mismos, podemos molerlo para otras personas, si no hay ríos, al menos habrá lluvia. La vida proveerá.
—¡Que un cáncer se coma tu molino! No tengo nada que meterme los dientes y aún así…
—Bueno, mi dulce esposa, si no tienes nada que meterte entre los dientes, pronto lo tendrás. «Muele, mi querido molino”.
Al oír estas palabras, apareció en la mesa del pobre tanta comida y bebida que la mitad hubiera sido suficiente. Sólo entonces la mujer se arrepintió de haber hecho ruido con su lengua. Pero una mujer es una mujer, es mejor dejarla hablar que mandarla callar.
El pobre, su esposa y sus dos hijos se sentaron a la mesa, mirando la comida como un ejército de langostas. Comieron y bebieron hasta hartarse. Ya sea por vino o por alguna otra causa, a los dos hijos les surgió el deseo de bailar; y saltaban y bailaban, así que era un puro placer mirarlos.
—Oh—, dijo el mayor, —¡si tuviéramos un gitano!
En ese momento, una banda de gitanos junto a la chimenea empezó a tocar su música, y tocó tales melodías que el pobre también quiso bailar, e hizo girar a su esposa de tal manera que no se podía pedir nada mejor. Los vecinos no sabían qué pensar del asunto. ¿Cómo era que sonaba la música en la casa del pobre?
—¿Qué es esto?— se decían unos a otros, acercándose más y más, hasta llegar a la puerta y a las ventanas. Sólo entonces vieron que una banda de gitanos tocaba música, y que el anciano, su mujer y sus dos hijos bailaban, mientras la mesa se inclinaba bajo cargas de rica comida y bebida.
—¡Entra prima! ¡entra amigo! ¡Entra cuñado, trae a tu esposa! ¡Entra hermano! — y las invitaciones del pobre no tuvieron fin. Los invitados se reunían sin cesar y la mesa seguía servida.
—Dios mío—, dijo el pobre, —lástima que mi casa no sea más grande; porque todos estos invitados apenas podían encontrar lugar en un palacio—. Al oír estas palabras, en lugar de la cabaña del pobre apareció un palacio tan magnífico, con doce habitaciones seguidas, que ni el propio rey tenía nada parecido.
Una multitud de gente importante con el rey en medio de ellos estaban paseando justo en ese momento.
—¿Qué es esto? ¿Qué es esto?— se preguntaron unos a otros. —Aquí siempre ha habido una cabaña de pobres, ahora hay un palacio real y, además, suena música y los gitanos tocan el violín. Vayamos a echar un vistazo.
El rey iba delante, y detrás de él todos los grandes personajes: condes, duques, barones, etc. Salió el pobre y recibió muy amablemente al rey con los grandes personajes, y los condujo a todos a la cabecera de la mesa, que era su lugar apropiado. Comieron, bebieron y se divirtieron, de modo que fue como una pequeña boda.
Mientras se divertían de lo mejor, llegó al rey una gran carta sellada. Cuando lo hubo leído, se puso amarillo y azul, porque en él estaba escrito que el turco-tártaro se acercaba a su reino con un gran ejército, destruyéndolo todo a fuego y espada, y no perdonaba las propiedades de los inocentes que lloraban, y a todos los ponía a punta de espada; que la tierra está bebiendo su sangre; y la carne de sus súbditos era devorada por los perros.
De una gran alegría surgió una gran tristeza.
Entonces el pobre se puso de pie y preguntó al rey:
—Si no es ninguna ofensa, ¿puedo hacerle una pregunta?
—¿Qué puede ser, pobre hombre?
—¿Podría Su Alteza decirme el contenido de esa gran carta que acaba de recibir?
—¿Por qué preguntar, pobre hombre? No podrás arreglar el asunto.
—¿Pero si puedo?
—Bueno, entonces sepan, y que todo el reino lo sepa, que los turco-tártaros se dirigen a nuestro país con un gran ejército, con intenciones crueles; que no perdona los bienes de los inocentes que lloran, los pasa a espada, de modo que la tierra bebe su sangre y su carne es devorada por los perros.
—¿Y cuál será la recompensa del que expulse al enemigo del país?— preguntó el pobre.
—En verdad—, dijo el rey, —le esperan una gran recompensa y un honor; porque si tuviera dos hijos, yo les daría mis dos hijas en matrimonio, con la mitad del reino. Después de mi muerte heredarían todo el reino.
—Bueno, yo sólo expulsaré al enemigo.
Pero el rey no puso mucha confianza en la promesa del pobre. Juntó apresuradamente a todos sus soldados y marchó con ellos contra el enemigo. Los dos ejércitos se miraban con ojos de lobo, cuando el pobre pasó entre los campamentos y ordenó al garrote: “Golpea, querido garrote”. Y el garrote golpeó al ejército turco-tártaro de modo que sólo quedó un hombre para llevar la noticia a casa.
El pobre obtuvo la mitad del reino y las dos bellas princesas, a las que casó con sus dos robustos hijos, celebraron una boda de la se que habló por los siete mundos; y estarán ahora vivos ahora si no están muertos.
Cuento popular húngaro recopilado por Jeremiah Curtin
Jeremiah Curtin (1835-1891), fue un etnógrafo, folclorista y traductor estadounidense.