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El Árbol de las Tres Manzanas de Oro

Amor
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Criaturas fantásticas
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Este era un viejo rey, muy rico y poderoso, que gobernaba un extenso país lleno de recursos y muy poblado.

Este rey tenía tres hijos, hermosos, fuertes y valientes, queridos de todo el pueblo y mucho más de sus padres, a quienes respetaban y amaban con idolatría.

El rey y su familia moraban en un suntuoso palacio, a cuyos pies se extendía un huerto plantado de toda clase de árboles frutales de las especies más escogidas y variadas; pero su principal ornamento era un enorme y bellísimo manzano, cuya copa descollaba sobre todos y se divisaba desde muy lejos.

Su tronco de plata y sus hojas de bronce eran la admiración de cuantos lo veían.

Una antigua leyenda ligaba su existencia a la suerte del reino.

Este árbol prodigioso daba todos los años tres manzanas de oro, que maduraban sucesivamente en las tres primeras noches del mes de enero; pero desde hacía tres años, alguien se introducía en el huerto y se las robaba en el momento preciso en que entraban en sazón sin que hubiese sido posible atrapar, y ni siquiera ver, al miserable que las substraía, a pesar de las infinitas precauciones que se tomaban para impedir su entrada, y de que una numerosa guardia, armada hasta los dientes, se establecía aquellas tres noches alrededor del árbol. Poco antes de las doce un sueño irresistible se apoderaba de todos y no despertaban hasta el día siguiente, cuando ya la fruta había desaparecido.

El rey se sentía sumamente afligido con esta desgracia, que lo era, y muy grande, pues, como se ha dicho, la suerte del reino dependía del manzano maravilloso.

Una vez, en el último día del año, que el rey se hallaba rodeado de sus hijos y de todos los grandes de la corte, dijo:

—Mañana a media noche madurará la primera manzana de oro, y por cuarta vez vendrá el misterioso ladrón y se la robará. ¿No hay entre todos ustedes un valiente que estorbe su entrada?

Se acercó al trono el hijo mayor del rey e hincando una rodilla ante su anciano padre, habló de esta manera:

—Mi señor y padre, yo me propongo esperar a nuestro enemigo y no dejarme dominar por el sueño, y por fuerte que sea, vencerlo y arrastrarlo encadenado a vuestras plantas.

—Anda, hijo —contestó el rey— y quiera Dios que te vaya bien en la empresa.

Se retiró el príncipe a sus habitaciones, y aunque no eran más de las 2 de la tarde, se echó a dormir, a fin de no tener sueño en la noche. Como a las 11 despertó, y armándose de poderosas armas, se dirigió al huerto y se sentó al pie del manzano a esperar la llegada del ladrón.

Al dar la campana del reloj del palacio el primer golpe de las 12, se iluminó el huerto con una luz tan viva que el príncipe, como herido por un rayo, perdió la vista y cayó desvanecido en tierra.

Al día siguiente lo encontraron tendido, como muerto, y en el árbol sólo vieron dos manzanas de oro: una había sido robada.
En el consejo que se celebró ese día, se comentó el hecho en medio de gritos de venganza; pero nadie, sino el segundo de los hijos del rey, se ofreció para velar esa noche y hacer un escarmiento en el desconocido personaje que se había propuesto
acabar con la tranquilidad del reino.

Pero el hombre propone y Dios dispone, y las cosas no resultaron según los deseos del príncipe. Los hechos se repitieron en igual forma que en la noche anterior, y en la mañana siguiente encontraron al príncipe tendido en el suelo, sin conocimiento y sin vista. En el árbol no quedaba sino una manzana.

La consternación más profunda se pintaba en todos los rostros. En el consejo nadie se atrevía a hablar; parecía que todos habían perdido el uso de la palabra.

Pero he aquí que el tercero de los príncipes, jovencito, imberbe, de unos 18 años, se adelantó hasta el trono, y prosternándose ante su padre, se expresó del siguiente modo:

—Señor y padre amado, me aflige veros triste y contemplar a mis hermanos en el miserable estado en que han quedado; me aflige ver al pueblo sobrecogido de espanto y a todos sin ánimo ni valor para nada. Yo deseo acabar con este estado de cosas; quiero que la paz vuelva a todos, y espero que Dios dará fuerzas suficientes a mi brazo para vencer al enemigo común y volver a todos la tranquilidad. Dadme vuestra bendición, bendecid también mis armas, y que Dios me ayude.

Con los ojos inundados de lágrimas, bendijo el rey al príncipe y bendijo asimismo las armas que éste depositó a sus pies. En seguida, el príncipe, pidiendo permiso al rey para retirarse, salió de la sala con paso tranquilo, se dirigió a sus habitaciones, en
donde estuvo orando hasta cerca de las 12, hora en que, armado nada más que de su arco y de una flecha (las armas que su padre había bendecido), se dirigió al huerto con la confianza de que había de vencer.

Poco después sintió un ruido, como el de una gran ave que volara a corta distancia, y al dar el reloj la primera campanada de las 12, el huerto se iluminó con una luz vivísima. Pero el príncipe, en vez de mirar inmediatamente hacia el árbol de las manzanas de oro, como lo habían hecho sus hermanos, se prosternó humildemente y, sólo después de invocar el nombre de Dios y pedirle su ayuda, tomó el arco y colocó la flecha en la cuerda. Al resplandor de la luz, que se había dulcificado notablemente, pudo ver el príncipe un águila enorme, con las plumas de oro, que tenía sobre sus hombros a una hermosísima princesa sujeta de la cintura con una cadena de oro, cuyo extremo apretaba el águila fuertemente con una de sus patas, mientras con la otra trataba de agarrar la única manzana que quedaba. En el preciso momento que el ave la cogía, el príncipe lanzó la flecha c hirió la pata con que el ave acababa de tomar la manzana.

El águila lanzó un grito de dolor, soltó la manzana, que el príncipe se apresuró a levantar, y huyó. Pero antes la princesa arrancó al ave una pluma de oro y lanzándosela al joven, le gritó:

—Guárdala, que ella te servirá para encontrarme.

Cuando el príncipe volvió al palacio con sus trofeos, fue recibido con los mayores transportes de alegría. El rey no cabía en sí de gozo, pues como todos los demás, temía que al príncipe le hubiese sucedido la misma desgracia que tan cruelmente
había herido a sus hermanos.

Una vez que el joven terminó de referir la aventura, manifestó a sus padres que tenía deseos de ir a la conquista de la hermosa princesa, y de matar al águila para librar el reino de las desgracias que este monstruo pudiera causarle.

El rey le dio permiso para tentar esta nueva empresa; y el joven, que tenía prisa de partir, pues el recuerdo de la princesa le había medio trastornado, arregló en un momento sus prevenciones de viaje, y sin acompañarse de nadie, se lanzó por el
primer camino que halló a su paso.

Así marchó al azar días y días, preguntando en todas partes si sabían en dónde se encontraría el águila de las plumas de oro; pero nadie le daba noticias.

Un día que iba muy triste y pensativo, porque el tiempo pasaba y pasaba sin adelantar en sus diligencias, fue de pronto sacado de su meditación por la algazara que formaban unos cuantos niños dentro de una zanja abierta a orillas del camino. Se acercó a ver qué motivaba la bulla y vio que los chicos ortigaban a una gran rana que tenían en el suelo tendida de espaldas, El príncipe les increpó su crueldad, les castigó suavemente y les obligó a retirarse. En seguida tomó la rana y la ocultó a alguna distancia entre la yerba a fin de que, si los niños volvían, no la encontraran.

Anduvo todavía varios días, siguiendo caminos y cruzando bosques en que no encontraba a nadie, hasta que por fin llegó a una choza que se levantaba a orillas de un arroyo. En la puerta estaba sentada una viejecita de aspecto agradable, que tomaba tranquilamente su mate, que ella misma se cebaba. El príncipe la saludó afablemente y le preguntó si podría decirle en dónde encontraría al águila de las plumas de oro y a la princesa que tenía prisionera. La viejecita le contestó que seguramente podría darle algunas noticias que le interesarían, pero que era bueno que bajase del caballo para que se sirviera un matecito y descansara. El príncipe accedió a los deseos de la anciana, quien le cebó su buen mate con hojas de cedrón y cáscaras de naranjas, y después lo condujo a una pieza en que había una excelente cama, que el príncipe, que no había reposado en lecho desde que había salido de palacio, encontró más blanda y agradable que la que tenía en sus habitaciones.

Durmió el príncipe como un ángel de Dios, y al día siguiente se levantó reconfortado y alegre y con mayores deseos de continuar la aventura. Agradeció a la viejecita sus servicios, la obsequió con algunas de las provisiones que llevaba y le rogó que le diese las noticias que le había ofrecido. La anciana le dijo:

—Joven príncipe, tú has sido bueno conmigo, tienes un corazón bondadoso, pues te apiadas de la desgracia ajena, y yo quiero pagar la deuda que contigo tengo contraída, en cuanto mi poder alcance, y premiar tu virtud.

El príncipe no comprendió lo que la buena mujer le decía, y pensando que tal vez se refería a las provisiones que le había obsequiado, le dijo:

—¡Señora!, si el alojamiento que usted me ha ofrecido y la buena noche que he pasado en su casa valen cien veces más que los pobres víveres que le he dejado; de manera que yo soy siempre su deudor.

—No es esa mi deuda. ¿Te acuerdas, príncipe, de aquella rana que ortigaban unos niños dentro de una zanja y a quien tú salvaste? Pues aquella rana soy yo, que a estas horas habría perecido a manos de aquellos malvados muchachos si tú no me quitas de su poder. Yo soy agradecida y pagaré mi deuda de la mejor manera posible. En un palacio muy distante de aquí vive un gigante hechicero, muy malvado, y mi enemigo.

Él es quien tiene prisionera a la princesa que buscas y él también, el que, convertido en águila con las plumas de oro, va todos lo años a robar al huerto de tu padre las manzanas del árbol maravilloso. Esas manzanas son las que mantienen su poder, y como en su última correría sólo alcanzó a robar dos, su poder no durará sino los ocho primeros meses de este año; además, la pluma que le arrancó la princesa ha disminuido su fuerza, que también se ha aminorado un poco con la herida que tú le causaste en una pata y que lo ha dejado cojo. Si tú quieres esperar que se cumplan los ocho meses, no te costará más trabajo conquistar a la princesa que vencer al gigante en lucha ordinaria, de hombre a hombre, con la seguridad de que, con los medios que yo te proporcione, saldrás vencedor; pero, si desde luego quieres rescatar a la prisionera y matar al enemigo de tu patria, tendrás que correr muchos y grandes peligros, a pesar de las fuerzas que ha perdido el gigante, pues su poder siempre es mucho y está rodeado de feroces auxiliares.

—Prefiero correr los peligros —dijo el príncipe— y dar fin de una vez a esta empresa, aunque perezca en la contienda.

—No perecerás, pero tendrás que pasar grandes fatigas. Sigue el camino que principia aquí, al frente de mi choza, y después de tres días de marcha llegarás a casa de una bruja tuerta, más mala que la hiel y comadre muy querida del gigante: ésta es
la primera avanzada que tienes que vencer. Cuando llegues, la encontrarás sentada a la puerta, con la espalda vuelta al camino; te acercarás a ella, procurando que no te sienta y cuando llegues a donde está, trata de meterle en el ojo derecho la pluma de oro que te lanzó la princesa, y quedará ciega; entonces te apoderas de un hacha que guarda detrás de la puerta y que te servirá para vencer a las fieras que custodian el palacio del gigante, para pelear con este mismo y derrotarlo y para cortar las cadenas con que está aprisionada la princesa. Tomarás también una redoma que la bruja tiene en una mesa de arrimo que hay en la primera pieza de la derecha; el agua que contiene es de virtud, y para aprovecharla introducirás en ella la pluma de oro y te lavarás las quemaduras y heridas que te produzcan los monstruos guardianes del palacio. De la misma manera curarás, cuando vuelvas a palacio, la ceguera de tus hermanos. Si alguna desgracia imprevista te sucede, acuérdate de mí y correré en tu auxilio. Ahora anda, y que Dios te ayude.

Partió el príncipe todo alborozado y a los tres días de casi un continuo andar, el caballo se detuvo a corta distancia de la puerta de una modesta casa, en la cual había un mujer sentada en un piso, con la espalda vuelta al camino. Se bajó el príncipe de su caballo y andando muy quedito, en la punta de los pies, se acercó a la mujer y le metió la pluma de oro en uno de sus ojos; pero por desgracia se equivocó, pues en vez de introducirla en el derecho, que era el sano, se la metió en el izquierdo, que era el tuerto. La mujer, al sentirse herida, entró a la casa y volvió rápidamente trayendo un poco de agua de la redoma con la que roció al príncipe, diciendo al mismo tiempo:

“Vuélvete quiltro”. Y el príncipe se convirtió al punto en un perrillo sucio y despreciable. La mujer tomó incontinenti un garrote y le propinó una de las palizas más famosas de que haya memoria.

El príncipe huyó al interior de la casa con la cola entre las piernas aullando lastimosamente.

¡Cómo se lamentaba el pobre de su error! ¡Ya todo está perdido! ¡Adiós, princesa, padres y hermanos!

Pero de repente se acordó de la última recomendación de la viejecita y se puso a decir muy bajito, para que no lo oyeran: “¡Ranita, ranita, acuérdate de este pobre príncipe!” Y casi al mismo instante que terminaba estas palabras, vio a su lado a la
rana. Dio la rana un salto y díjole al oído: “No tengas cuidado, esperemos que la bruja duerma y entonces pagará las hechas y por hacer”.

Pasadas unas dos o tres horas, se acercaron a la puerta de la pieza en que la bruja dormía y sintieron que roncaba ruidosamente. Entonces la rana se convirtió en la viejecita que había conocido el príncipe tres días antes y diciendo unas palabras ininteligibles, el príncipe dejó de ser perro y tomó su forma natural. La pluma de oro sirvió para abrir la puerta del dormitorio de la bruja, sin que hiciera ruido; y entonces tomando el príncipe el hacha que estaba tras de la puerta asestó a la bruja tal golpe en el cuello que le separó la cabeza de los hombros.

La viejecita tomó la redoma y le dijo al príncipe que ella lo acompañaría para que no le sucediera otra nueva desgracia. Abandonaron la casa, y a la luz de la luna vio el príncipe dos caballos, el de él, en que montó, y otro más, en que subió la viejecita.

Emprendieron la marcha y cuando ya era de día divisó el príncipe, muy lejos, muy lejos, en la cumbre de una alta montaña, una especie de castillo. La viejecita le dijo: “Este es el palacio del gigante, a quien venceremos con la ayuda de Dios”.

Siguieron avanzando, y cuando ya estaban como a una legua de distancia del palacio, llegó hasta ellos un ruido ensordecedor de maullidos, ladridos y rugidos espantosos, como si miles de fieras lanzaran a un tiempo sus gritos amenazadores.

Cualquiera habría retrocedido lleno de pavor, pero nuestros viajeros siguieron impertérritos su camino.

Media legua más habrían andado los caballos cuando un impedimento bastante serio los detuvo por un instante: las fieras no se contentaban ya con sus gritos, sino que al mismo tiempo lanzaban por hocico y narices gruesos chorros de fuego líquido que llegaban hasta nuestros caminantes y casi los abrasaban. Pero la pluma de oro empapada en el agua de la redoma se portó a las mil maravillas, pues, no sólo les curó como por ensalmo las llagas que el fuego les había producido, sino que además los inmunizó para recibir nuevas quemaduras.

Entonces pudieron avanzar sin cuidado; pero antes de llegar hasta la puerta del palacio tenían que atravesar una larga extensión de terreno ocupada por una multitud de leones, tigres, serpientes, demonios y otras fieras y monstruos servidores del gigante, que estaban dispuestos a despedazara los dos intrusos o dejarse destrozar por ellos antes que permitir llegaran hasta su amo.

Pero el príncipe, armado del hacha encontrada en la pieza de la bruja, y la viejecita, blandiendo la pluma de oro impregnada con agua de la redoma, pudieron derrotar, aunque con algún trabajo y sacando algunas heridas, a sus poderosos enemigos, que quedaron tendidos en el campo, sin vida.

Helos ahora en presencia del gigante, el cual, al verlos acercarse, levantó su pesada muleta de hierro, capaz, no de matar a un solo cristiano, sino de concluir con un numeroso ejército.

El príncipe se adelantaba hacia él sin temor, y una vez que el gigante lo tuvo a su alcance, dejó caer la muleta con tal fuerza que más de la mitad de ella penetró en la tierra. El príncipe, en cuanto notó el movimiento del gigante, esquivó el cuerpo y
alzando su hacha la descargó sobre la pierna sana de su enemigo, que cortó como si fuera de queso. El monstruo, no pudiendo mantenerse en pie, cayó cuan largo era, y el príncipe, corriendo apresuradamente, de un hachazo le cortó la cabeza a cercén.

La liberación de la princesa fue cosa de un momento; con un suave golpe del hacha se cortó la cadena de oro que la aprisionaba y pudo arrojarse en los brazos de su libertador.

En carros y caballos que había en el mismo palacio cargó el príncipe todas las riquezas que encontró, e inmediatamente se pusieron todos en camino para el reino de su padre. Por medio del arte de la viejecita, que tan buenos servicios le había prestado, en pocas horas llegaron a la entrada de la capital. Allí la viejecita se despidió del príncipe y de la princesa y, después de aconsejarles que fueran siempre buenos y virtuosos, único modo de obtener la felicidad, desapareció de su vista. La viejecita era la Virgen.

El príncipe fue acogido por todos en medio de la mayor alegría y proclamado salvador de la patria. Sus hermanos recobraron la vista sirviéndose de la pluma de oro y del agua de la redoma.

El matrimonio del joven príncipe y de la princesa fue uno de los acontecimientos más celebrados. Se hicieron grandes fiestas para el pueblo, que se divirtió alegremente, y yo me encontré en ellas y bebí mucho y comí más que un sabañón.

Cuento popular chileno recopilado por Carmen Bravo-Villasante

Carmen Bravo-Villasante

Carmen Bravo-Villasante (1918 – 1994), fue filóloga, folclorista y traductora española.

Fue pionera en el estudio universitario de la literatura infantil.

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