En un país cálido, muy lejano, donde los bosques son muy espesos y oscuros y los ríos muy rápidos e impetuosos, vivió una vez un extraño par de amigos. Ahora bien, uno de ellos era un gran conejo blanco llamado Isuro y el otro era un babuino alto llamado Gudu. Sentían tanto afecto el uno por el otro que rara vez se les veía separados.
Un día, cuando el sol calentaba más que de costumbre, el conejo despertó de su siesta del mediodía y vio a Gudu, el babuino, de pie junto a él.
—Levántate —dijo Gudu—; voy de cortejo y tienes que venir conmigo, así que pon un poco de comida en un saco y cuélgalo alrededor de tu cuello, porque tal vez no encontremos nada para comer en un largo rato.
Entonces, el conejo se frotó los ojos y reunió varias cosas verdes y frescas que sacó debajo de los arbustos, y hecho esto le dijo a Gudu que estaba listo para el viaje.
Caminaron muy contentos cierta distancia, y al fin llegaron a un río con rocas esparcidas aquí y allá.
—Nunca podremos saltar esos espacios tan separados si vamos cargados con la comida —dijo Gudu—; tenemos que tirarla al río si no queremos caer nosotros.
Y agachándose, sin ser visto por Isuro, que iba delante de él, Gudu cogió una gran piedra y la tiró en el agua con un fuerte chapaleo.
—Es tu turno ahora —gritó a Isuro.
Y con un profundo suspiro, el conejo desató su saco de comida que cayó al río.
Al otro lado, el camino se adentraba en una avenida de árboles y, antes de que hubieran avanzado mucho, Gudu abrió el saco que llevaba escondido entre su pelambre, alrededor del cuello, y comenzó a comer un fruto de aspecto delicioso.
—¿De dónde sacaste eso? —preguntó Isuro con envidia.
—Oh, descubrí que después de todo podía cruzar por las rocas con bastante facilidad, por lo que pensé que sería una pena no conservar mi saco —respondió Gudu.
—Bueno, como me engañaste para que tirara la mía, ahora deberías compartir conmigo —dijo Isuro.
Pero Gudu fingió no escucharlo y avanzó a grandes zancadas por el camino.
Poco después entraron en un bosque, y justo enfrente de ellos vieron un árbol tan cargado de fruta que sus ramas barrían el suelo. Algunos de las frutas todavía estaban verdes, y otras amarillas. El conejo saltó hacia adelante con alegría, porque tenía mucha hambre; pero Gudu le dijo:
—Corta la fruta verde, verás que es, por mucho, la mejor.
Te voy a dejar todo a ti, porque no has comido, y yo me quedaré con la amarilla.
Así que el conejo tomó una de las naranjas verdes y empezó a morderla, pero su cáscara era tan dura que apenas podía hincarle el diente.
—Su sabor no es nada agradable —gritó haciendo una mueca—, preferiría comer una de las amarillas.
—¡No, no! En verdad no podría permitirlo —respondió Gudu—. Sólo te harían daño. Confórmate con la fruta verde.
Y como era todo lo que podía obtener, Isuro se vio obligado a aceptarlas.
Después de que esto ocurriera dos o tres veces, Isuro por fin abrió los ojos y decidió que sin importar lo que Gudu le dijera, iba a hacer exactamente lo contrario. Sin embargo, para entonces ya habían llegado a la aldea donde vivía la futura esposa de Gudu y, cuando iban entrando, Gudu le señaló unos matorrales y le dijo a Isuro:
—Siempre que esté comiendo y me escuches gritar que mi comida me está quemando, corre tan rápido como puedas y recoge algunas de esas hojas para que sanen mi boca.
Al conejo le hubiera gustado preguntarle por qué comía alimentos que sabía que le iban a quemar, pero le dio miedo y se limitó a asentir en respuesta; pero cuando habían caminado un poco más le dijo a Gudu:
—He dejado caer mi aguja; espera aquí un momento mientras voy a buscarla.
—Apúrate, entonces —respondió Gudu, subiéndose a un árbol.
Y el conejo se apresuró a regresar a los arbustos, y reunió una cierta cantidad de las hojas que escondió entre su pelaje. “Así”, pensó, “si las recojo ahora me ahorraré la molestia de una caminata más tarde”.
Una vez que arrancó todas las que quería regresó con Gudu, y siguieron su camino. El sol casi se había puesto cuando llegaron al final de su viaje y como estaban muy cansados se acomodaron de buena gana junto a un pozo. Entonces la prometida de Gudu, que lo había estado esperando, trajo una jarra con agua que derramó sobre ellos para quitarles el polvo del camino, así como dos porciones de comida. Pero una vez más las esperanzas del conejo cayeron por tierra, pues Gudu dijo apresuradamente:
—La costumbre de la aldea te prohíbe comer hasta que yo haya terminado.
Isuro no sabía que Gudu estaba mintiendo, y que sólo quería más comida, así que se quedó mirando hambriento, esperando hasta que su amigo estuvo satisfecho.
Poco después Gudu gritó en voz alta:
—¡Me quemo! ¡Me quemo! —aunque para nada se estaba quemando.
Ahora bien, a pesar de que Isuro tenía las hojas con él, de último momento no se atrevió a sacarlas, por temor a que el babuino se diera cuenta de que se había quedado atrás.
Así que se alejó por un rato, y luego regresó saltando con gran prisa. Sin embargo, aunque fue muy rápido, Gudu fue más veloz aún, y no quedaba nada más que algunas gotas de agua.
—Qué mala suerte tienes —dijo Gudu, arrebatándole las hojas—; tan pronto como te fuiste, llegó muchísima gente, se lavaron las manos y, como ves, se comieron tu porción.
Aunque Isuro sabía que no debía creerle no dijo nada y se fue a la cama más hambriento que nunca en su vida.
Temprano a la mañana siguiente se dirigieron hacia otra aldea, y en el camino pasaron un gran huerto, donde la gente estaba muy ocupada juntando cacahuates.
—Por fin podrás tener un buen desayuno —dijo Gudu, señalando un montón de cáscaras vacías, sin dudar por un segundo que Isuro tomaría mansamente la porción que le mostraba, y le dejaría los cacahuates a él; pero, cuál no sería su sorpresa cuando Isuro respondió:
—Gracias, pero creo que preferiría éstos.
Y volviéndose a los granos, no se detuvo hasta que no quedó uno solo. Y lo peor de todo fue que, con tanta gente alrededor, Gudu no pudo quitarle los cacahuates.
Era de noche cuando llegaron a la aldea donde vivía la madre de la prometida de Gudu, que les sirvió carne y potaje.
—Creo que me dijiste que te gustaba el potaje —dijo Gudu.
Pero Isuro respondió:
—Me estás confundiendo con alguien más, porque yo siempre como carne cuando la puedo conseguir.
Y de nuevo Gudu se vio obligado a contentarse con el potaje, que detestaba.
Sin embargo, mientras se lo comía, una idea cruzó repentinamente por su mente y se las arregló para volcar una gran olla de agua que colgaba frente al fuego, apagándolo por completo.
“Ahora”, se dijo la astuta criatura, “¡podré robar su carne en la oscuridad!” Pero el conejo se había vuelto tan astuto como él, y parado en un rincón escondió la carne detrás de él, de modo que el babuino no pudo encontrarla.
—¡Oh Gudu! —exclamó, riendo a carcajadas—, eres tú quien me ha enseñado a ser astuto.
Y llamando a la gente de la casa les pidió que encendieran el fuego, pues Gudu dormiría a un lado, mientras que él pasaría la noche con unos amigos en otra choza.
Aún estaba bastante oscuro cuando Isuro oyó que le llamaban en voz baja y, al abrir los ojos, vio que Gudu estaba de pie junto a él. Poniendo su dedo en la nariz, en señal de silencio, le hizo señas a Isuro para que se levantara y lo siguiera, y no fue hasta que estuvieron a cierta distancia de la cabaña que Gudu habló:
—Tengo hambre y quiero comer algo mejor que ese horrible potaje que tuve que cenar, así que voy a matar a una de estas cabras, y como eres un buen cocinero deberás hervir la carne para mí.
El conejo asintió, y Gudu desapareció detrás de una roca, pero pronto regresó arrastrando a la cabra muerta. Entonces los dos se dieron a la tarea de desollarla. Después rellenaron la piel con hojas secas, de modo que nadie hubiera podido adivinar que estaba muerta, y la pararon en medio de unos matorrales.
Mientras Gudu hacía esto, Isuro recogió varas para hacer fuego, y cuando lo encendió, Gudu corrió a otra choza para robar una olla que llenó con agua del río y clavando dos ramas en el suelo, pusieron la carne dentro y la colgaron sobre el fuego.
—No estará lista para comer en al menos dos horas — dijo Gudu—, por lo que tenemos tiempo para una siesta.
Diciendo esto se tendió en el suelo, y fingió quedarse profundamente dormido; pero, en realidad sólo estaba esperando hasta que fuera seguro tomar toda la carne para él. “Estoy seguro que lo oigo roncar”, pensó; y se acercó sigilosamente al lugar donde Isuro estaba tendido sobre una pila de leña, aunque los ojos del conejo estaban bien abiertos.
—Qué fastidio —murmuró Gudu, mientras regresaba a su lugar—; y después de esperar un poco más, se levantó y echó otra mirada, pero los ojos color rosa del conejo seguían completamente abiertos. Si tan sólo Gudu hubiera sabido que Isuro dormía todo el tiempo; sin embargo, esto nunca se le ocurrió y finalmente se cansó tanto de estar vigilando que se quedó dormido. Poco después Isuro despertó, y también sintió hambre, así que se acercó sin hacer ruido hasta la olla y se comió toda la carne, mientras hacía un atado con los huesos que colgó en la pelambre de Gudu. Luego de hacer eso regresó a la pila de leña y se volvió a dormir.
Por la mañana, la madre de la prometida de Gudu salió a ordeñar sus cabras, y cuando llegó a los arbustos donde aparentemente se había enredado la más grande, descubrió el truco. La mujer se lamentó tanto que la gente de la aldea llegó corriendo, y Gudu e Isuro también se levantaron de un salto, y fingieron estar tan sorprendidos e interesados como los demás. Aunque, después de todo, se han de haber visto culpables, porque de repente un anciano los señaló, y exclamó:
—Esos son los ladrones.
Y al escuchar su voz el gran Gudu tembló de arriba a abajo.
—¿Cómo te atreves a decir tales cosas? Te desafío a que lo demuestres —respondió Isuro resueltamente. Y bailó, se volteó de cabeza y se sacudió delante de todos.
—Me precipité al acusarte; tú eres inocente —dijo el anciano—; pero ahora que el babuino haga lo mismo que tú.
Y cuando Gudu comenzó a saltar los huesos de la cabra sonaron y la gente gritó:
—¡Es Gudu quien mató a la cabra! Pero Gudu respondió:
—No, yo no maté a su cabra; fue Isuro, quien se comió la carne, y colgó los huesos alrededor de mi cuello. ¡Por tanto es él quien debe morir!
Y la gente se miró entre sí, pues no sabían qué creer. Al fin un hombre dijo:
—Que mueran los dos, pero pueden elegir su propia muerte.
Entonces Isuro respondió:
—Si tenemos que morir, llévenos al lugar donde se corta la leña, apílenla a nuestro alrededor, de manera que no podamos escapar, y prendan fuego a la leña; y si uno se quema y el otro no, entonces el que se quemó será el que mató a la cabra.
La gente aceptó la propuesta de Isuro. Pero Isuro sabía que debajo de la pila de leña había un agujero, y cuando encendieron el fuego se metió en él, pero Gudu murió allí.
Cuando el fuego se hubo consumido y sólo quedaban las cenizas donde había estado la leña, Isuro salió de su agujero y dijo a la gente:
—¡Miren! ¿Acaso no dije bien? Aquel que mató a su cabra se halla entre esas cenizas.
Cuento popular zimbabuense, de la región de Mashona, recopilado por Andrew Lang
Andrew Lang (1844-1912) fue un escritor escocés.
Crítico, folclorista, biógrafo y traductor.
Influyó en la literatura a finales del s XIX e inspiró a otros escritores con sus obras. Hoy se le recuerda principalmente por sus compilaciones de cuentos de hadas del folclore británico.
Sobresalen sus compilaciones: El libro azul de las hadas, El libro rojo de las hadas, El libro verde de las hadas, El libro amarillo y carmesí de las hadas, El Anillo Mágico y Otras Historias, etc.