flautista Japón

La tumba de la flauta del Fantasma

Cuentos de terror
Cuentos de terror

Hace mucho tiempo, en una pequeña y apartada aldea llamada umedamura, aproximadamente ocho millas al sureste de la ciudad de Sakai, en la provincia de Idsumo, fue erigida una tumba, conocida como Fuezuka o la tumba de la flauta, que hasta el día de hoy congrega a muchas personas que se acercan a ella a rezar, llevando flores y varillas de incienso, que son depositadas como ofrenda al espíritu del hombre que se encuentra allí enterrado.

Todos los años, la gente se congrega allí. Y no hay estación en la que no se reúnan.

La tumba Fuezuka está situada en un gran estanque llamado Kumeda, de cinco millas de diámetro, y todos los lugares que lo rodean son llamados así, y de él toma su nombre la aldea de Kumeda. ¿A quién pertenece esa tumba para que atraiga tantas simpatías? La tumba en sí misma es un simple pilar de piedra de escaso valor artístico. Ni siquiera está situada en un enclave interesante; hasta llegar a las montañas de Kyushu, todo es plano y feo. Voy a tratar de contaros la historia del que yace en esa tumba.

Hace setenta u ochenta años, vivía cerca del estanque, en la aldea de Kumedamura, un amma: llamado Yoichi. Yoichi era muy popular entre los lugareños, pues además de honesto y amable, era un maestro en el arte del masaje; tratamiento indispensable para cualquier japonés. Sería muy difícil, de hecho, encontrar un pueblo que no cuente con su propio amma. Yoichi era ciego, y como todos los hombres de su profesión, portaba una vara de hierro y una flauta o juezukar, el bastón lo guiaba en su camino y la flauta le servía para advertir que estaba libre para trabajar. Tan buen amma era que siempre estaba ocupado y, por consiguiente, además de una buena cantidad de dinero, tenía una pequeña casita de su propiedad y un criado que le cocinaba. A un corto trecho de la casa de Yoichi había una pequeña casa de té, enclavada en la orilla del estanque. La tarde de un cinco de abril, en la estación de las flores del cerezo, cuando ya oscurecía, Yoichi regresaba a su hogar tras haber trabajado durante todo el día. Su camino lo llevaba cerca del estanque. Al llegar allí escuchó los sollozos de una joven que lloraba con tono lastimero. Yoichi se detuvo a escuchar durante un breve instante, y por lo que pudo oír dedujo que la muchacha estaba a punto de suicidarse arrojándose al agua. Pero, justo en el momento en que la joven se zambullía en las aguas, Yoichi la agarró del vestido y la arrastró fuera.

—¿Quién eres, qué problema te aflige para que desees la muerte? —le preguntó.

—Me llamo Asayo y soy una de las doncellas de la casa de té — le respondió—. Me has visto antes, me conoces bien. Has de saber que no puedo vivir con la miseria que me pagan. No he comido nada en dos días y me siento cansada de la vida.

—¡Venga, venga! —dijo el ciego—. Seca tus lágrimas. Te llevaré a mi casa, y haré lo que pueda por ayudarte. Solo tienes veinticinco años, y me han dicho que eres una joven bonita. ¡Quizás puedas casarte! En cualquier caso, te pondré a mi cuidado, y no tendrás que pensar más en quitarte la vida. Ven conmigo y haré que te den de comer y que te proporcionen ropas secas.

Así fue como Yoichi llevó a Asayo a su hogar.

Unos meses después contrajeron matrimonio. ¿Y fueron felices?

Bueno, deberían de haberlo sido, ya que Yoichi trataba a su mujer con la mayor bondad. Sin embargo, ella no correspondía a su marido. Era egoísta, temperamental e infiel. A ojos de los japoneses, la infidelidad es el peor de los pecados. Y cuánto peor no será cuando uno se aprovecha de un cónyuge que además es ciego.

Tres meses después de que Yoichi y Asayo se casaran, en el calor de agosto, llegó a la aldea una compañía de actores. Entre ellos se encontraba Sawamura Tamataro, de cierta fama en Asakusa. Asayo, que era muy aficionada al teatro, malgastaba su tiempo y el dinero de su marido en acudir a las representaciones. En menos de dos días se había enamorado perdidamente de Tamataro, a quien le regalaba el dinero conseguido con tanto esfuerzo por su marido ciego. Además, le escribía cartas de amor y le pedía permiso para visitarlo. De esta manera, la mujer se deshonraba.

Las cosas fueron de mal en peor. Los encuentros secretos entre Asayo y el actor escandalizaban al vecindario. Y como suele ocurrir en tales casos, el marido fue el último en enterarse. A menudo, cuando el marido regresaba a casa, el actor aún estaba allí.

Entonces, sin hacer ruido, Asayo le ayudaba a salir en secreto, y a veces, incluso, se iba con él. Todos sentían pena por Yoichi, pero nadie deseaba contarle nada sobre la infidelidad de su esposa.

Un buen día, Yoichi fue a hacer un masaje a un cliente y este lo puso al corriente de la conducta de su mujer. Yoichi no podía creérselo.

—Pues sí, es verdad —le dijo el hijo de su cliente—. Ahora mismo el actor Tamataro se encuentra con tu esposa. En cuanto saliste de casa, se coló allí. Lo hace todos los días, y lo vemos todos. Nos sentimos apenados por ti y nos aflige que se aprovechen de tu ceguera. Nos gustaría ayudarte a castigarla.

A Yoichi se le rompió el corazón al comprender que sus amigos hablaban en serio; pero, aunque ciego, no estaba dispuesto a aceptar ayuda para castigar a su esposa. Regresó a casa tan rápido como su ceguera se lo permitió, tratando de no hacer ruido con su bastón.

Al llegar a casa, Yoichi se encontró con que la puerta estaba cerrada por dentro. Entonces se dirigió a la puerta de atrás y descubrió que también esta estaba cerrada. No había manera de entrar en la casa sin forzar una puerta y hacer ruido. Yoichi estaba furioso, pues sabía que su mujer y su amante se encontraban en el interior de su casa; en ese momento hubiera querido matarlos. Un gran vigor se apoderó de él, y poco a poco fue trepando hasta alcanzar el tejado de la casa. Una vez arriba, intentó colarse a través de la chimenea. Desgraciadamente, la cuerda de paja a la que se agarraba estaba podrida, y cedió, con lo cual Yoichi se precipitó al vacío y cayó sobre la tabla de planchado. Se fracturó el cráneo y murió en el acto.

Asayo y el actor, al escuchar el estruendo, salieron a ver qué ocurría, y se alegraron bastante al encontrar al pobre Yoichi muerto.

No dieron parte de la muerte hasta el día siguiente, cuando dijeron que Yoichi se había caído escaleras abajo y se había matado. Lo enterraron con una prisa indecente, y sin guardarle el respeto debido. Como Yoichi no tenía hijos, sus propiedades, de acuerdo con la ley japonesa, pasaron a manos de su mala esposa. Apenas habían transcurrido unos meses cuando Asayo y el actor se casaron. Aparentemente eran muy felices, aunque ninguno de los habitantes de la aldea de Kumeda sentía simpatía por ellos, disgustados como estaban por su comportamiento hacia el pobre masajista ciego.

Pasaron los meses y nada relevante aconteció en la aldea.

Nadie se preocupaba ya por Asayo y su esposo; y a ellos no les preocupaban los demás, pues tan solo se interesaban por ellos mismos. Las malas lenguas se cansaron de hablar de la pareja y, como todas las historias de un día, la del masajista ciego, su mujer y Tamataro pasó al olvido.

Aunque, mientras el espíritu de los muertos injuriados permanezca sin vengar, algo así nunca se puede afirmar.

Al norte, en una de las provincias occidentales, en una pequeña aldea llamada Minato, vivía uno de los amigos de Yoichi, que estaba muy unido a él. Se llamaba Okuda Ichibei. Él y Yoichi habían ido juntos a la escuela, y cuando Ichibei se fue al noroeste, se prometieron que nunca se olvidarían, y que se ayudarían el uno al otro en tiempos de necesidad. Así, cuando Yoichi se quedó ciego, Ichibei volvió a Kumeda para ayudarlo a comenzar con su negocio de arrima, y lo hizo dándole una casa en la que vivir, una casa que había pertenecido a Ichibei. El destino quiso que Ichibei acudiera de nuevo a auxiliar a su amigo.

En esa época, las noticias viajaban lentamente, e Ichibei no sabía nada del matrimonio de su amigo, y menos aún de su muerte.

Juzgad cuál sería su sorpresa cuando una noche, al despertarse, encontró de pie al lado de su lecho a un hombre al que, al cabo de un rato, reconoció como su amigo Yoichi.

—¡Caramba, Yoichi, me alegro de verte! —le dijo—. ¡Pero qué tarde has llegado! ¿Por qué no me has hecho saber que venías? Me habría quedado levantado para recibirte y prepararte un refrigerio caliente. Pero no te preocupes, llamaré a un sirviente, y todo estará dispuesto tan rápido como sea posible. Mientras tanto, sentémonos y cuéntame cómo te han ido las cosas y por qué has emprendido tan largo viaje. Atravesar las montañas y las regiones salvajes que separan esta provincia de Kumeda es, en el mejor de los casos, un asunto difícil; y para alguien que es ciego, un milagro.

—Ya no me encuentro entre los vivos —respondió el fantasma de Yoichi (pues se trataba de un fantasma)—. De hecho, soy el espíritu de tu amigo Yoichi, y no alcanzaré la paz hasta que sea vengado de la gran ofensa que se me ha infligido. He venido a rogarte que me ayudes a alcanzar la paz. Si me hicieras el favor de escucharme, te contaría toda mi historia, y entonces podrías actuar como mejor dispongas.

Ichibei estaba muy sorprendido, y además, por qué no decirlo, un poquito asustado al descubrir que se encontraba ante la presencia de un fantasma; pero era un hombre valiente, y Yoichi había sido su amigo. Sintió una gran pena al conocer la muerte de Yoichi, y se dio cuenta de que la inquietud de su espíritu se debía a que había sido ofendido. Ichibei decidió entonces que no solo escucharía su historia, sino que también vengaría a su amigo, y así lo dijo.

Entonces el fantasma le contó todo lo que había sucedido desde que se instaló en la casa de Kumedamura. Le contó de su éxito como masajista; de cómo había salvado la vida de Asayo, a la que había llevado a su casa, y se había casado con ella; de la llegada de la maldita compañía teatral en la que trabajaba el hombre que había arruinado su vida; de su muerte y de su apresurado entierro; y del matrimonio de Asayo con el actor.

—He de ser vengado. ¿Me ayudarás a descansar en paz? —dijo para concluir.

Ichibei lo prometió. Entonces el espíritu de Yoichi desapareció, e Ichibei se volvió a dormir de nuevo.

A la mañana siguiente, Ichibei pensó que había estado soñando, pero rememoró la visión y la narración de una manera tan clara que se dio cuenta de que había sido real. De repente, al darse la vuelta para levantarse, vislumbró el brillo de un objeto metálico que reposaba al lado de su almohada. Se trataba de la flauta del amma ciego. El nombre de Yoichi estaba grabado en ella. Ichibei decidió partir para Kumedamura y verificar personalmente todo lo que le había contado Yoichi.

En aquellos tiempos, en los que no existía el ferrocarril y no había calesas por doquier, viajar era lento. A Ichibei le llevó diez días llegar a Kumedamura. Inmediatamente se dirigió a la casa de su amigo Yoichi, donde le contaron la misma historia de nuevo, aunque, naturalmente, en otros términos. Asayo le dijo:

—Sí, él salvó mi vida. Estábamos casados y yo ayudaba a mi marido ciego en todo. Pero, ¡ay!, un mal día confundió la escalera con una puerta, precipitándose y muriendo en la caída. Ahora estoy casada con un gran amigo suyo, un actor llamado Tamataro, a quien puedes ver aquí.

Ichibei sabía que el fantasma de Yoichi no iba a aparecerse para contar mentiras y pedir venganza injustamente. Por lo tanto, continuó hablando con Asayo y su marido, escuchando sus patrañas y preguntándose cuál sería la forma más adecuada de proceder. Y así dieron las diez, y las once. Pero de repente, al dar las doce, mientras Asayo juraba por sexta o séptima vez que había hecho todo lo humanamente posible por su marido, se levantó un viento huracanado acompañado del sonido de la flauta del amma, justo como Yoichi la tocaba; fue tan inequívoco que Asayo gritó de terror.

Al principio era un sonido lejano, pero poco a poco se fue aproximando, hasta que finalmente resonó en la misma habitación.

En ese momento, una ráfaga de aire frío penetró por el tem-mado, y el fantasma de Yoichi apareció justo debajo, como un frío y pálido espectro de cara triste y titilante. Tamataro y su esposa intentaron incorporarse y salir corriendo de la casa, pero descubrieron que sus piernas no les respondían, tal era el miedo que sentían. El actor agarró una lámpara y la arrojó contra el espectro, pero el fantasma no se movió de donde estaba. La lámpara lo atravesó, y se rompió, prendiendo fuego a la casa, que ardió rápidamente debido al viento que alimentaba sus llamas.

Ichibei pudo escapar, pero ni Asayo ni su marido pudieron moverse, y las llamas los consumieron ante la presencia fantasmal de Yoichi. Sus alaridos sonaron desgarradores.

Ichibei recogió todas las cenizas del incendio y las depositó en una tumba. En otra tumba enterró la flauta del amma, y levantó en el área donde había estado la casa un monumento consagrado a la memoria de Yoichi, que se conoce como La Tumba de la Flauta del Fantasma.

Cuento popular japonés recopilado por Richard Gordon Smith (1858-1918)

Richard Gordon Smith

Richard Gordon Smith (1858 – 1918) fue un viajero, deportista y naturalista británico.

Realizó muchos viajes y vivió en Japón varios años. Creo diarios de los viajes con ilustraciones.

Transcribió cuentos y mitos populares antiguos japoneses.

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