En las leyendas japonesas hay muchas referencias a los espíritus. Los Shito dama serían los espíritus astrales que vagan por el mundo tras su muerte.
Esta historia hacer referencia a un espíritu descontento que embrujó un templo y se mostraba como un fantasma.
El templo encantado de la provincia de Inaba
Alrededor de 1680, cerca del pueblo de Kisaichi, provincia de Inaba, en una montaña cubierta de pinos silvestres, se alzaba un antiguo templo. El templo estaba enclavado en lo alto de un desfiladero rocoso. Tan altos y espesos eran los árboles del lugar que no dejaban pasar la luz del día entre sus ramas, ni siquiera cuando el sol se encontraba en su cenit. Hasta donde les alcanzaba la memoria, los viejos del lugar recordaban que el templo estaba encantado por un shito dama y por el fantasma con forma de esqueleto de algún antiguo sacerdote que allí vivió, o eso creían ellos. Muchos sacerdotes habían intentado vivir en el templo y fijar allí su residencia; pero todos perecieron. Nadie que pasara la noche allí amanecía con vida. Finalmente, en el invierno de 1701, llegó al pueblo de Kisaichi un sacerdote que se encontraba de peregrinaje.
Su nombre era Jogen, y era nativo de la provincia de Kai.
Jogen había venido a visitar el templo encantado, pues era aficionado al estudio de tales cosas. Aunque creía en el regreso de las ánimas en forma de shito dama, no creía en fantasmas. De hecho, estaba ansioso por ver un shito dama, y además, deseaba tener un templo de su propiedad. En este templo de montaña, cuyo pasado de miedo y muerte evitaría que la gente lo visitara y que los sacerdotes lo habitaran, él había visto su oportunidad. Así que una fría tarde de diciembre emprendió el camino al pueblo, y al llegar, entró en una posada para comer arroz y para informarse de todo lo que pudiera acerca del templo.
Jogen no era ningún cobarde; al contrario, era un valiente, y realizó todas las pesquisas con la mayor tranquilidad.
—Señor —dijo el posadero—. Su Reverencia debe abandonar la idea de ir a ese templo, ya que le acarrearía la muerte. Muchos buenos sacerdotes intentaron pasar la noche allí, y todos y cada uno fueron encontrados sin vida a la mañana siguiente; o murieron al despuntar el alba sin recobrar el conocimiento. Es inútil intentar desafiar de ese modo al espíritu maligno que mora en el templo. Os ruego, señor, que abandonéis vuestro propósito. Aunque nos gustaría mucho tener un templo aquí, no deseamos más muertes, y a menudo hemos considerado la idea de quemar el templo maldito y levantar uno nuevo.
A pesar de todo, Jogen seguía firme en su decisión de encontrar y ver al fantasma.
—Amable señor —le respondió—, aunque busquéis protegerme, es mi propósito ver un shito dama, y si mis oraciones pueden aplacarlo, reabrir el templo y conocer las historias que relatan los libros que sin duda se ocultan en él. Aunque mayormente deseo convertirme en el sacerdote principal del lugar.
El posadero desistió en su empeño de disuadir al monje, y accedió a que su hijo lo acompañara como guía a la mañana siguiente, acarreando las provisiones para la jornada.
El día amaneció espléndido, y Jogen se levantó temprano para hacer los preparativos. Kosa, el hijo del posadero, que rondaba los veinte años, estaba doblando cuidadosamente y atando la ropa de cama del sacerdote mientras hervía el arroz suficiente para dos días enteros. Habían decidido que Kosa, tras dejar al sacerdote en el templo, regresaría al pueblo; ya que, al igual que los demás aldeanos, se negaba a pasar la noche en un lugar maldito. Sin embargo, tanto él como su padre se comprometieron a ir hasta el templo al día siguiente para comprobar que Jogen se encontraba bien, o como alguien dijo irónicamente: «Para bajar su cuerpo y darle un funeral apropiado y un entierro digno». A Jogen le hizo mucha gracia el comentario, y poco después abandonó el pueblo con Kosa como porteador y guía.
La garganta en la que el templo estaba situado era agreste y escarpada. El musgo crecía espeso y cubría por entero las rocas, que estaban desparramadas por doquier. Cuando habían hecho ya la mitad del camino, Jogen y su compañero se detuvieron a descansar y comer. Pronto escucharon voces de gente que ascendía, y poco después se encontraron con el posadero y con los ocho o nueve lugareños de más edad del pueblo.
—Os hemos seguido —les dijo el posadero— para intentar disuadiros una vez más de ir de cabeza hacia una muerte segura.
Es cierto que nos gustaría ver el templo abierto y al fantasma apaciguado; pero no deseamos que sea a costa de otra vida. ¡Por favor, reconsideradlo!
—No voy a cambiar de opinión —contestó el sacerdote—. Además, esta es la oportunidad de mi vida. Los ancianos de tu aldea me han prometido que, si soy capaz de apaciguar al espíritu y reabrir el templo, seré el sumo sacerdote del lugar, que a partir de ese momento será célebre.
Jogen rehusó escuchar el consejo de nuevo, y se rio de los temores de los lugareños. Echándose al hombro los paquetes que antes había llevado Kosa, le dijo:
—Ve y vuelve con el resto. Desde aquí, podré seguir yo solo fácilmente. Me gustaría que volvieses mañana con los carpinteros, ya que sin duda el templo se encontrará en un lamentable estado y requerirá reparaciones, tanto dentro como fuera. Ahora, amigos, debo despedirme de vosotros. Hasta mañana, adiós. No tengáis miedo por mí, yo no lo tengo.
Los lugareños realizaron profundas reverencias. Estaban enormemente impresionados por la valentía de Jogen, y deseaban que saliera indemne y se convirtiera en su nuevo sacerdote. Jogen les devolvió la reverencia, y continuó su ascenso. Los otros se quedaron allí observando su marcha hasta que se perdió de vista, y entonces volvieron sobre sus pasos hacia el pueblo. Kosa agradecía a la buena fortuna el no haber tenido que guiar al sacerdote hasta el templo y tener que regresar solo al anochecer. Una cosa era caminar al lado de otras personas, junto a las que se sentía todo un valiente, y otra distinta encontrarse solo bajo la penumbra de este bosque salvaje y en las cercanías del templo encantado.
Después de subir un poco más, Jogen pudo vislumbrar el templo, que parecía colgar sobre su cabeza de lo escarpada que era la montaña. Lleno de curiosidad, el sacerdote apuró el paso, ajeno al peso de la carga. Un cuarto de hora después alcanzó jadeando la explanada sobre la que se levantaba el templo, la cual, al igual que el propio templo, había sido construida sobre andamios de madera.
De un primer vistazo Jogen pudo apreciar que el templo era enorme, pero la falta de cuidados había causado un gran deterioro.
La hierba crecía alta todo alrededor, y los húmedos y empapados soportes estaban cubiertos por hongos y enredaderas; de hecho estaban tan deteriorados que el sacerdote comentó en sus notas aquella tarde que no sentía tanto temor por los espíritus como por el estado de las columnas que soportaban el edificio. Con cautela, Jogen penetró en el templo y se encontró con una estatua de Buda extraordinariamente grande y cubierta de pan de oro, junto a las estatuas de otros santos. Había también refinados bronces y vasijas, tambores cuyos parches se habían podrido, el incensario y otras cosas valiosas y sagradas. Tras el templo estaban las estancias de los sacerdotes; evidentemente, antes de la aparición del fantasma, el templo habría contado con la presencia de cinco o seis sacerdotes que lo atendían, al igual que a las personas que venían a rezar.
La oscuridad era opresiva, y como el ocaso se estaba aproximando Jogen consideró encender una luz. Desempacando su fardo, llenó una lámpara de aceite, y encontró en el templo soportes para las velas que traía consigo. Tras colocar una a cada lado de la estatua de Buda, rezó con fervor durante dos horas, durante las cuales oscureció completamente. Luego tomó un simple plato de arroz, y se sentó a observar y escuchar. Para poder ver el interior y el exterior del templo a la vez, se había sentado en la galería.
Escondido tras una vieja columna, esperó. Aunque en su fuero interno no creía en fantasmas, se encontraba ansioso, como escribió en sus notas, por ver un shito dama. Durante cerca de dos horas no oyó nada. El viento suspiraba alrededor del templo y a través de los troncos de los altos árboles. Un búho ululaba de vez en cuando. Los murciélagos entraban y salían volando. Incluso pudo ver un zorro, o un tejón.
El sacerdote estaba ya desilusionado. Pero al dirigir su mirada hacia donde se escuchaba el crujido de unas hojas, pudo ver la forma clara e inconfundible de un shito dama. Primero se desplazó en una dirección, luego en la contraria. Lo hacía de forma errática, como si estuviese acechando, y emitía un sonido como un zumbido distante; ¡pero horror de los horrores!, ¿qué era aquello que se erguía sobre los arbustos?
Al sacerdote se le heló la sangre. ¡Allí se alzaba un fulgente esqueleto ataviado con los sueltos ropajes de un sacerdote, de mirada penetrante y piel apergaminada! Permaneció así sin moverse durante un rato; pero en cuanto el shito dama se elevó hacia lo alto, el fantasma se dirigió hacia él, a veces visible, a veces no. El shito dama se elevaba cada vez más, hasta que finalmente el fantasma llegó hasta la base de la gran efigie de Buda y se encaró con Jogen. Un sudor frío cubrió su frente, el miedo le helaba los huesos; estaba tan conmocionado que apenas podía soportarlo.
Mordiéndose la lengua para evitar gritar, corrió hacia la habitación en la que había dejado su lecho y, tras encerrarse en ella, se dispuso a mirar a través de una grieta entre los tablones. ¡Sí! Allí seguía la figura del fantasma, sentado aún al lado del Buda, pero el shito dama había desaparecido.
Jogen tenía todos sus sentidos alerta; pero el miedo paralizaba su cuerpo, y sintió que ya no era capaz de moverse. Continuó tumbado, espiando a través de la grieta. El fantasma se sentó, moviendo la cabeza a derecha e izquierda, y hacia arriba. Durante una hora entera, la situación continuó sin cambios. Entonces el zumbido se reanudó de nuevo, y el shito dama reapareció trazando círculos una y otra vez alrededor de la figura fantasmal, hasta que esta se desvaneció, aparentemente dentro del shito dama. Este, tras volar alrededor de las estatuas sagradas tres o cuatro veces, desapareció repentinamente de la vista.
A la mañana siguiente, Kosa y otros cinco hombres llegaron al templo. Allí encontraron al sacerdote vivo pero paralizado: no podía moverse ni articular palabra. Lo trasladaron al pueblo, pero murió por el camino, antes de llegar a su destino. Tomaron buena nota de los escritos del sacerdote y nadie más se presentó voluntario para vivir en el templo, el cual, dos años más tarde, fue golpeado por un rayo que lo incendió hasta los cimientos.
Mientras revolvían entre los escombros en busca de bronces o budas de metal, los lugareños se encontraron con un esqueleto enterrado, a un pie tan solo de la superficie, cerca de los arbustos donde el sacerdote había escuchado los crujidos.
Indudablemente, el fantasma y el shito dama pertenecían a un sacerdote que había sufrido una muerte violenta y no había podido descansar. Los huesos fueron debidamente enterrados y se ofrecieron oraciones en su honor, y nunca más se supo del fantasma.
Todo lo que resta del templo son los pedestales cubiertos de musgo de los antiguos cimientos.
Cuento popular japonés recopilado por Richard Gordon Smith (1858-1918)
Richard Gordon Smith (1858 – 1918) fue un viajero, deportista y naturalista británico.
Realizó muchos viajes y vivió en Japón varios años. Creo diarios de los viajes con ilustraciones.
Transcribió cuentos y mitos populares antiguos japoneses.