Había una vez un campesino que tenía tres hijas. La esposa de este hombre murió, y entonces él tomó para sí otra esposa. La madrastra odiaba a las niñas como a la peste. Todos los días molestaba a su marido, diciéndole:
—Quítate estas hijas tuyas y deshazte de ellas.
A veces cedía a las súplicas de su padre, a veces cedía a su disgusto. Al final no pudo soportarlo más: se puso enferma, se fue a la cama, cogió pan crujiente y plano y empezó a gemir. Se volvía hacia un lado y otro, retorciéndose, mientras, hacía crujir los panes y gritó:
—¡Oh! ¡Se me parten los costados!. ¡Oh! ¡Gírame al otro lado!
La madrastra aseguró que la causa de todo su dolor habían sido sus hijastras, por lo que su marido, al ver que no se podía hacer nada, consintió en deshacerse de ellas.
El hombre fue al bosque. Allí vio un gran manzano que daba hermosos frutos; debajo de los árboles, cavó un hoyo profundo y los tapo con una manta para que no se vieran, tomó una manzana para cada una de sus hijas y regresó a su casa. Cuando entró, le dio a cada una su manzana. A las niñas les gustó el sabor de las manzanas y dijeron a su padre:
—¿Dónde encontraste estas manzanas? ¿No puedes traer más?
El padre respondió:
—Hay muchas de estas manzanas en el bosque, pero no tengo tiempo de traer más. Si queréis, podéis venir conmigo. Yo sacudiré las ramas y vosotras podréis recogerlas y llevároslas.
Las niñas quedaron encantadas y al día siguiente se fueron con su padre.
Su padre les dijo a las niñas:
—Aquí están las manzanas. Sacudiré las ramas, pero, hasta que no os lo diga, no os adelantéis a recogerlas. Cuando os diga, podréis correr a recoger las manzanas que hayan caído al suelo. La que recoja la manzana, se la quedará.
El padre subió al árbol, se agarró a una rama y la sacudió bien. Luego dijo:
—Ahora, ¡Atrapad las que podáis!
Las muchachas de repente se precipitaron sobre la manta, que no podía soportar su peso y cayó en el agujero, llevándose consigo a las tres niñas. Su padre les arrojó muchas manzanas, las dejó allá y se fue.
Al principio las niñas no podían comprender la conducta de su padre, pero luego vieron que las había llevado al bosque a propósito y dijeron:
—¡Nuestra malvada madrastra tiene la culpa de esto!—, pero no hubo nada que hacer, así que estas tres muchachas se sentaron y lloraron.
Lloraron y lloraron hasta que sus rostros palidecieron; sus lágrimas sacudieron el cielo arriba y la tierra debajo de sus pies. Por fin se terminaron las manzanas. Pensaron que hacer y decidieron que cada una dejaría sangre de su dedo meñique, y que se comerían a aquella cuya sangre supiera más dulce. Se derramaron sangre y todas coincidieron en que la de la hermana menor era la más dulce. La hermana menor dijo:
—¡Oh hermanas! no me comais. Tengo tres manzanas escondidas. Cómeoslas y tal vez Dios nos ayude.
Luego se arrodilló y oró a Dios:
—Oh Dios, por amor a ti, te ruego que una de mis manos se convierta en un pico y la otra en una pala.
Dios escuchó su oración, y una de sus manos se transformó en un pico y la otra en una pala. Con una mano cavó un hoyo y con la otra paleó la tierra. Cavó y cavó hasta que llegó a la madriguera de un ratón. Tomó de allí nueces, nueces pequeñas, y se las dio a sus hermanas. Continuó cavando y derribó la pared de un establo. Este establo pertenecía al rey y en él había almendras y pasas esparcidas. Las niñas entraron en el establo y robaron las almendras y las pasas, y se las comieron.
Los mozos del rey quedaron atónitos cuando vieron que habían desaparecido las almendras y las pasas, y se dijeron:
—¿Quién será el que roba las almendras y las pasas? Los caballos se están muriendo de hambre.
La hermana menor continuó cavando, y mientras cavaba, rompió a continuación la ventana de la cabaña de una anciana.
Todas las mañanas la dueña de esta choza iba a misa. Sintiendo lástima por la anciana, las muchachas entraron furtivamente en la cabaña, limpiaron y ordenaron todo, pusieron frijoles al fuego para cocinar, partieron suficiente pan para ellas y se marcharon de nuevo. Cuando la anciana llegó a casa se quedó muy sorprendida. ¿Quién podría haber estado allí y robarle el pan? Pensó que quizás ella pudiera descubrirlo, así que al día siguiente no fue a misa. Se enrolló en una estera y se pegó, como un palo, cerca de la puerta.
Al cabo de un rato llegaron las tres hermanas. Pensaron que la anciana había ido a misa y entraron sigilosamente en la cabaña una a una. La anciana observaba desde la estera y apenas podía creer lo que veía. Vio entrar a las tres doncellas, cada una más hermosa que la otra, todas tan lindas como si el sol nunca las hubiera mirado mal. La anciana observó todo lo que ocurrió, hasta que no pudo soportarlo más: arrojó la estera, tomó a una de ellas en sus brazos y dijo:
—¿Quién eres tú, que eres tan angelical? ¿Eres humana o un ángel?
La doncella respondió:
—Somos tres hermanas, somos humanas. Y esto nos ha sucedido —. Y le contó su historia a la anciana, que estaba encantada de haber encontrado a las tres hermanas.
La anciana decidió darles cobijo en su casa, y las cuidó como a la niña de sus ojos y cuando salía, ponía sobre ellas cestas para que nadie las viera y se las llevara.
Una vez la mujer fue a misa. Dejó a las niñas bajo cestos y cerró las puertas. Entonces a las niñas se les ocurrió la idea de que querrían unas pasas. Se levantaron, quitaron las cestas y entraron sigilosamente en el establo del rey. En el momento en que empezaban a robar pasas, un mozo entró corriendo, agarró a las tres hermanas y las llevó ante el rey.
El rey les preguntó quiénes eran y le contaron toda su historia. El rey dijo:
—Decidme ¿Qué sabéis hacer?
La hermana mayor dijo:
—Puedo tejer una alfombra tal que todos los hombres de tu ejército puedan sentarse en ella, y aún así la mitad de ella no se desenrollará.
La segunda hermana dijo:
—Puedo cocinar suficiente comida en una cáscara de huevo para alimentar a tu ejército, y cuando hayan comido, todavía quedará la mitad.
El rey dijo a la más joven:
—¿Y tu? ¿Qué puedes hacer?
Ella respondió:
—Yo puede dar a luz hijos con el cabello dorado.
El rey quedó satisfecho con esta respuesta y se casó con ella.
Entonces quiso probar la habilidad de sus hermanas, pero la mayor no podía tejer una alfombra lo suficientemente grande para un hombre, y la comida cocinada por la segunda hermana no habría satisfecho a un pájaro. Al ver esto, el rey se enojó y dijo a su esposa:
—Si tú también me engañas, ninguna de vosotras vivirá.
Pasó un tiempo y la hermana menor estaba embarazada. En aquel tiempo el enemigo del rey vino contra él, y él se preparó para salir a la batalla. Antes de partir dejó este mensaje:
—Si mi mujer da a luz un hijo, que cuelguen una espada sobre la puerta; si tiene una hija, que le cuelguen la rueca.
Poco después su esposa se fue a la cama. Sus hermanas no permitían que nadie entrara en el dormitorio; ellas mismos la cuidaron y cuidaron.
La esposa del rey dio a luz un niño de cabellos dorados.
Sus dos hermanas se llenaron de celos y estaban muy enojadas, porque su hermana menor había dicho la verdad, mientras que ellas eran unas mentirosas. Sólo querían que ella también pareciera mentirosa. Se levantaron y, sin que la hermana lo supiera, se llevaron al niño de cabellos dorados y pusieron en su lugar un cachorro de perro.
No se atrevieron a matar al niño, así que hicieron una caja, lo metieron en ella y la arrojaron a un río. El río se lo llevó y quedó atrapado en el canal de un molino. El flujo del agua quedó bloqueado por la caja, y el molino se detuvo. Salió el molinero y vio la caja en el cauce del río; la cogió y la abrió, y ¡he aquí, allí yacía un niño de cabellos dorados! No tenía hijos, así que se lo llevó a casa y lo crio como si fuera suyo. Mientras tanto, las hermanas colgaron un mortero sobre la puerta. El rey regresó de la batalla y vio el mortero. Él quedó muy sorprendido y dijo:
—¿Qué significa esto? ¿Qué ha dado a luz mi mujer?
Y las hermanas le dijeron:
—Un cachorro.
El rey se enojó mucho, pero pensó:
—Tal vez alguien haya hecho esto. Esperaré y veré si tiene un hijo de verdad.
Pasó un año y su esposa volvió a quedar embarazada. Un día, mientras el rey estaba cazando, nació otro precioso niño de cabello dorado.
Las hermanas, como antes, no permitieron que nadie entrara en la habitación. Se llevaron al niño en secreto y pusieron un gatito en su lugar. Volvieron a meter al niño en una caja en el río y el molinero la encontró nuevamente. Las hermanas colgaron el mortero sobre la puerta. Cuando el rey regresó de la caza y vio el mortero, ardió de ira y de sus ojos salieron chispas. Sacó a su esposa, la envolvió en una piel de buey y la ató a una columna frente al palacio. A todos los que pasaban se les ordenó escupirle en la cara y golpearla. ¡Así torturó injustamente a un ser inocente!
El molinero amaba a los dos niños de cabellos dorados como si fueran la niña de sus ojos. Estos jóvenes crecieron y se volvieron muy sabios, valientes y guapos, y crecieron tanto en un día como otros niños crecen en un año.
Una vez, cuando el rey estaba cazando, vio a un grupo de niños jugando, pero entre ellos había dos que superaban con creces a los demás. El rey quedó cautivado con estos dos niños y no podía apartar los ojos de ellos. Les observó cómo jugaban, y nunca se habría cansado de mirar, deseaba contemplarlos para siempre. Se dio cuenta de lo mucho que se parecían a él. Él estaba asombrado y se decía:
—¿Quiénes serán estos niños que se parecen tanto a mí?
Pero no podía adivinar la verdad. En ese momento, mientras jugaba, la gorra se cayó de la cabeza de uno de los hermanos, dejando al descubierto su cabello dorado. El rey quedó sorprendido y preguntó:
—¿De quién son estos hijos?— Le dijeron que eran los hijos del molinero.
Al día siguiente, el rey dio un banquete e invitó al molinero y a sus hijos de cabellos dorados. Cuando los niños entraron al patio del rey, vieron a una mujer atada a una columna, miraron detenidamente y ambos supieron que debía ser su madre.
El cocinero estaba asando un faisán. El hermano mayor entró en la cocina, cogió el asador que le tendía el cocinero, se sentó junto al fuego y dio la vuelta al faisán. Cuando se puso la carne roja y estuvo cocida, empezó a contar un cuento. Todos aguzaron los oídos y la gente lo escuchó con atención. El niño empezó a contar la historia de su madre. Después de contar cómo su madre dio a luz a los niños de cabellos dorados y cómo las hermanas eran tan traicioneras, concluyó diciendo:
—Si esta historia es cierta, la piel del buey reventará y mi madre quedará libre.
En ese momento, la piel que estaba asándose estalló y entró su madre.
Cuando la historia estuvo terminada, su hermano menor entró, tomó el asador en su mano y dijo:
—Si todo el cuento de mi hermano es cierto y ésta es realmente nuestra madre, este faisán asado tendrá plumas y volará.
Mágicamente, aparecieron plumas en el faisán asado y salió volando. La gente miraba con la boca abierta. El rey, asombrado, ordenó que trajeran a las hermanas celosas, las ató a las colas de los caballos y las hizo arrastrar. El rey llevó a su esposa e hijos al palacio y se alegró mucho de haber aprendido la verdad y haber encontrado a sus hijos de cabello dorado.
Cuento popular georgiano, recopilado por Sr. Aghnishvili en 1891, traducido posteriormente por Marjory Wardrop en 1894
Los cuentos populares, las leyendas, las fábulas, la mitología…, son del pueblo.
Son narraciones que se han mantenidos vivas transmitiéndose oralmente, por las mismas personas del pueblo. Por ello no tienen dueño, sino que pertenecen a las gentes, a la folclore, a las distintas culturas, a todos.
En algún momento, alguien las escribe y las registra, a veces transformándolas, a veces las mantiene intactas, hasta ese momento, son voces, palabras, consejos, cosas que «decía mi abuelo que le contaba su madre…»