Una Liebre y una Tortuga hicieron una apuesta. La Tortuga dijo:
-¿A que no llegas tan pronto como yo a ese árbol?…
-¿Que no llegaré? -contestó la Liebre riendo-. Estás loca. No sé lo que tendrás que hacer antes de emprender la carrera para ganarla.
-Loca o no, mantengo la apuesta.
Apostaron, y pusieron junto al árbol lo apostado; saber lo que era no importa a nuestro caso, ni tampoco quién fue juez de la contienda.
Nuestra Liebre no tenía que dar más que cuatro saltos. Digo cuatro, refiriéndome a los saltos desesperados que da cuando la siguen ya de cerca los perros, y ella los da muy contenta y sus patas apenas se ven devorando el yermo y la pradera.
Tenía, pues, tiempo de sobra para pacer, para dormir y para olfatear el tiempo. Dejó a la tortuga andar a paso de canónigo. Esta partió esforzándose cuanto pudo; se apresuró lentamente. La Liebre, desdeñando una fácil victoria, tuvo en poco a su contrincante, y juzgó que importaba a su decoro no emprender la carrera hasta la última hora. Estuvo tranquila sobre la fresca hierba, y se entretuvo atenta a cualquier cosa, menos a la apuesta. Cuando vio que la Tortuga llegaba ya a la meta, partió como un rayo; pero sus patas se atoraron por un momento en el matorral y sus bríos fueron ya inútiles. Llegó primero su rival.
-¿Qué te parece? -le dijo riendo la Tortuga-. ¿Tenía o no tenía razón? ¿De qué te sirve tu agilidad siendo tan presumida? ¡Vencida por mí! ¿Qué te pasaría si llevaras, como yo, la casa a cuestas?
No llega a la meta más pronto quien más corre.
Fábula original de Esopo, recreada por Jean de la Fontaine