En la norteña ciudad de Sendai, de donde proceden los mejores soldados japoneses, vivía un samurái llamado Hasunuma.
Hasunuma era rico y hospitalario y, por consiguiente, muy querido y popular. Treinta y cinco años atrás su esposa le había honrado con una bella hija, su primer retoño, a quien llamó Ko, que significa «pequeña», pues esta partícula, cuando acompaña al nombre de un niño, se convierte en diminutivo, como cuando nosotros decimos «Luisita» o «Juanita». Su nombre completo era Hasu-ko, que significa «pequeño lirio», pero la llamaremos Ko para abreviar.
Justo en ese día, Saito, uno de los amigos de Hasunuma, que también era samurái, gozó la inmensa fortuna de tener un hijo.
Ambos padres decidieron que, en virtud de su mutua amistad, casarían a sus hijos cuando estos alcanzaran la edad apropiada; tanto ellos como sus esposas se sintieron muy ilusionados con la idea. Para formalizar el compromiso de los bebés, Saito entregó a Hasunuma una horquilla dorada que había pertenecido durante largo tiempo a su familia, diciéndole lo siguiente:
—Aquí tienes, viejo amigo, este prendedor. Que esta prenda sea una señal del compromiso de mi hijo, Kōnojō, con tu hija Ko, ahora que solo tienen dos semanas. Que la suya sea una vida larga y feliz, y que la disfruten juntos.
El noble samurái tomó el prendedor y se lo entregó a su esposa para que lo guardara; hecho esto, brindaron con sake por la salud de cada uno de los progenitores y la de los futuros novios.
Unos meses después, y tras provocar por algún motivo el descontento de su señor feudal y ser destituido, Saito abandonó Sendai junto con su familia. Nadie supo decir adónde se dirigieron.
Diecisiete años después, O-Ko-san se había convertido en la joven más bella de todo Sendai; salvo por la excepcional hermosura de su hermana O-Kei, un año más joven y tan hermosa como ella.
Muchos fueron los pretendientes de O-Ko-san; pero la joven los rechazó a todos, pues se mantenía fiel al compromiso realizado por su padre cuando ella aún era tan solo un bebé. Es cierto que nunca había visto a su prometido, y, lo que resultaba más extraño, ni ella ni ningún miembro de su familia habían sabido nada de la familia Saito desde que esta abandonara Sendai, dieciséis años atrás. Sin embargo, esa no era razón suficiente para que ella, una muchacha japonesa, rompiera la palabra de su padre. Por lo tanto, O-Ko-san se mantenía fiel a su incierto prometido, aunque sin dejar de acusar una gran tristeza por su ausencia; de hecho, tanto sufría en secreto que enfermó, y tras tres meses de padecimientos murió, para desconsuelo de todos los que la conocían y especialmente de su familia.
El día del funeral de O-Ko-san su madre prestó las últimas atenciones debidas al cadáver, peinando su cabello con la horquilla dorada entregada a O-Ko-san por Saito en nombre de su hijo Kōnojō. Cuando el cuerpo fue depositado en su féretro, la madre colocó el prendedor en el cabello de la joven mientras decía:
—Querida hija, este es el prendedor que te fue entregado como recuerdo por tu prometido, Kōnojō. Que este compromiso una vuestros espíritus en el más allá, como debería haberlo hecho en vida. Rezaré para que disfrutes de una felicidad sin fin.
Al decir estas palabras, la madre de O-Ko-san no tenía ninguna duda de que Kōnojō estaba muerto y de que los espíritus de los dos jóvenes se unirían en el más allá. Pero no era así. Transcurridos dos meses de estos sucesos, el mismo Kōnojō, que en esos momentos contaba dieciocho años, regresó a Sendai y se presentó en casa del viejo amigo de su padre, Hasunuma.
—¡Qué gran desgracia y amargura! —exclamó este último—. Apenas han transcurrido dos meses de la muerte de mi hija O-Kosan.
Si hubieras llegado antes, seguro que ahora seguiría viva. Pero nunca nos enviaste un mensaje; nunca supimos más de tu padre o de tu madre. ¿Adónde fuisteis al abandonar este lugar? Cuéntame toda la historia.
—Señor —respondió el afligido Kōnojō—, lo que me habéis contado acerca de la muerte de O-Ko-san, con la que tenía la esperanza de contraer matrimonio, me rompe el corazón. Yo, al igual que vuestra hija, he permanecido fiel y pensado en ella cada día. Cuando mi padre se llevó a mi familia de Sendai, nos dirigimos a Edo; y tras esto fuimos al norte, a la isla de Yezo, donde mi padre perdió todo su dinero y se arruinó, muriendo en la pobreza. Mi pobre madre no le sobrevivió mucho tiempo. He estado trabajando duramente para tratar de casarme con vuestra hija Ko, pero solo he ganado lo suficiente para pagar mi viaje de vuelta a Sendai. Sentí que era mi deber venir a contaros la desgracia de mi familia.
El viejo samurái se emocionó con la historia. Advirtió que el más desgraciado de todos había sido Kōnojō.
—Kōnojō —le dijo—, me he preguntado si eras honesto, y ahora veo que eres verdaderamente fiel, y que honras la palabra de tu padre. Sin embargo, deberías haber escrito. ¡Deberías haber escrito! A menudo, tanto mi esposa como yo nos preguntábamos por qué no lo hacías y asumimos que debías de estar muerto.
Aunque nos guardamos ese pensamiento para nosotros y jamás se lo contamos a O-Ko-san. Ve a nuestro butsudan (altar budista), abre sus puertas y quema una varilla de incienso ante la tablilla mortuoria de O-Ko-san, eso agradará a su espíritu. Ella anhelaba de tal forma tu regreso que ese anhelo la llevó a la tumba. A su espíritu le regocijará saber que has vuelto por ella.
Kōnojō hizo todo tal y como se le reclamó. Inclinándose tres veces con reverencia ante la tablilla mortuoria de O-Ko-san, musitó unas palabras en su nombre y encendió la varita de incienso y la colocó ante la tablilla. Tras esa muestra de honestidad, Hasunuma le comunicó al joven que había decidido adoptarlo como hijo y que debía vivir con ellos. Podía quedarse con la casita del jardín. En cualquier caso, cualesquiera que fuesen sus planes para el futuro, ahora debía quedarse con ellos.
Esta era una generosa oferta, digna de un samurái. Kōnojō aceptó agradecido, y se convirtió en uno más de la familia. Pasadas dos semanas, se instaló en la pequeña casa situada en un extremo del jardín. Cumpliendo órdenes del daimio (señor feudal), Hasunuma, su mujer y su segunda hija, O-Kei, habían ido a la higan, una ceremonia religiosa que se celebraba en marzo. Además, Hasunuma solía rezar ante las tumbas de sus ancestros en esas fechas. A la caída de la tarde, los tres regresaron en sus palanquines. Kōnojō se situó ante la puerta de entrada para verlos pasar, como era apropiado y respetuoso. El anciano samurái cruzó primero, seguido por el palanquín de su esposa y finalmente el de O-Kei. Cuando este último atravesó la puerta, Kōnojō creyó oír caer algo con un sonido metálico. En cuanto el palanquín pasó, recogió el objeto caído sin prestarle más atención. Se trataba de la horquilla dorada. Pero aunque su padre le había hablado del prendedor, Kōnojō desconocía que ese era el objeto caído y, por lo tanto, pensaba que se trataba de una pertenencia de O-Kei. Regresó entonces a la casita y cerró las puertas correderas para pasar la noche. Sin embargo, cuando estaba a punto de retirarse, escuchó que llamaban a la puerta.
—¿Quién está ahí? —gritó—. ¿Qué deseas?
Al no obtener respuesta, Kōnojō se acostó pensando que quizás sus oídos le habían engañado. Pero entonces volvió a oír un golpe en la puerta, aún más alto que el primero. Kōnojō saltó de la cama y encendió su andon (lámpara).
«Si no se trata de un tejón o de un zorro —pensó—, será entonces algún espíritu maligno que viene a molestarme».
Al abrir la puerta, con el andón en una mano y un garrote en la otra, Kōnojō escudriñó la oscuridad, y allí, para su asombro, contempló una visión de femenina belleza tal como no había visto antes.
—¿Quién eres y qué deseas? —le preguntó.
—Soy O-Kei-san, la hermana pequeña de O-Ko-san —contestó la visión—. Aunque nunca me habías visto, yo a ti sí, muchas veces, y me he enamorado tan locamente de ti que apenas puedo pensar en otra cosa. Esta noche, a nuestro regreso, arrojé deliberadamente el prendedor al suelo para que lo recogieras y me sirviera de excusa para venir y llamarte. ¡Debes amarme como te amo yo, o me moriré!
Esta apasionada y extravagante declaración escandalizó al pobre Kōnojō. Es más, el muchacho sintió que estaba cometiendo una enorme injusticia contra su amable anfitrión, Hasunuma, al recibir a su joven hija a tan altas horas de la noche y hacerle la corte. Así se lo hizo saber a ella con contundencia.
—Si no me amas como yo te amo —dijo O-Kei—, me vengaré contándole a mi padre que me has arrastrado hasta aquí para hacerme el amor, y que me has ofendido.
¡Pobre Kōnojō! Se encontraba en un bonito aprieto. Lo que más temía es que la joven cumpliera con su amenaza, que el samurái la creyera y que se viera deshonrado. Por lo tanto, acabó cediendo a los requerimientos de la joven. Noche tras noche lo visitaba, y así lo hizo durante un mes. En todo este tiempo Kōnojō aprendió a amar sinceramente a la bella O-Kei. Una noche que estaba con ella le dijo:
—Mi querida O-Kei, no me gusta que este romance nuestro sea clandestino. ¿No es mejor que huyamos? Si le pidiera a tu padre tu mano en matrimonio, sin duda, me rechazaría, pues estaba prometido a tu hermana.
—Sí —respondió O-Kei—. Eso mismo estaba deseando.
Partiremos esta misma noche, e iremos hacia Ishinomaki, donde, según me has contado, vive un fiel sirviente de tu difunto padre
llamado Kinzo.
—Sin duda; Kinzo es el nombre e Ishinomaki el lugar. Partamos tan pronto como sea posible.
Tras guardar algunas ropas en un hatillo, partieron secretamente en mitad de la noche y llegaron debidamente a su destino. Kinzo estaba encantado de recibirles, y satisfecho de poder mostrarle su hospitalidad al hijo de su difunto amo y a la bella dama.
Los jóvenes vivieron muy felices durante un año. Entonces, un día, O-Kei dijo:
—Pienso que deberíamos regresar con mis padres ahora. Creo que ya se les habrá pasado el enfado, y como nunca les hemos escrito, seguro que están preocupados por mí. Sí, debemos ir.
Kōnojō estaba de acuerdo. Hacía tiempo que sentía que no se había comportado bien con Hasunuma. Al día siguiente volvieron a Sendai, y Kōnojō no pudo evitar sentirse un poco nervioso al aproximarse a la casa del samurái. Se detuvieron en el portón de entrada, y O-Kei le dijo a Kōnojō:
—Creo que será mejor que vayas y veas a mi padre y a mi madre primero. Si se enfadan mucho, muéstrales esta horquilla dorada.
Kōnojō se plantó valientemente en la puerta y solicitó una entrevista con el samurái. Antes de que el sirviente tuviera tiempo de regresar, Kōnojō escuchó al anciano gritar:
—¡Kōnojō! ¡Por supuesto que le veré! Hazle pasar de inmediato.
Y él mismo salió a recibirlo.ç
—Mi querido muchacho —dijo el samurái—, estoy muy contento de verte de nuevo. Me apena que la vida con nosotros no te haya parecido lo suficientemente buena, pero deberías haber avisado de que te ibas. Pero asumo que eres hijo de tu padre y que prefieres desaparecer sin decir nada. De todos modos, eres bienvenido.
Kōnojō se sorprendió mucho ante este discurso y respondió:
—Pero, mi señor, he venido a suplicaros perdón por mi pecado.
—¿Qué pecado has cometido? —preguntó el samurái con gran sorpresa, irguiéndose solemnemente.
Kōnojō le puso al corriente de su aventura amorosa con O-Kei.
Le informó de todo de principio a fin, y mientras lo hacía, el samurái mostraba signos de impaciencia.
—¡No te burles de mí, muchacho! Mi hija O-Kei no es una diana para tus bromas y mentiras. Durante un año ha estado aparentemente muerta, tan enferma que apenas podíamos alimentarla. En todo este tiempo no ha dicho una palabra, ni ha mostrado signo alguno de vida.
—Os digo que ni estoy bromeando, ni estoy mintiendo —afirmó Kōnojō—. No tenéis más que enviar a alguien afuera y encontrará a O-Kei en el palanquín en el que la he dejado.
Un sirviente fue despachado al momento a comprobar sus palabras y regresó declarando que no había palanquín alguno, ni nadie esperando en la puerta. Kōnojō, al ver que el samurái comenzaba a enfadarse, sacó el prendedor dorado de sus ropajes y exclamó:
—¡Mirad! ¡Si dudáis de mis palabras y pensáis que estoy mintiendo, aquí está la horquilla que O-Kei me dijo que os mostrara!
—Bik-ku-ri-shi-ta! (¡Cielo santo!)—exclamó la madre de O-Kei—. ¿Cómo ha llegado este prendedor a tus manos? Yo misma lo deposité en el féretro de O-Ko-san justo antes de que se cerrara.
El samurái y Kōnojō se miraron el uno al otro, y la madre a ambos. Nadie sabía qué pensar, qué hacer o qué decir. Imaginaos la sorpresa general cuando la enferma O-Kei abandonó su lecho y entró en la habitación como si nunca hubiera estado enferma. Era la viva imagen de la salud y la belleza.
—¿Cómo es esto? —preguntó el samurái, casi gritando—. ¿Cómo es que sales de tu lecho vestida, peinada y arreglada, con ese aspecto de no haber estado nunca enferma?
—Yo no soy O-Kei, sino el espíritu de O-Ko-san —fue la respuesta—. Fue grande mi desgracia al morir antes del regreso de Kōnojō. Si hubiera estado viva entonces, me habría recuperado y estaría felizmente casada con él. Por eso mismo, mi espíritu no podía descansar en paz. Tomé la forma de mi querida hermana OKei, y durante un año entero he habitado felizmente en su cuerpo al lado de Kōnojō. Mi espíritu ahora está apaciguado, y a punto de descansar definitivamente. Aunque hay una condición, Kōnojō, que debo pedirte —dijo la muchacha mientras se volvía hacia él—.
Debes casarte con mi hermana O-Kei. Si haces eso, mi espíritu podrá descansar completamente en paz, y entonces O-Kei se recuperará. ¿Me prometes que te casarás con O-Kei?
El anciano samurái, su esposa y Kōnojō estaban muy sorprendidos ante este hecho. El aspecto de la joven era el de OKei; pero la voz y los gestos eran los de O-Ko-san. Además estaba la horquilla dorada como prueba adicional. La madre lo sabía bien. Ella la había prendido del cabello de su hija muerta justo antes de que el féretro fuese cerrado. Nadie la podía contradecir en ese asunto.
—Pero —dijo el samurái finalmente— O-Ko-san lleva muerta y enterrada más de un año. Que te nos aparezcas ahora nos llena a todos de desconcierto. ¿Por qué nos perturbas de esta manera?
—Ya os lo he explicado —respondió ella—. Mi espíritu no podía descansar hasta que conviviera con Kōnojō, pues sabía de su fidelidad. Eso se ha cumplido, y mi espíritu está preparado para descansar. Mi único deseo es ver a Kōnojō casado con mi hermana.
Hasunuma, su esposa y Kōnojō se reunieron a deliberar.
Estaban muy dispuestos a casar a O-Kei y Kōnojō no puso objeción.
Una vez acordado el asunto, el espectro de la joven le tendió la mano a Kōnojō diciendo:
—Esta es la última vez que tocarás la mano de O-Ko-san. ¡Adiós, queridos padres! ¡Adiós a todos! ¡Estoy a punto de dejar este mundo!
Entonces se desmayó como si estuviera muerta, y así permaneció durante media hora; mientras, los otros, superados por los extraños acontecimientos que acababan de ver y oír, se sentaron a su alrededor sin musitar apenas una palabra. Al cabo de esa media hora la joven volvió a la vida e, irguiéndose, exclamó:
—Queridos padres, no temáis más por mí. Me encuentro perfectamente de nuevo; pero desconozco cómo he llegado hasta aquí desde mi lecho, completamente vestida, o cómo es que me encuentro tan bien.
Se le formularon un gran número de preguntas a O-Kei; pero era bastante evidente que nada sabía de lo ocurrido, ni del espíritu de O-Ko-san, ni de la horquilla dorada.
Una semana más tarde, O-Kei y Kōnojō se casaron, y la horquilla dorada fue donada a un templo en Shiogama, al que hasta hace bien poco, la gente solía ir a rezar.
Cuento popular japonés recopilado por Richard Gordon Smith (1858-1918)
Richard Gordon Smith (1858 – 1918) fue un viajero, deportista y naturalista británico.
Realizó muchos viajes y vivió en Japón varios años. Creo diarios de los viajes con ilustraciones.
Transcribió cuentos y mitos populares antiguos japoneses.