

En las proximidades de la población de Yocalla, pequeño distrito del departamento de Potosí, suele a veces detenerse sorprendido el viajero, cerca de un torrente, ante la contemplación de un gran arco de piedra sólida que sirve de puente y que, a pesar de su antigüedad, por su color blanco parece que el tiempo no ha logrado ennegrecer, dando la impresión de que su construcción datara de una época reciente.
Los moradores del lugar ignoran la tradición castellana de aquella obra curiosa, pero los indios, después de muchos rodeos, la explican de la siguiente manera:
En una época muy remota, Gualpa (Gallo), un joven tan gallardo como enamorado y emprendedor, conquistó a fuerza de ardides la voluntad y el cariño de Chasca-ñawi (Ojos de Lucero), hija única del curaca. No tardaron los jóvenes en ponerse tan de acuerdo, que apenas caía la noche, la muchacha abandonaba la choza paterna y se dirigía a unas rocas cercanas al actual puente, donde el joven indio la esperaba, ensayando sencillas y amorosas melodías en su flauta de caña.
Una noche, apercibido el curaca de lo que ocurría, sorprendió a los amantes en pleno idilio. Indignado con el galán, le echó en cara su humilde posición, su pobreza y su audaz atrevimiento de pretender nada menos que a la hija de un curaca.
El indio no se amilanó, a pesar de las enérgicas palabras del viejo. Este, pronto tuvo que convencerse de que no había procedido bien siendo tan severo, pues su hija estaba locamente enamorada del galán y de su armoniosa flauta.
Es sabido que el cariño por los hijos convierte en mansos corderos a los leones más bravos, y el arrogante curaca, a los pocos días, fue personalmente en busca de Gualpa y, amistosamente, acordó darle un año de plazo para que se educase y adquiriese fortuna, con el fin de ser digno de su hija.
El joven, con la inexperiencia de la edad y de las cosas de la vida, o tal vez confiando en su novia, aceptó ausentarse de Yocalla, creyendo que era posible adquirir cuantiosos bienes e instruirse en tan corto tiempo.
Nadie supo de Gualpa durante aquel año, y el viejo astuto realizó su propósito de alejar los peligros que amenazaban a su hija mientras su audaz enamorado estaba cerca.
El curaca pensó que la ausencia causa olvido y proyectó casar a Chasca con el hijo de otro curaca vecino, quien se había educado y vivido mucho tiempo en la corte del Inca, lo que le daba gran importancia entre los indios que no habían tenido la suerte de ver al hijo del Sol ni de familiarizarse con las costumbres de la ciudad real.
El amor de Chasca, sin embargo, era más firme de lo que su padre creía, y aunque todo estaba preparado para casarla con el hijo del otro curaca, ella esperaba en silencio que Gualpa se presentara oportunamente.
Faltaba solo un día para que se cumpliera el plazo fijado por el viejo, y Gualpa no aparecía ni se tenían noticias de él.
Todo se había preparado en el villorrio para la suntuosa fiesta del casamiento que tendría lugar al día siguiente. De las casas de ambos curacas llegaban y se intercambiaban valiosos presentes en festejo de tan ambicionada alianza.
Chasca oía, callaba y aceptaba con paciencia cuanto se hacía a su alrededor, pero en lo íntimo de su alma flotaba la dulce esperanza de que todos aquellos preparativos servirían para festejar su enlace con aquel que estaba ausente.
Llegó, por fin, la noche, después de un día nublado, y se desató una espantosa tormenta de granizo que, desplomándose por las faldas de las montañas, inundó los valles y campos. La corriente arrastraba por el cauce del torrente enormes moles de piedra que parecían flotar sobre las aguas como débiles leños. El ruido pavoroso, en medio de la oscuridad, se confundía con el estruendo de la borrasca, que iluminaba las alturas como si quisiera abrir la bóveda infinita de los cielos.
Chasca casi desesperaba de que su amante pudiera aparecer; pero este había llegado, en medio de la noche, a la orilla del río Yocalla. Con el amanecer se cumpliría el plazo en que Gualpa debía presentarse en busca de su amada, y él temía que no se le esperase ni una hora después de vencido el tiempo fijado.
El torrente arrastraba cada vez más volumen de agua, y pretender atravesarlo a nado era exactamente lo mismo que arrojarse en brazos de la muerte.
Esperar a que las aguas bajasen hubiera sido someterse voluntariamente al suplicio.
Hualpa dio algunos pasos por la orilla del torrente, en la más angustiosa desesperación, sin saber qué resolución tomar. De pronto, alzando al cielo los puños para prorrumpir en una formidable imprecación, invocó al espíritu del mal, llamó al que rige las borrascas, habló a Supay, ¡el que ronca en las cavernas!
Supay no estaba lejos y pronto acudió a presencia del mancebo, tendiéndole los brazos por entre los pliegues rojizos de su manto de fuego.
Hualpa le expuso su ansiedad y le dijo que, ya que era el poderoso que tenía en aquel instante en revolución al cielo y a la tierra, le pedía que lo pasase a la otra orilla del torrente, porque tenía que presentarse en casa de su amada.
—¡Infeliz! —dijo Supay—. Si yo te tocara con mis manos de fuego, habría llegado el último momento de tu vida… Pero, a cambio de tu espíritu, voy a construirte un puente antes de que amanezca, con las rocas de estas montañas, para que llegues por tus propios pies a donde está tu amada y venzas a tu rival, que se prepara para poseerla mañana mismo.
Después de convenir en el trato, Hualpa se sentó a esperar en una roca cercana, y el espíritu de las cavernas, en medio de pavorosos ruidos, dio principio a la obra, trayendo y colocando las grandes piedras una sobre otra, de la manera en que actualmente se encuentran.
Cuando comenzaba a clarear el día, anunciando con orlas de luz la aparición del dios Sol que todo lo anima y vivifica, Supay tenía casi concluido el puente, pero le faltaba una piedra grandísima que debía ajustar en la parte alta para cerrar las aberturas de las rocas.
Hualpa, impaciente por llegar a Yocalla, no esperó a ver la completa terminación de la obra y pasó de un salto, sin detener su marcha, hasta donde su amada lo esperaba. Supay no pudo detenerlo, pues, como es espíritu de las sombras, tuvo que huir del Sol en dirección opuesta y ocultarse en las cavernas. Ya el padre de la luz asomaba su disco esplendoroso entre las cumbres de las montañas.
Hualpa llegó a tiempo, y llegó rico, pues la confianza en el propio esfuerzo suele hacer en esta vida maravillas.
Una vez entre los suyos, pudo vanagloriarse de haber hecho construir un puente a Supay en medio de la noche.
El curaca le entregó a la hermosa Chasca-ñawi, cuyo enlace se festejó con un gran baile y un paseo hasta el hermoso puente, del que todos han seguido sirviéndose para cruzar el río, y nadie se ha atrevido, hasta la fecha, a colocar en el gran arco la piedra que le falta, pues sería completar la obra de Supay y hacerlo acreedor al alma de Hualpa, correspondiendo mal al venturoso enamorado que, en vida, hizo el beneficio de construir un puente tan necesario.
Dicen algunos que, cuando Hualpa murió, Supay quiso apoderarse de su espíritu y llevarlo consigo a las cavernas; pero como la obra del puente no había sido concluida por él, un dios justiciero protegió al indio contra el espíritu del mal, y Supay tuvo que resignarse a perderlo, quedando el alma de Hualpa entre los espíritus buenos o invisibles que vagan en torno nuestro haciendo beneficios.
Leyenda boliviana recopilada por Filiberto de Oliveira Cézar y Diana en Leyendas de los indios quichuas, publicado en 1892
Filiberto de Oliveira Cézar y Diana (1856-1910) fue un militar, político, diplomático y escritor argentino.
Hijo de padre militar y madre criolla, Filiberto era un hombre de gran cultura que viajó por Europa y América, dominaba varios idiomas y escribió obras con gran valor cultural:
Leyenda de los indios quichuas, en 1892; Leyenda de los indios guaraníes, en 1892; La vida en los bosques sudamericanos (viaje al oriente de Bolivia), en 1893; El Corsario La Argentina, en 1894; Viaje al país de los tobas, en 1897 y el El cacique blanco (costumbres de los araucanos en la Pampa), en 1898