Érase una vez una reina que dio a luz un hijo tan feo y contrahecho, que durante mucho tiempo se dudó si tenía forma humana. Un hada que estuvo presente en su nacimiento aseguró que no dejaría de ser agradable, pues tendría una gran inteligencia; añadió incluso que podría, en virtud del don que ella acababa de concederle, dar tanta inteligencia como él tuviese a la persona a quien más quisiera.
Todo esto consoló un poco a la pobre Reina, que estaba muy afligida por haber traído al mundo tan feo monigote. También es verdad que, en cuanto empezó a hablar, el niño dijo mil cosas bonitas y tenía en todos sus gestos un no sé qué de ingenioso, que estaba uno encantado con él.
Me olvidaba decir que vino al mundo con un pequeño copete de pelos en la cabeza, que dio lugar a que lo llamaran Riquete el del copete, pues Riquete era el patronímico de la familia.
Al cabo de siete u ocho años, la reina de un reino vecino dio a luz dos niñas. La primera que vino al mundo era más bella que el día: la Reina se puso tan contenta, que se temió que una alegría tan grande la perjudicara. La misma hada que había asistido al nacimiento del pequeño Riquete el del copete estaba presente y, para moderar la alegría de la Reina, le declaró que la Princesita no tendría nada de inteligencia y que sería tan estúpida como hermosa. Aquello mortificó mucho a la Reina; pero unos instantes más tarde sintió una pena mucho mayor, pues resultó que la segunda hija que dio a luz era extremadamente fea.
—No os aflijáis tanto, señora —le dijo el hada—, vuestra hija será compensada por otro lado y tendrá tanta inteligencia, que apenas se darán cuenta de que le falta la belleza.
—Dios lo quiera —respondió la Reina—. ¿Pero no habría medio de poder dar un poco de inteligencia a la mayor, que es tan hermosa?
—No puedo hacer nada por ella, señora, en lo tocante a la inteligencia —le dijo el hada—, pero lo puedo todo en lo tocante a la belleza; y como no hay nada que no quiera hacer para satisfaceros, voy a otorgarle el don de poder volver hermoso o hermosa a la persona que le guste.
A medida que fueron creciendo las dos princesas, sus perfecciones crecieron también con ellas, y en todas partes no se hablaba más que de la belleza de la mayor y de la inteligencia de la menor.
También es verdad que sus defectos aumentaron mucho con la edad. La menor se volvía más fea a ojos vistas y la mayor se volvía cada día más estúpida. Y así, o no contestaba a lo que le preguntaban o decía una tontería. Además era tan torpe, que no hubiera podido colocar cuatro porcelanas en el revellín de una chimenea sin romper alguna, ni beber un vaso de agua sin echarse la mitad en el vestido.
Aunque la belleza es una gran ventaja para una joven, sin embargo la menor casi siempre tenía superioridad sobre la mayor en sociedad. Al principio se dirigían al lado de la más hermosa para verla y admirarla, pero al poco rato se desviaban a la que tenía más inteligencia para oírla decir mil cosas agradables; y era sorprendente ver cómo, en menos de un cuarto de hora, no quedaba nadie junto a la mayor, y todo el mundo se había colocado en torno a la menor. La mayor, aun siendo tan estúpida, lo notó perfectamente y hubiera dado sin sentirlo toda su belleza por tener la mitad de la inteligencia de su hermana.
La Reina, por más prudente que fuera, no pudo menos de reprocharle un día varias veces su tontería, con lo que la pobre Princesa pensó morir de dolor.
Un día en que se había retirado a un bosque para llorar su desgracia, vio que se le acercaba un hombrecillo muy feo y muy desagradable, pero magníficamente vestido.
Era el joven príncipe Riquete el del copete, que, habiéndose enamorado de ella por los retratos que circulaban por todo el mundo, había abandonado el reino de su padre para tener el placer de verla y de hablar con ella.
Encantado de encontrarla así sola, la aborda con todo el respeto y toda la cortesía imaginables. Habiendo notado, después de hacerle los cumplidos de rigor, que estaba melancólica, le dijo:
—No comprendo, señora, cómo una persona tan hermosa como vos pueda estar tan triste como parecéis; porque, aunque puedo alabarme de haber visto infinidad de personas hermosas, puedo decir que jamás he visto a nadie cuya belleza se iguale a la vuestra.
—Eso lo diréis vos, señor —le respondió la Princesa, y no pasó de ahí.
—La belleza —prosiguió Riquete el del copete— es una ventaja tan grande, que debe de suplir todo lo demás. Y, cuando se la posee, no veo nada que pueda afligiros mucho.
—Me gustaría más —dijo la Princesa— ser tan fea como vos, y tener inteligencia, que tener la belleza que tengo, y ser tan tonta como soy.
—Señora, no hay nada que demuestre tanto que se tiene inteligencia como creer no tenerla, y pertenece a la naturaleza de este don que, cuanto más tiene uno, más cree carecer de él.
—Eso no lo sé —dijo la Princesa—; lo que sí sé es que soy muy tonta, y de ahí viene la pena que me mata.
—Señora, si lo que os aflige no es más que eso, puedo fácilmente poner fin a vuestro dolor.
—¿Y cómo lo haréis? —dijo la Princesa.
—Señora —dijo Riquete el del copete—, tengo el poder de dar tanta inteligencia como se pueda tener a la persona a quien más ame, y como sois vos, señora, esa persona, no depende más que de vos el tener tanta inteligencia como se pueda tener, con tal que queráis casaros conmigo.
La Princesa se quedó cortada y no respondió nada.
—Veo —prosiguió Riquete el del copete— que la proposición os desagrada, y no me extraña; pero os doy un año entero para decidiros.
La Princesa tenía tan poca inteligencia y al mismo tiempo tantas ganas de tenerla, que pensó que el fin de ese año no llegaría nunca; de modo que aceptó la proposición que se le hacía. Apenas hubo prometido a Riquete el del copete que se casaría con él dentro de un año, tal día como aquel, cuando se sintió completamente distinta de lo que era antes; notó que tenía una facilidad increíble para decir todo lo que le apetecía y para decirlo de una manera fina, suelta y natural. Desde aquel momento entabló una conversación elegante y sostenida con Riquete el del copete, donde brilló con tal fuerza, que Riquete el del copete pensó que le había dado mucha más inteligencia de la que se había reservado para sí mismo.
Cuando regresó al palacio, toda la Corte no sabía qué pensar de cambio tan súbito y tan extraordinario, porque igual que la habían oído antes decir impertinencias, ahora la oían decir cosas muy sensatas e infinitamente ingeniosas.
Toda la Corte sintió una alegría como no se puede imaginar; solo la menor no se alegró de ello, porque, al no tener ya sobre su hermana mayor la ventaja de la inteligencia, parecía a su lado una mona muy desagradable.
El Rey se guiaba por su parecer y hasta a veces iba a celebrar Consejo a sus aposentos.
Habiéndose propagado el rumor de aquel cambio, todos los jóvenes príncipes de los reinos vecinos hicieron lo posible por conseguir su amor, y casi todos la pidieron en matrimonio; pero ella no encontraba ninguno que tuviera bastante inteligencia, y los escuchaba a todos sin comprometerse con ninguno. Sin embargo, llegó uno tan poderoso, tan rico, tan inteligente y tan bien plantado, que no pudo menos de experimentar inclinación hacia él. Su padre, al darse cuenta de ello, le dijo que la dejaba elegir esposo y que no tenía más que declarar su voluntad.
Como cuanta más inteligencia se tiene más trabajo cuesta tomar una resolución firme sobre ese asunto, después de darle las gracias a su padre, le rogó que le diera tiempo para pensarlo.
Fue por casualidad a pasearse por el mismo bosque donde se había encontrado con Riquete el del copete, para pensar más a gusto en lo que tenía que hacer. Mientras se paseaba, pensando profundamente, oyó un ruido sordo bajo sus pies, como de varias personas que van y vienen y se agitan. Habiendo prestado oído más atentamente, oyó que alguien decía:
—Tráeme esa olla.
Otro:
—Dame esa caldera.
Otro:
—Echa leña al fuego.
Al mismo tiempo se abrió la tierra, y vio bajo sus pies algo así como una gran cocina llena de cocineros, marmitones, y toda clase de encargados necesarios para organizar un magnífico banquete. Salió de ella un grupo de veinte o treinta asadores, que fueron a acampar en una avenida del bosque alrededor de una mesa muy larga, y que, con la aguja de mechar en la mano y el rabo de zorro cayéndoles sobre la oreja, se pusieron a trabajar al compás de una armoniosa canción. La Princesa, extrañada por el espectáculo, les preguntó para quién trabajaban.
—Es, señora —le respondió el más notable del grupo—, para el príncipe Riquete el del copete, cuya boda se celebrará mañana.
La Princesa, aún más sorprendida de lo que había estado, y acordándose de pronto de que hacía un año, tal día como aquel, había prometido casarse con el príncipe Riquete el del copete, se quedó de una pieza.
El hecho de que no se acordara se debía a que cuando hizo aquella promesa era tonta y, al adquirir la nueva inteligencia que el Príncipe le había concedido, había olvidado todas sus tonterías.
No había dado treinta pasos siguiendo su paseo, cuando se presentó ante ella Riquete el del copete, elegante, magnífico y como un príncipe que va a casarse.
—Señora —dijo él—, aquí me tenéis puntual en mantener mi palabra y no dudo de que vos hayáis venido aquí para cumplir la vuestra y hacerme, dándome vuestra mano, el más feliz de todos los hombres.
—Os confesaré francamente —respondió la Princesa— que todavía no he tomado una decisión y que no creo poder nunca tomarla como vos la deseáis.
—Me sorprendéis, señora —le dijo Riquete el del copete.
—Lo creo —dijo la Princesa—, e indudablemente, si tuviera que vérmelas con un hombre malcriado y sin inteligencia, me vería en una situación muy embarazosa.
«Una princesa no tiene más que una palabra, me diríais, y tenéis que casaros conmigo, puesto que me lo habéis prometido»; pero como la persona con quien hablo es el hombre más inteligente del mundo, estoy segura de que sabrá atenerse a razones. Vos sabéis que, cuando era tonta, a pesar de todo no podía decidirme a casarme con vos: ¿cómo queréis que con la inteligencia que me habéis dado, y que me hace todavía más exigente de lo que era en materia de gente, tome hoy una resolución que no pude tomar en aquel momento? Si pensabais de verdad en casaros conmigo, habéis cometido el gran error de sacarme de mi necedad y hacer que vea más claro de lo que veía.
—Si a un hombre sin inteligencia —respondió Riquete el del copete— se le admitiría, como acabáis de decir, que os reprochara vuestra falta de palabra, ¿por qué queréis, señora, que no haga lo mismo yo en un asunto del que depende toda la felicidad de mi vida? ¿Es razonable que las personas que tienen inteligencia estén en peores condiciones que las que no la tienen? ¿Podéis pretenderlo vos, que tanta tenéis y que tanta deseasteis tener? Pero, si os parece, vayamos al grano. Exceptuando mi fealdad, ¿hay algo más en mí que os desagrade? ¿Estáis descontenta de mi nacimiento, de mi inteligencia, de mi carácter y de mis modales?
—De ningún modo —respondió la Princesa—, en vos me gusta todo lo que acabáis de decirme.
—Si es así —prosiguió Riquete el del copete—, voy a ser feliz, ya que vos podéis convertirme en el más agradable de todos los hombres.
—¿Y cómo puede hacerse eso? —le dijo la Princesa.
—Eso se hará —respondió Riquete el del copete—, si me amáis lo suficiente como para desear que así sea; y para que no dudéis más, señora, sabed que la misma hada que el día de mi nacimiento me concedió el don de poder hacer inteligente a la persona que me gustase, también os concedió a vos el don de poder hacer hermosa a la persona a quien vos quisierais conceder esa gracia.
—Si es así —dijo la Princesa—, deseo con todo mi corazón que os convirtáis en el príncipe más hermoso y más agradable del mundo. Y os concedo el don en la medida en que esté en mi mano.
En cuanto la Princesa pronunció estas palabras, Riquete el del copete apareció a sus ojos como el hombre más hermoso, mejor plantado y más agradable que ella hubo visto jamás.
Hay quien asegura que no intervinieron para nada los encantamientos del hada, sino que solo el amor realizó aquella metamorfosis. Dicen que la Princesa, después de haber meditado sobre la perseverancia de su amante, sobre su discreción y sobre todas las buenas cualidades de su alma y de su espíritu, dejó de ver la deformidad de su cuerpo y la fealdad de su rostro; que la joroba solo le pareció el porte de un hombre con aires de importancia y que, así como hasta entonces lo había visto cojear horriblemente, no le encontró más que cierto andar inclinado que la encantaba; también dicen que sus ojos, que eran bizcos, le parecieron por ello más brillantes, que su defecto pasó en su mente por la marca de un violento exceso de amor, y finalmente que su gruesa nariz roja tuvo para ella algo de heroico y marcial.
Sea como fuere, la Princesa le prometió al instante casarse con él siempre que él obtuviera el consentimiento del Rey, su padre. El Rey, que se había enterado de que su hija estimaba mucho a Riquete el del copete, a quien conocía además por ser un príncipe muy inteligente y muy prudente, lo aceptó con sumo placer por yerno. Al día siguiente se celebró la boda, tal como lo había previsto Riquete el del copete y según las órdenes que había dado hacía mucho tiempo.
MORALEJA
Lo que hemos advertido en este escrito
es la pura verdad, no un mero cuento;
todo es en lo que amamos muy bonito,
todo lo amado tiene gran talento.
OTRA MORALEJA
Aunque hubiera en un ser puesto Natura
bellos rasgos y fuera la pintura
de una tez que igualar no pueda el arte,
no tendrán esos dones tanta parte
para tornar un corazón sensible,
como ese singular
atractivo invisible
que allí solo el amor sabe encontrar.
Cuento popular, adaptado por Charles Perrault en el s. SVII
Charles Perrault (1628-1703). Escritor francés reconocido por los cuentos clásicos infantiles.