Gustave Dore Los deseos ridículos

Los deseos ridículos

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Sabiduría
Cuentos con Sabiduría

Si, como sois, no fuerais tan sensata,
me guardaría mucho de contaros
esta fábula loca y poco grata
que voy a relataros.

De un ana de morcilla va la cosa.
«¡Un ana de morcilla! ¡Por piedad,
querida mía, vaya atrocidad!»,
gritaría sin duda una preciosa
que, siempre tierna y seria,
no quiere oír hablar de otra materia
que la sentimental y la amorosa.

Pero a vos, que como ningún mortal
tenéis el don de cautivar contando,
y con esa expresión tan natural
nos parece estar viendo y aun tocando
lo que se va escuchando;
que sabéis que en la forma de invención
de cualquier creación
es donde está, más que en el argumento,
la belleza real de todo cuento,
a vos os va a gustar esta conseja
y sin duda también su moraleja;
quizá soy atrevido,
pero estoy plenamente convencido.

Era una vez un pobre leñador,
tan harto de la vida que llevaba
de miseria y dolor,
que —decía— tan solo deseaba
perder de vista el monte
e irse a reposar al Aqueronte:
porque veía, en su dolor profundo,
que desde que se hallaba en este mundo
nunca jamás el cielo empedernido
ni un deseo le había concedido.

Un día en que en el bosque se quejaba,
mientras se lamentaba,
Júpiter, rayo en mano, apareció.
Mal podría pintar todo el canguelo
que al buen hombre le entró.
«¡No quiero nada! —el pobre hombre exclamó
arrojándose al suelo—.
Ni deseos ni truenos, no haya tal:
vamos a hablar, Señor, de igual a igual».
Júpiter respondió: «No tiembles tanto;
vengo, compadecido de tu llanto,
pues quiero demostrarte
que, con tanto quejarte,
me estás perjudicando sin objeto.
Ahora escúchame. Yo te prometo
(y hacerlo está en mi mano,
pues soy del mundo dueño soberano)
atender tres deseos por completo:
los primeros que quieras formular
de todo cuanto puedas desear.
Mira bien lo que va a hacerte dichoso,
mira bien lo que va a satisfacerte;
y, pues tu feliz suerte
depende de tus votos, sé juicioso,
y antes de que formules un deseo
piensa bien lo que pides y su empleo».

Júpiter a los cielos se subió
y el leñador, contento,
abrazando al momento
el haz de leña, al hombro se lo echó
y volvió con la carga a su morada.
¡Jamás le pareció menos pesada!
Mientras iba trotando de carrera,
decía: «No hay que obrar a la ligera;
la cosa es importante, y aun sospecho
que me tiene más cuenta
pedir su parecer a la parienta».
Y, entrando bajo el techo
de su choza de helecho,
dijo: «Bueno, Paquita, ahora hagamos
un buen fuego y una buena comida,
pues vamos a ser ricos de por vida;
solo necesitamos
formular los deseos que queramos».

Y allí, punto por punto,
le cuenta con detalles el asunto.
Al oírlo, la esposa,
resuelta y presurosa,
concibió mil proyectos en su mente;
pero, considerando conveniente
actuar con prudencia,
dijo a su esposo: «Blas, amigo mío,
para no cometer un desvarío,
y por nuestra impaciencia
estropearlo todo,
examinemos mano a mano el modo
de obrar en este caso y no a voleo;
dejemos, pues, nuestro primer deseo
para mañana y, antes de hacer nada,
vamos a consultarlo con la almohada».
«Me parece de perlas el consejo
—dijo el bueno de Blas—; trae vino añejo».
Bebió, y ante aquel fuego delicioso,
saboreando a sus anchas el reposo,
se apoyó en el respaldo de la silla
y dijo: «Con rescoldo tan hermoso,
¡qué bien vendría un ana de morcilla!».
Estaba estas palabras aún diciendo,
cuando su mujer, presa
de asombro y de sorpresa,
vio una larga morcilla que, saliendo
de una esquina junto a la chimenea,
se aproximaba a ella serpenteando.

Al pronto lanzó un grito, mas pensando
que la imprudente idea
que su marido por torpeza pura
propuso, ocasionaba la aventura,
no hubo injuria ni pulla ni improperio
que, de rabia y coraje, no dijera
al pobre esposo. «Cuando se pudiera
—le decía— obtener todo un imperio,
oro, perlas, rubíes y diamantes,
vestidos que causaran maravilla,
¿no tienes cosas más interesantes
que desear morcilla?».
«Bueno, me he equivocado,
he andado en mi elección desacertado
—dijo él—, una gran falta he cometido;
para otra vez lo haré con más sentido».
«¡Ya —dijo ella—, espérame sentado!
¡Se necesita ser un animal
para poder tener deseo tal!».
Más de una vez, de cólera llevado,
el buen esposo se sintió tentado
de formular allí el deseo mudo
de quedarse inmediatamente viudo.
Y, dicho entre nosotros, tal vez fuera
la cosa que mejor hacer pudiera.
«Los hombres —se decía— hemos venido
a sufrir a este mundo fementido.
¡Mala fiebre amarilla
se lleve dos mil veces la morcilla!
¡Oh, plega a Dios, pécora condenada
que se te quede en la nariz colgada!».
La súplica sencilla
al punto por el cielo fue escuchada,
y apenas el marido
sus palabras había proferido,
a la nariz de la mujer airada
el ana de morcilla vio pegada.
Este nuevo prodigio sorprendente
acabó de irritarla enormemente.
El caso es que Paquita
era bien parecida, era bonita,
de muy agradable aspecto,
y, si se ha de decir la verdad pura,
en tal lugar tamaña floritura
no hacía, francamente, buen efecto;
salvo que tal pendiente,
al colgarle por cima de la boca,
le impedía charlar tranquilamente,
lo que para un esposo, ciertamente,
resultaba una auténtica bicoca,
tan grande, que en aquel feliz momento
andúvole rondando el pensamiento
la tentación golosa
de no desear ya ninguna cosa.
«Pudiera —se decía— fácilmente,
después de una desgracia tan funesta,
emplear el deseo que me resta
en convertirme en rey seguidamente.
Desde luego no existe nada igual
al esplendor real;
pero pensar aún es conveniente
qué físico la reina ofrecería,
y en qué dolor se la sumergiría
al sentarla en un trono, soberana,
y con una nariz de más de un ana.
Escucharla sobre esto convendría,
que ella misma decida en esta empresa
si quiere convertirse en gran princesa
con la horrible nariz que tiene ahora,
o, si no, seguir siendo leñadora
con la nariz corriente
como la de cualquier bicho viviente,
y como todavía
antes de esta desgracia ella tenía».
Al fin, la cosa bien examinada,
y aun sabiendo el poder que proporciona
el cetro y la corona,
y que, con la cabeza coronada,
no hay nariz que no esté bien modelada,
como no existe nada que posea
la fuerza del deseo de agradar,
prefirió su tocado conservar
antes que hacerse reina siendo fea.
No cambió el leñador, en fin, de estado,
y no se convirtió en un potentado,
y ni bolsa ni arqueta
consiguió ver de escudos bien repleta,
feliz como se hallaba
de emplear el deseo que quedaba,
para, con su concurso
(débil felicidad, pobre recurso),
volver a su mujer como ella estaba.
Se ve, pues, que los hombres miserables,
ciegos, atolondrados y variables,
no deben formular deseo alguno,
y que de entre ellos no hay casi ninguno
que sepa usar de modo acomodado
las mercedes que el cielo le ha otorgado.

Cuento popular, adaptado por Charles Perrault en el s. SVII

Charles Perrault

Charles Perrault (1628-1703). Escritor francés reconocido por los cuentos clásicos infantiles.

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