El Pajarillo Verde, Cuento Popular Catalán

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Había una vez un padre que tenía una hija un tanto caprichosa en cuanto a cosas bonitas y raras, pero a la que él amaba como a su propia alma. De cosa en cosa, la muchacha fue pidiendo de tal manera que, habiéndose gastado ya todo lo que en el reino podía encontrarse, acabó pidiéndole un pájaro completamente verde de todas sus plumas. El padre, que estaba embelesado con ella, por más que comprendía que eran ya demasiadas exigencias y que cuanto más le concedía, más le pedía, no pudo evitar aceptar el nuevo encargo y se fue en busca del extraño pájaro.

Anduvo y anduvo, hasta haber recorrido casi medio mundo, y le sorprendió la noche en una gruta. Al amanecer, se dio cuenta de que al fondo, por un agujerito, entraba una luz espléndida. Al acercarse, el agujero se agrandaba, y haciendo todo lo posible por pasar, al otro lado apareció ante sus ojos un jardín tan hermoso que encantaba. ¡Qué rosas! ¡Qué caminos llenos de toda clase de flores! ¡Todo fresco, perfumado y de vivos colores! Pero lo que más sorprendió al hombre fue ver por todas partes unos pajaritos verdes y hermosos que cantaban con un trino graciosísimo.

El hombre se alegró mucho y, escondiéndose bajo una parra cubierta de campanillas, encontró un pájaro más grande que los demás, de un verde tan sorprendente que parecía tornasolado. Sin mucho esfuerzo, el hombre lo atrapó.

Pero justo cuando lo tenía en sus manos, apareció una serpiente enorme que le dijo cómo se atrevía a quitarle precisamente aquel pájaro que más amaba.

El hombre le explicó el deseo de su hija y todo el tiempo que llevaba recorriendo el mundo para complacerla, y la serpiente le dijo:

—Ya que lo has tocado, llévate el pájaro. Yo ya no puedo conservarlo, pero debes saber que es a cambio de tu hija. Guárdalo bien para que nadie lo toque ni le arranque ni una sola pluma, porque si se le cae una, aunque sea una sola, deberás traerme a tu hija para que me la coma.

El hombre no quedó muy contento. Se alegraba de tener el pájaro, pero temía perder el único amor que le quedaba en la tierra. Así que al darle el pájaro a su hija, casi se le caían las lágrimas. La muchacha lo notó y no pudo evitar preguntarle qué le pasaba. Aunque al principio no se atrevía, finalmente le explicó lo que había sucedido y el alto precio que tenía el pájaro.

—¿Y por eso os asustáis? —le dijo ella—. No tengáis miedo, nadie lo tocará.

Y tomando una jaula de oro, metió dentro al pajarillo y lo colgó del techo.

El pájaro cantaba maravillosamente y todo el pueblo venía a escucharlo. Pero como siempre hay gente envidiosa, una vecina se llenó de celos al ver que la muchacha tenía aquel pájaro. Un día en que padre e hija estaban fuera, la vecina fue a por la jaula, y cuando estaba a punto de atrapar al pájaro, se encontró sin él, y solo una pluma del copete en su mano.

La rabia la consumió: tiró la pluma y huyó justo cuando la muchacha regresaba. Ella enseguida sospechó que algo malo había pasado, y al ver la pluma en el suelo y la jaula vacía, se desesperó.

—¡Ay padre! Ahora sí que estamos perdidos. Ya no hay remedio para mí. Tengo que ir con la serpiente a morir.

El padre se entristeció mucho, pero había dado su palabra y no tuvo más remedio que cumplirla. Con su hija, se dirigió al jardín, y apenas llegaron, les apareció la serpiente.

—Veo que tienes palabra. Si hubieras dudado o tardado, habría matado a tu hija. Tu puntualidad la salva, pero no hay otro remedio: debes tomar esta pluma e ir por el mundo a buscar el pájaro para ponérsela de nuevo. Para lograrlo, deberás pasar por tierras altas donde el frío hiela, y por tierras bajas donde el calor abrasa. Deberás gastar siete pares de zapatos: seis de hierro y uno de madera, y llenar tres botellitas de lágrimas. Hasta que no lo hayas hecho, tu padre quedará aquí sin poder salir y tú no tendrás descanso.

La muchacha emprendió el camino y cruzó las tierras bajas donde el calor sofoca, y las tierras altas donde el frío hiela. Siempre en peregrinaje, gastó los zapatos de hierro y también los de madera. Con el ardor del sol y el hielo que la entumecía, lloró amargas lágrimas hasta llenar las tres botellitas.

Cuando por fin lo había hecho, ya casi irreconocible, llegó a un gran castillo, hacia el que se dirigió con esperanza en el corazón.

—Toc, toc.

—¿Quién es?

—Soy una pobre muchacha que busca al pajarillo verde y hasta encontrarlo no tendré descanso.

La anciana que guardaba la puerta se compadeció y la hizo entrar:

—Debes esconderte bien, porque este castillo es de un gigante muy feroz que si te ve, te comerá.

—Por amor de Dios, acogedme, que hace siete años que no duermo bajo techo ni como en una mesa.

La buena anciana la acogió, la calentó en el fuego, y al oír que llegaba el gigante, corriendo la escondió en el horno.

El gigante era de los que se comen a las doncellas, y apenas entró, empezó a olfatear:

—Farum, farol,
comeremos carne cristiana,
si Dios quiere.

La muchacha apenas respiraba del miedo. La anciana logró distraer al gigante, le dio una olla de carne que se comió de un solo bocado y luego fue a dormir.

A la mañana siguiente, la anciana dio una nuez a la muchacha y le dijo que seguiría encontrando quien la guiase. Al salir, desde un árbol, vio al pajarillo verde volando. Lo siguió hasta que al atardecer se detuvo en otro castillo.

La historia se repite dos veces más, con otras dos ancianas que la acogen y le dan una avellana y una almendra, respectivamente. Cada noche duerme junto al pájaro convertido en joven por la pluma, pero no logra despertarlo a pesar de suplicarle que despierte, contándole todo lo que ha hecho por él.

Hasta que, la tercera noche, al romper la almendra, una música preciosa empieza a sonar. Cuando la repite ante el joven dormido, la música dice:

«Si la serpiente te lo dio, solo ella te lo devolverá.»

La joven entiende el mensaje, le quita la pluma al joven (volviendo a ser pájaro) y huye con él hacia donde está la serpiente.

Cuando llega, encuentra a su padre triste, creyéndola muerta. Ella coloca la pluma al pájaro, que se convierte de nuevo en joven, esta vez despierto. Con su primera palabra, la serpiente se convierte en hombre, y los demás pajarillos verdes se transforman en apuestos jóvenes, soldados y pajes.

El joven explica que aquel hombre era su padre, rey de aquel reino, y que él y su corte habían sido encantados por un rey usurpador. Que solo podía romperse el hechizo quien gastase siete pares de zapatos (seis de hierro, uno de madera), viajase por tierras de fuego y hielo, y durmiese tres noches en su palacio. Como ella lo había hecho, le agradecía tanto y estaba tan prendado de ella que solo le pedía saber si quería casarse con él.

La joven pidió permiso a su padre, quien aceptó feliz. El padre del príncipe, ya anciano, renunció al reino en favor de su hijo, quien con su bella esposa a su lado, encabezó el ejército, venció en batalla al rey impostor y recuperó el trono.

El pueblo se alegró, pues el tirano los oprimía, y proclamaron al príncipe como rey. Vivieron muchos años felices y gobernaron con justicia a sus súbditos.

Cuento popular catalán de Francisco Maspons y Labrós, recopilados en Lo Rondallayre, Quentos Populars Catalans en 1875

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