Los Gigantes, leyenda de Perú


Muchos pueblos de la antigüedad, y algunos de la época presente, se atribuyen el origen de una raza de gigantes. Sin embargo, esto no lo comprueba la ciencia y solo lo consigna la fábula o la tradición, que suele exagerar mucho más que la historia misma, por la sencilla razón de que quienes mienten en la historia son un número limitado de personas, mientras que, en la tradición, quien narra lo que ha oído se cree siempre obligado a agregar algo de su cosecha, ya sea para impresionar mejor o simplemente para redondear el cuento, finalizarlo o producir el efecto agradable que se desea, etc.
(Sirva esto de disculpa al autor en algún caso, y vamos a la leyenda).
Cuando llegaron los españoles que conquistaron el Perú, los indios tenían una cantidad de tradiciones que aseguraban ser verídicas por haberlas oído a sus antepasados. Una de las más curiosas es la que consigna el historiador don Pedro de Cieza, quien dice haber estado en la misma punta de Santa Elena, en los términos de Puerto Viejo, donde aparecieron los gigantes.
En tiempos muy remotos, vinieron del mar, en unos barcos de junco construidos a manera de grandes casas, unos hombres tan grandes que cada uno de ellos, desde la rodilla hacia abajo, medía más que un hombre común en todo su cuerpo. Sus brazos conformaban tan bien con la grandeza de sus cuerpos, que era cosa admirable ver sus enormes cabezas y los largos cabellos que les llegaban a la espalda.
Los ojos eran del tamaño de platos y no tenían barbas. Venían vestidos con pieles de animales cosidas entre sí, y otros iban desnudos. No trajeron mujeres, y después de haber hecho sus chozas a manera de pueblo en el referido paraje, cavaron grandes pozos buscando el agua que les faltaba. Fue esa una obra digna de memoria, como ejecutada por hombres tan extraordinarios, que realizaron estos pozos en medio de la roca viva, logrando obtener agua tan clara, fresca y agradable, que era un gran contento beberla.
Habiendo hecho su instalación, estos gigantes se apoderaron de toda la cacería que encontraron en la tierra inmediata, y todo cuanto había en la comarca que ellos podían pisar, lo destruían. Comían tanto, que uno solo de ellos consumía más carne que cincuenta naturales. No fue suficiente la comida que hallaron en tierra y tomaron del mar, con sus formidables redes, muchísimo pescado.
Vivían en gran aborrecimiento de los naturales, pues pretendían quitarles a las mujeres y trataban de matarlos para lograr mejor su propósito. Los indios hicieron grandes juntas para exterminar a los invasores que ocupaban y se enseñoreaban de su tierra, pero nunca se resolvieron a acometer la empresa.
Las mujeres indias huían de los gigantes por no convenirles su extremada grandeza, y ellos, para entretener sus ocios, se entregaban a vicios muy reprochables, tendencia que no se habría sospechado el lector si no la hubiésemos consignado.
Vino entonces un castigo muy grande enviado por Pachacámac para exterminarlos, y se desató en el cielo y en el mar una borrasca formidable, con lluvia de fuego y rayos que los consumió sin dejar ni uno solo, lo que puede atestiguarse viendo las calaveras y los huesos enormes que hay por aquel paraje.
“Esto dicen de los gigantes, lo cual creemos que pasó”, escribe candorosamente don Pedro de Cieza, “porque he oído a españoles que en esta parte se han encontrado y se hallan pedazos de muela que, de estar entera, pesaría más de media libra carnicera, y también porque se ha visto otro pedazo de hueso de una canilla, tomado en donde estuvieron los pozos y cisternas, y también porque he oído antes de ahora que en un antiguo sepulcro de la ciudad de México, o en otra parte de aquel reino, se encontraron ciertos huesos de gigantes, y aún podrían ser todos unos.”
En ese paraje se ve una cosa verdaderamente interesante: actualmente existen unos ojos o manantiales de alquitrán caliente que podrían abastecer para calafatear todos los buques del globo.
En cuanto a los gigantes, diremos nuestra opinión: creemos que, en realidad, habrá llegado a aquella costa, en época remota, algún buque después de una tempestad, y que habrán hecho provisiones en aquel paraje, siguiendo después su derrotero, pero que sus tripulantes no eran hombres excepcionales, sino simples marineros.
Los huesos de gigante deben ser esqueletos de fósiles que habrá en aquella región, como los hay en toda nuestra América.
A propósito de esqueletos de grandes animales, no han sido solo los indios del Perú quienes los han atribuido a gigantes. Ya en el año de 1613, según se consigna en la obra El mundo antes de la creación del hombre, escrita por Mr. Figuier y M. Zimmermann, unos trabajadores que excavaban cerca del castillo de Chaumont, en el Delfinado, en la orilla izquierda del Ródano, encontraron varios huesos, algunos de los cuales rompieron por ignorar que se trataba de restos de un mamífero fósil, cuya existencia era entonces desconocida.
Al tener noticia de aquel hallazgo, un cirujano del país, llamado Mazuyer, se apoderó de los huesos y sacó de ellos gran provecho, anunciando que los había descubierto él mismo en un sepulcro de ladrillo de treinta pies de longitud por quince de anchura, sobre el cual se veía la inscripción siguiente:
“…Aquí yace el rey de los gigantes, Teutoboco.”
Este hecho, que durante mucho tiempo se tuvo como prueba de la existencia de gigantes, fue finalmente aclarado por la ciencia, que demostró que aquellos huesos pertenecían a un mastodonte, un mamífero fósil gigante, y no a un hombre.
De esta manera, los hallazgos de huesos enormes en distintas partes del mundo dieron origen a muchas leyendas que hablaban de gigantes en tiempos antiguos. Los pueblos, al no comprender el origen de estos huesos, los atribuían a hombres de tamaño colosal que habrían habitado la tierra antes de los tiempos conocidos.
Así, lo que comenzó como una explicación popular a hallazgos de huesos fósiles, se convirtió en leyendas de gigantes que, de generación en generación, pasaron a formar parte del folclore de muchos pueblos, incluidas las comunidades indígenas del Perú, quienes contaban que enormes hombres habían llegado del mar, habían habitado sus tierras, y finalmente fueron destruidos por la ira de Pachacámac.
La historia de los gigantes, pues, queda como un ejemplo de cómo la tradición oral, la imaginación popular y la falta de conocimiento científico pueden unirse para crear relatos que, aunque no sean ciertos, forman parte del patrimonio cultural de los pueblos, alimentando su historia mítica y su sentido de identidad.
Teutobocchus Rex
Para dar más importancia al hallazgo, Mazuyer afirmaba que había encontrado en la misma tumba cincuenta monedas con la efigie de Mario. Teutobocchus fue un rey de los bárbaros que invadió la Galia al frente de los cimbrios y que, finalmente, fue vencido en Aquae Sextiae por Mario, quien lo condujo a Roma en su carro triunfal. Según el informe publicado por Mazuyer para dar crédito a su relato, algunos autores romanos testificaron que la cabeza del rey teutón era mucho mayor que todos los trofeos que se solían colocar en las lanzas.
Mazuyer viajó por varias ciudades de Francia y Alemania llevando consigo el esqueleto del supuesto Teutobocchus, que exhibía cobrando una buena suma. Incluso presentó su “reliquia” a Luis XIII, rey de Francia, quien contempló con interés aquella supuesta maravilla.
El esqueleto dio lugar a una acalorada controversia y despertó la admiración del vulgo y de algunos sabios, pero después se supo que un jesuita de Tournois, llamado Jacques Tissot, era el verdadero autor del falso informe publicado por Mazuyer. También se descubrió que las monedas de Mario eran falsas, pues tenían caracteres góticos.
Hoy cualquiera puede ver, en los museos, los restos del “rey Teutobocchus”, contemplando entre los esqueletos de grandes mamíferos el que realmente corresponde a un mastodonte. De este modo, queda explicada la existencia de los supuestos huesos de gigantes en la costa del Perú y en todos los lugares donde se encuentran fósiles.
Leyenda peruana recopilada por Filiberto de Oliveira Cézar y Diana en Leyendas de los indios quichuas, publicado en 1892