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Sauce Verde

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Cuento japonés, Sauce Verde
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Cuento completo Sauce Verde

Tomodata, el joven samurai, rendía lealtad al Señor de Noto. Tomodata era soldado, cortesano y poeta. Su voz era dulce y su rostro, hermoso. Tenía maneras de noble y su conversación siempre resultaba amena e inteligente. Era un bailarín exquisito y destacaba en cualquier actividad física. Se trataba, en fin, de un hombre generoso y amable, amado tanto por los poderosos como los humildes.

Su daimyo, el Señor de Noto, necesitaba a un hombre de confianza para una delicada misión. Escogió para tal fin a Tomodata y lo hizo llamar a su presencia. 

-¿Eres leal? -preguntó el daimyo.

-Bien lo sabes, mi Señor -contestó Tomodata.

-¿Me amas, pues? -dijo el daimyo.

-Por supuesto, mi buen Señor -afirmó Tomodata, arrodillándose ante él.

-Entonces, te voy a encomendar una misión: ve y lleva mi mensaje -dijo el daimyo-; cabalga hasta reventar tu montura. Cabalga veloz, y no muestres temor ante las abruptas montañas ni en la tierra del enemigo. No te detengas por la tormenta, ni por nada de este mundo. Pierde tu vida, pero no traiciones la confianza que tengo depositada en ti. Y, sobre todo, no mires a ninguna doncella a los ojos. Cabalga y tráeme una pronta respuesta.

Así habló el Señor de Noto.

Tomodata tomó su caballo para llevar a cabo la misión que le había sido encomendada. Siguiendo las órdenes de su Señor, no dio respiro a su montura. Cabalgó sin descanso y no se dejó vencer por el temor a los angostos pasajes montañosos ni tampoco por el miedo a penetrar en la tierra de sus enemigos.

Tres días llevaba en camino cuando estalló una tormenta de otoño. La lluvia caía torrencial, pero Tomodata seguía cabalgando. El viento aullaba entre las ramas de los pinos. Era un auténtico tifón. El caballo vacilaba y apenas podía mantenerse en pie, pero Tomodata le habló al oído y lo animó a seguir. Agarró con fuerza la capa que lo cubría, para que el viento no se la arrebatara, y de este modo siguió su camino.

La terrible tormenta borró cualquier señal de sendero y zarandeó de tal modo al samurai que lo dejó exhausto, a punto de desfallecer. El mediodía era tan oscuro como si fuera el ocaso, y el ocaso tan negro como la noche. Y al caer las tinieblas nocturnas, todo era tan oscuro y tenebroso como la noche de Yomi, en la que las almas errantes aúllan y vagan entre los vivos. Llegó un momento en que Tomodata se encontró totalmente desorientado, perdido en un lugar solitario y agreste, donde le pareció que no habitaba ningún ser humano. Su caballo había llegado al límite de sus fuerzas, así que desmontó y continuó a pie por entre ciénagas y pantanos, a través de rocosos vericuetos, hasta que la desesperación se apoderó de él. 

«¡Oh, dioses! -se lamentó-. ¿Acaso tendré que acabar mis días en esta tierra desierta, sin poder cumplir la misión que mi Señor me ha encomendado?».

En aquel preciso instante, el viento sopló con fuerza, arrastrando con él las nubes que oscurecían el cielo, y la luna brilló, iluminando el paisaje. Bajo la súbita luz lunar, Tomodata vio una colina a su derecha, en cuya cima descansaba una pequeña cabaña de paja. Frente a la cabaña, se alzaban tres sauces llorones.

«¡Oh, dioses! ¡Gracias!» -exclamó Tomodata dirigiéndose a la colina apresuradamente.

Por el quicio de la puerta de la cabaña escapaba un resplandor de luz; una columna de humo subía serpenteante hacia el cielo a través de un agujero en el tejado. El viento mecía las verdes ramas de los tres sauces. Tomodata ató las riendas de su caballo a una de esas ramas y llamó a la puerta, ansioso por encontrar refugio.

La puerta se abrió al instante y en el umbral apareció una anciana, vestida con ropas humildes aunque limpias.

-¿Quién osa viajar en una noche semejante? -dijo- ¿y qué lo trae hasta aquí?

-Soy un viajero exhausto, perdido en este páramo. Mi nombres es Tomodata y soy un samurai al servicio del Señor de Noto, bajo cuyo designios cabalgo. Por los dioses, ofrézcame su hospitalidad, pues necesito comida y amparo para mí y mi montura.

Mientras Tomodata hablaba, el agua seguía empapando sus ropas. Sintió un pequeño desmayo y apoyó su mano en el marco de la puerta para no caer.

-¡Entre, entre, joven caballero! -exclamó con piedad la anciana-. Acérquese al fuego, sea bienvenido. Nuestros alimentos son humildes, pero les serán servidos con nuestra mayor voluntad. En cuanto a su caballo, veo que lo ha dejado al cuidado de mi hija; estará pues, en buenas manos.

Tomodata se giró al instante y bajo la luz mortecina vio a una joven que llevaba su caballo por las riendas. Sus ropas flotaban al viento y su larga cabellera estaba empapada. El samurai se preguntó cómo había llegado hasta allí aquella muchacha.

La anciana lo llevó al interior de la casa y cerró la puerta. Un hombre mayor estaba sentado frente al fuego; ambos ancianos se revelaron como magníficos anfitriones. Le ofrecieron ropa seca, obsequiaron su espíritu con vino caliente de arroz y en muy poco tiempo le prepararon una excelente cena. Al poco rato, entró la hija, quien se ocultó tras unas cortinas para peinarse y cambiarse de ropa. Pronto salió para servir al samurai. La joven vestía una túnica azul tejida a mano e iba descalza; su pelo, suelto, flanqueaba sus suaves mejillas y caía, largo y negro, hasta alcanzar casi sus rodillas. Era una muchacha esbelta y atractiva. Tomodata calculó que debía de tener unos quince años y tuvo la certeza, desde el primer momento, de que era la mujer más hermosa que jamás había visto.

La joven se arrodilló a su lado y le sirvió vino. Sostenía la botella con sus manos e inclinaba la cabeza. Tomodata se giró para observarla. Cuando la muchacha acabó de servir la bebida y dejó la botella, sus miradas se cruzaron y Tomodata la miró directamente a los ojos, olvidando por completo la advertencia de su daimyo, el Señor de Noto.

-¿Cómo te llamas, doncella? -preguntó.

-Me llaman Sauce Verde -contestó ella.

-Es el nombre más encantador del mundo -Dijo Tomodata, y volvió a mirarla a los ojos. Debido a su mirada, el rostro de la joven enrojeció de rubor y, a pesar de que sonreía, sus ojos se llenaron de lágrimas.

¡Ah, la misión del Señor de Noto!

Tomodata entonó entonces la siguiente canción:

«Doncella de larga cabellera, has de saber
que debo partir con el rojo amanecer,
cruel dama de larga cabellera, di:
¿acaso deseas verme lejos de ti?
Doncella de larga cabellera, si ya debes saber
que debo partir con el rojo amanecer,
¿Por qué, oh, por qué veo tu rostro enrojecer?»

Y la doncella Sauce Verde contestó:

«Sea cual sea mi voluntad, el sol ha de salir,
no quiero que me dejes, no quiero verte partir,
las mangas de mi vestido ocultarán mi rubor;
sea cual sea mi voluntad, el sol ha de salir,
no quiero que me dejes, no quiero verte partir,
mi Señor, cubro con mis mangas mi amor…»

-¡Oh, Sauce Verde, Sauce Verde…! -suspiró Tomodata.

Aquella noche, frente al fuego, el joven samurai no podía conciliar el sueño, pese a su cansancio. Estaba enfermo de amor: se había enamorado de Sauce Verde. Pero las estrictas normas de su orden le impedían pensar en tales asuntos. Además, la misión encomendada por el Señor de Noto pesaba como una losa sobre él y deseaba mantenerse fiel y leal.

Apenas había despuntado el alba cuando se levantó. Miró, mientras dormía, al bondadoso anciano que tan gentilmente lo había acogido y dejó un puñado de piezas de oro junto a él. La anciana y su hija reposaban tras unas cortinas. 

Tomodata ensilló su caballo y se alejó lentamente, a través de la bruma del amanecer. La tormenta ya había pasado y todo estaba tan calmo como en el paraíso. La hierba y las hojas de los árboles brillaban con el rocío. Es cielo resplandecía y el camino estaba alfombrado de flores otoñales, pero Tomodata se sentía triste.

Aquella noche se detuvo a descansar en un santuario abandonado; el lugar estaba tan lleno de una paz casi sagrada, que a pesar de todo durmió profundamente hasta el amanecer. Al levantarse, quiso bañarse en un fresco arroyo que corría cerca de allí para continuar su viaje con renovadas energías, pero cuando llegó al umbral del santuario se detuvo de repente. Allí, tendida sobre la hierba, estaba Sauce Verde. Alzó una mano y cogió a Tomodata por el brazo.

-¡Mi Señor, mi Señor! -exclamó, y comenzó a llorar lastimosamente.

Sin decir una palabra, él la tomó en sus brazos y la subió al caballo; después, montó junto a ella. Juntos cabalgaron todo el día y durante el camino no dejaron de mirarse a los ojos. No sintieron ni el frío ni el calor; parecían inmunes al sol y a la lluvia. No se acordaron de la verdad ni la mentira. No pensaban en nada, ni en la piedad filial, ni en la misión encomendada por el Señor de Noto; ni siquiera en el honor o las promesas. solo sabían una cosa, la única. ¡Ah, los extraños caminos del amor!

Al fin llegaron a una ciudad que les era desconocida, en la que se detuvieron. Tomodata llevaba con él oro y joyas, y no le fue difícil encontrar una casa de madera blanca, ricamente alfombrada. Desde cada una de las estancias podía oírse el sonido del salto de agua que había en el jardín, y las golondrinas cruzaban veloces, una y otra vez, por entre la celosía de papel. Allí se quedaron a vivir, sabiendo tan sólo que se amaban.

Pasaron tres años repletos de días felices. Para Tomodata y Sauce Verde, los años eran como guirnaldas de flores.

Al llegar el otoño del tercer año, ocurrió que ambos salieron al jardín un anochecer, pues deseaban contemplar la luna. Y mientas la observaban, Sauce Verde empezó a temblar.

-Amor mío -observó Tomodata-, estás temblando y no es extraño, pues hace un viento helado. Vayamos adentro -dijo rodeándola con su brazo.

En ese momento, ella dio un largo y lastimoso grito, lleno de agonía; tras el grito, desfalleció, apoyando la cabeza sobre el pecho de su amado.

-Tomodata -susurró-, reza una oración por mí; me muero.

-¡Oh, no digas eso, amada mía! Estás cansada, débil, nada más.

La llevó al lado del arroyo, donde los lirios crecían como espadas y las hojas de loto semejaban escudos, y mojó su frente con agua. Tomodata dijo:

-¿Qué te ocurre, mi amor? Recupérate, por favor, vive.

-El árbol -gimió ella-, el árbol… han cortado mi árbol. ¿Recuerdas el Sauce Verde?

Al decir esto, cayó de los brazos de Tomodata al suelo, y empezó a desvanecerse hasta que despareció. Tomodata, echado sobre la tierra del jardín, sólo pudo encontrar ropajes de seda de colores dulces y cálidos y unas sandalias de paja con correas rojas.

Pasaron los años, Tomodata se había convertido en un hombre santo; viajaba de templo en templo, caminando con dolor, y había adquirido una gran sabiduría.

En una ocasión, al anochecer, se encontró sobre un solitario páramo. A su derecha distinguió una colina y, sobre ella, las tristes ruinas de una humilde cabaña de paja. La puerta, cuyo picaporte estaba roto, se abría y cerraba con el sonido chirriante de las bisagras. Frente a los restos de la cabaña había tres cepas de sauce, cortadas hacía mucho tiempo. Tomodata se quedó observando largo tiempo, silencioso e inmóvil. Entonces cantó suavemente, para sus adentros:

«Doncella de larga cabellera, debes saber
que debo partir con el rojo amanecer;
cruel dama de larga cabellera, di:
¿acaso deseas verme lejos de ti?
Doncella de larga cabellera, si ya debes saber
que debo partir con el rojo amanecer,
¿por qué, oh, por qué veo tu rostro enrojecer?».

 -¡Ah, loca canción! Que los dioses me perdonen… Debería haber recitado el Sagrado Sutra para los Muertos -dijo Tomodata.

Cuento tradicional japonés recopilado por Grace Jeans 1910

Warwick Goble, sauce verde
Warwick Goble, sauce verde
mujer japonesa

Grace James (1882-1965). Grace James fue una escritora inglesa de cuentos infantiles.

Nació y vivió en Japón durante su infancia.

Se especializó en cuentos tradicionales japoneses.

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