

Había una vez un rey que se casó con una dama de una hermosura sin igual. Ambos, jóvenes y llenos de amor, despertaban envidia solo con verlos; él, ocupado en los altos asuntos de la nación, y ella, entregada a las virtudes que debe tener toda reina. Cuando los dos se encontraban libres de deberes, se reunían en la santa paz del hogar, entregándose al descanso del espíritu y pasando dulces horas de completa felicidad. Más aún cuando tuvieron fruto de su tierno amor: un niño de figura bellísima.
Pero llegaron tiempos difíciles y el rey tuvo que irse a la guerra. Se despidió de su esposa con el alma llena de tristeza; ella le rodeó el cuello con sus brazos, lo estrechó contra su pecho y, dándole a besar a su hijo, lo dejó partir rodeado de escuderos y pajes, con sus valientes tropas, sin perderlo de vista hasta que árboles y montañas borraron su última sombra.
Desde entonces, cada tarde, cuando su corazón liberaba la tristeza que había contenido durante el día, llena de añoranza, se iba a la ventana de su alta cámara para ver si su esposo regresaba o, al menos, recibir alguna noticia suya. Se imaginaba ver entre las sombras largas del bosque el destello de una arma, el ondear de una pluma, o incluso le parecía oír el relincho de un caballo; pero cada día, la hora tranquila caía lentamente, tiñéndolo todo de tristeza, sin que llegaran ni marido ni noticias. Y ella, con el alma dolida, regresaba al interior a esperar otro día. Os digo que daba pena verla: era bella y encantadora, con su figura airosa, su dulce mirada y su rostro tan triste.
Resultó que al pie del muro donde estaba la ventana pasaba un arroyuelo de agua tan clara y transparente que reflejaba todo lo que se ponía sobre ella. Un día, quiso el destino que fuera a llenarse allí una jarrita una gitana de una comitiva errante que pasaba por los alrededores. Al acercarse al agua y ver reflejado el rostro de la reina, creyó que era el suyo y se sintió feliz como nunca. Pero poco le duró la alegría, pues cuando la reina se movió un poco, la gitana levantó la cabeza, y al verla, llena de rencor y envidia, juró vengarse.
Y la forma en que lo hizo fue vistiéndose de mora y llevando joyas ricas. Pidió permiso en el palacio para ver a la reina, pues decía traerle presentes y joyas de parte del esposo tan querido.
La reina, al saberlo, acudió con ansiosa ilusión, y aunque la mora quiso besarle los pies con todo respeto y reverencia, la hizo sentarse a su lado. Le preguntó sobre la guerra, cómo había escapado de su tierra y llegado hasta el campamento de su esposo, siendo mora, qué noticias traía y qué hacía él, que era toda su vida para ella. La mora inventó buenas noticias y sacó un collar de oro y perlas, que dijo era regalo de su esposo. Con engañosa falsedad, pidió permiso para ponérselo al cuello. La reina aceptó, y tan pronto como el collar le fue colocado, comenzó a sentir que perdía el conocimiento, un estremecimiento por todo el cuerpo, y empezó a cubrirse de plumas. Poco a poco, sus pies se convirtieron en patitas rojas como el coral, sus brazos en alas, y al querer hablar, solo murmuraba. Finalmente, se transformó en una palomita blanca y hermosa, con un collar que brillaba como fuego rodeándole el cuello.
La gitana la espantó fuera, se vistió con las ropas de la reina, se adueñó del palacio y quedó en él como señora, mientras que la paloma, con su triste arrullo, volaba entre los frondosos árboles del jardín: unas veces acercándose al palacio para ver de lejos a su hijo, otras veces al camino, como cada tarde, por si venía su esposo o había alguna noticia de él.
Pasó que la guerra terminó y el rey, victorioso con todo su ejército, escuderos y pajes, con rico botín y esclavos de morería, regresó a su palacio, pasando por el bosque donde estaba la paloma. Esta revoloteó cerca para que la viera, pero el rey, embriagado de gloria y deseoso de ver a su esposa, ni siquiera se fijó. Llegó al palacio, fue recibido con grandes fiestas y, al encontrarse con la reina, tan morena, quedó sorprendido. Pero ella, usando su aspecto moreno como excusa, se lanzó a sus brazos diciéndole que de tanto esperarlo día y noche en la ventana, tomando sol y serena, se había vuelto así. El rey le creyó y quedó contento, abrazándola con toda su alma.
Pero la paloma cada día estaba más triste. Se iba al jardín del palacio a la hora del almuerzo y preguntaba al jardinero:
—¿Cómo está el rey con su reina mora?
Y el jardinero respondía:
—Muy bien, señora.
—¿Y el niño?
—A ratos ríe, a ratos llora.
El jardinero, extrañado de que cada día sucediera lo mismo, fue a contárselo al rey, quien ordenó que al día siguiente pusieran la mesa en el jardín para comer allí. Aunque la reina se opuso mucho, el rey insistió y no hubo más remedio que obedecer.
Tan pronto como estuvieron todos sentados a la mesa, apareció la paloma y se posó en el hombro del rey, luego en el del niño, haciéndoles caricias y como si quisiera arrancarse el collar. Todos intentaron atraparla, la reina la primera, pero la paloma, al ver esto, se mostró tan alterada que hasta el rey temió por ella. Por eso, con dulzura, se le acercó, le besó la cabeza, le acarició el lomo, y al tocar el collar que casi quemaba, se lo arrancó de un tirón. Y de pronto, apareció ante sus ojos, hermosa, esbelta, gentil y bella, aunque muy triste, su antigua y verdadera esposa.
El rey se volvió hacia la embaucadora gitana, a la que vio avergonzada y temblorosa, la reconoció como culpable y ordenó que fuera colgada inmediatamente. Luego, con la reina verdadera, se fue con el corazón lleno de alegría a gozar de una dicha verdadera.
Cuento popular catalán de Francisco Maspons y Labrós, recopilados en Lo Rondallayre, Quentos Populars Catalans en 1875







