principe y princesa del bosque

El Príncipe y la Princesa del Bosque

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Hace muchos años había en Dinamarca un rey y una reina que solo tenían un hijo, un chico listo y apuesto. Cuando este cumplió dieciocho años, el rey, su padre, enfermó de gravedad y había pocas esperanzas de que se recuperara. La reina y el príncipe estaban muy tristes, pues querían mucho al rey, pero, aunque hacían todo lo que podían, su salud siguió empeorando hasta que un día, con la llegada del verano y el canto de los pájaros, levantó la cabeza, miró largamente a través de la ventana y murió.

Durante varias semanas, la reina apenas si pudo dormir y probar bocado por lo mucho que sintió la muerte del rey, y el príncipe temió que su madre también fuera a morir si continuaba llorando, así que le pidió que lo acompañara a un hermoso lugar que él conocía al otro lado del bosque, lo cual la reina aceptó después de un tiempo. El príncipe estaba muy contento y dispuso que todo estuviera listo a la mañana siguiente.

Viajaron todo el día, haciendo paradas únicamente para descansar, y de inmediato la reina comenzó a sentirse mejor y a interesarse en las cosas que veía. Tan pronto cayó la tarde llegaron al bosque. Estaba muy oscuro porque los árboles eran tan frondosos que la luz del sol no los atravesaba, y de pronto se extraviaron del camino. Deambularon sin remedio pensando qué debían hacer.

—Si pasamos la noche en este terrible lugar nos comerán los animales salvajes —dijo la reina, cansada y con miedo, y comenzó a llorar.

—Anímate, madre —le dijo el príncipe—. Tengo el presentimiento de que tendremos buena suerte. —Y en ese momento encontraron una pequeña casita con una luz encendida en una de las ventanas—. ¿No te lo dije? —exclamó el príncipe—. Espera aquí un momento. Veré si puedo conseguir comida y alojamiento por esta noche Corrió tan rápido como pudo, pues para esos momentos ya tenían mucha hambre, ya que habían traído poca comida con ellos y ya se habían terminado hasta las últimas migajas.

Cuando uno va a emprender un largo camino a pie, no es agradable cargar muchas cosas.

El príncipe entró a la casa y echó un vistazo. Fue de una habitación a otra, pero no encontró a nadie ni halló nada qué comer. Cuando se disponía a salir, muy decepcionado, alcanzó a ver que colgaban de la pared de una de las recámaras una espada y una cota de malla con una hoja de papel atada.

Se acercó a leer la nota y vio que decía que quien vistiera la cota y llevara la espada estaría fuera de todo peligro.

Esto le produjo tal felicidad al príncipe que hasta el hambre se le olvidó, y de inmediato se puso la cota de malla debajo de su túnica y escondió la espada debajo de su capa porque no quería decir una sola palabra de lo que había encontrado.

Entonces regresó con su madre, quien lo esperaba impaciente.

—¿Qué estuviste haciendo todo este tiempo? —le preguntó muy enojada—. ¡Creí que te habían matado unos ladrones!

—Solo estaba echando un vistazo —respondió—. Pero no encontré nada de comer, a pesar de que busqué en todas partes

—Tengo miedo de que sea la guarida de unos ladrones —dijo la reina—. Lo mejor será continuar nuestro camino aunque tengamos mucha hambre.

—No lo es, pero aun así coincido en que es mejor no quedarnos aquí —dijo el príncipe—. Sobre todo porque no hay nada de comer. Tal vez encontremos otra casa.

Siguieron adelante hasta que, en efecto, encontraron otra casa que también tenía una luz en la ventana.

—Entremos —dijo el príncipe.

—No, no. Tengo miedo —exclamó la reina—. ¡Nos atacarán y matarán! Estoy segura de que es una guarida de ladrones.

—Eso parece, pero no podemos evitarlo —dijo el príncipe—. No hemos comido nada en varias horas y estoy casi tan cansado como tú. —En efecto, la pobre reina estaba agotada. Apenas podía sostenerse en pie a causa de la fatiga y, a pesar de que tenía mucho miedo, algo dentro de ella la empujaba a dejarse convencer—. Y va a caer una tormenta —añadió el príncipe, quien no temía a nada ahora que llevaba la espada.

Sin embargo, entraron en la casa y no encontraron a nadie. En la primera habitación había una mesa dispuesta con todo tipo de comida y bebidas, aunque algunos de los platos estaban vacíos.

—Esto se ve bien —dijo el príncipe mientras se sentaba y se servía unas fresas de un plato de oro y un poco de limonada bien fría. Nunca nada le había sabido tan delicioso como eso. Sin embargo, era una guarida de ladrones adonde se habían metido, y estos ladrones acababan de cenar y habían salido para ver a quién podían robar.

Cuando la reina y el príncipe quedaron satisfechos, recordaron lo cansados que estaban, y el príncipe miró a su alrededor hasta que ubicó una cómoda cama con sábanas de seda en la habitación contigua.

—Métete a la cama, madre, y yo me acostaré a un lado.

No te preocupes, puedes dormir tranquila hasta el amanecer —y al decir esto, sujetó la espada con una mano y se quedó vigilando hasta romper el alba, cuando la reina despertó y dijo que ya había descansado y que podían continuar el viaje—. Primero iré al bosque a ver si logro encontrar nuestro camino —dijo el príncipe—. Mientras me voy, tú puedes encender el fuego y preparar un poco de café. Tenemos que desayunar bien antes de partir —dijo y echó a correr hacia el bosque.

Cuando se fue, la reina se dispuso a encender la estufa, y entonces se le ocurrió echar un vistazo a las otras habitaciones. Entró a todas hasta llegar a una que estaba hermosamente amueblada, con bellos cuadros colgados en las paredes, cortinas de color azul cielo, suaves cojines amarillos y sillas muy cómodas. Mientras miraba todas estas cosas, se abrió de pronto una puerta falsa en el piso por la cual se asomó el jefe de los ladrones y la sujetó de los tobillos. La reina casi se muere del miedo y dio un grito muy fuerte, luego cayó de rodillas y le rogó a aquel hombre que no la matara.

—No te mataré si me prometes dos cosas —le dijo—. Primero, debes llevarme a tu país y coronarme rey en lugar de tu hijo, y, segundo, lo matarás si trata de arrebatarme el trono. Si no aceptas, te mataré.

—¡Matar a mi propio hijo! —exclamó la reina.

—No tienes que hacer eso —le dijo—. Cuando él regrese, recuéstate en la cama y dile que te sientes mal y que soñaste que en un bosque, como a un kilómetro de aquí, hay unas hermosas manzanas. Dile que te podrás recuperar si te da unas manzanas de esas o, de lo contrario, morirás.

La reina temblaba al escucharlo. Sentía apego por su hijo, pero era muy cobarde. Al final aceptó, con la esperanza de que en algún momento algo ocurriera para salvar al príncipe. Apenas había hecho la promesa cuando se escucharon unos pasos en la entrada, y el ladrón se escondió de inmediato.

—Madre, anduve un poco en el bosque y ya encontré nuestro camino, así que partiremos tan pronto hayamos desayunado.

—¡Ay, me siento muy mal! —exclamó la reina—. No puedo dar un paso y solo hay una cosa que me puede curar.

—¿Y qué es?

—Soñé que a un kilómetro de aquí había un bosque donde crecen las manzanas más hermosas —dijo la reina con la voz muy débil—. Si pudiera comer algunas, estoy segura de que pronto me sentiré mejor.

—Pero los sueños no significan nada —contestó el príncipe—. Cerca de aquí vive un mago. Voy a verlo y a pedirle que te cure.

—Pero mis sueños siempre significan algo —dijo la reina meneando la cabeza—. Si no como algunas de esas manzanas, moriré. —Ella no sabía por qué el ladrón quería enviar al príncipe a ese bosque en particular, pero era un lugar en donde había muchos animales salvajes que bien podían hacer pedazos a cualquiera que se aventurara a ir por ahí.

—Iré —respondió el príncipe—. Pero antes debo desayunar; así podré caminar más rápido.

—Si no te das prisa, me encontrarás muerta a tu regreso —murmuró la reina ansiosamente. Le pareció que su hijo en realidad no estaba preocupado por ella, y para ese momento comenzó a creer que de verdad estaba tan enferma como había dicho.

Después de comer y beber, el príncipe emprendió la marcha y muy pronto llegó a un bosque lleno de leones, tigres, osos y lobos que se aproximaron a él a toda prisa, pero en lugar de hacerlo pedazos se echaron a sus pies y le lamieron las manos. Rápidamente encontró el manzano que quería su madre, pero las ramas estaban tan altas que no podía alcanzar los frutos y no había manera de trepar el árbol debido a lo liso del tronco.

“No tiene caso. No puedo subir hasta allá”, pensó, “¿qué haré?”.

Sin embargo, cuando estaba por irse, su espada alcanzó a hacer contacto con el árbol, y en ese momento cayeron dos manzanas. Las recogió con alegría, y cuando ya se iba apareció un perrito detrás de una colina que corrió hacia él y comenzó a tirarle de la ropa y a gemirle.

—¿Qué quieres, perrito? —le preguntó el príncipe mientras se agachaba para darle unas palmaditas en la cabeza.

El perro corrió hacia un hoyo en la colina y se sentó mirando hacia fuera, como diciéndole: “ven conmigo”.

“Veré qué hay ahí”, pensó el príncipe y se dirigió hacia la colina. Pero el hoyo era tan estrecho que él no cabía por ahí, así que acercó la espada y este de inmediato se hizo más grande.

—¡Ja, ja! —se rió—. Realmente vale la pena tener una espada como esta —exclamó y se agachó para entrar al hoyo.

Lo primero que encontró en un cuarto al final de un oscuro pasillo fue a una hermosa princesa encadenada a un pilar de hierro con una cadena de hierro.

—¿Qué terrible destino te trajo hasta aquí? —le preguntó sorprendido, a lo que la dama respondió:

—No tiene mucho sentido contarte mi historia, a menos que decidas adoptar mis penas.

—Eso no me asusta. Dime quién eres y cómo llegaste hasta aquí —le pidió el príncipe.

—Mi historia no es larga —dijo ella sonriendo—. Soy una princesa de Arabia. Doce ladrones que viven en este lugar están peleando entre sí para ver quién de ellos me toma por esposa.

—¿Debería salvarte? —preguntó el príncipe.

—Sí, pero no puedes hacerlo. Para empezar, ¿cómo podrías romper la cadena con la que estoy atada?

—Eso es fácil —contestó él y desenvainó su espada. Apenas tocó la cadena con ella, los eslabones se rompieron y la princesa quedó libre.

—¡Ven! —le dijo el príncipe tomándola de la mano—, pero ella retrocedió.

—¡No me atrevo! —exclamó—. Si nos encontramos a los ladrones en el pasillo, nos matarán a los dos.

—No lo harán —dijo el príncipe blandiendo su espada—. ¿Cuánto tiempo llevas aquí? —añadió.

—Como veinte años, me parece —dijo la princesa contando con los dedos.

—¡Veinte años! —exclamó el príncipe—. Entonces lo mejor será que cierres los ojos, porque llevas aquí dentro mucho tiempo y la luz del día podría lastimártelos al salir. ¡Así que eres la princesa de Arabia, cuya belleza es reconocida en todo el mundo! Yo también soy un príncipe.

—¿Vendrás a Arabia y te casarás conmigo, ahora que me has salvado la vida? —preguntó la princesa—. Si mi padre vive todavía, ya debe ser un anciano. Después de su muerte podrías ser rey.

—No puedo hacer eso —respondió el príncipe—.Debo vivir y morir en mi propio país. Pero al cabo de un año te seguiré y me casaré contigo —y eso fue todo lo que le dijo.

Entonces, la princesa se quitó un anillo bastante pesado y se lo puso a él. Los nombres de su padre y de su madre estaban grabados en el anillo, al igual que su propio nombre. Le pidió que se lo quedara como un recordatorio de la promesa que le había hecho.

—Moriré antes de separarme de este anillo —dijo el príncipe—. Y si al final de un año todavía estoy vivo, iré a buscarte. Me parece haber escuchado que del otro lado del bosque hay un puerto desde donde salen barcos que llevan a Arabia. Vayamos cuanto antes.

Tomados de la mano, echaron a andar por el bosque y, cuando llegaron al puerto, encontraron un barco listo para zarpar. La princesa se despidió del príncipe y abordó el buque, y hubo muchas celebraciones cuando llegó a su país, pues sus padres no esperaban volver a verla. Les contó cómo un príncipe la había salvado de los ladrones y les dijo que al cabo de un año iría a Arabia para casarse con ella, cosa que a ellos les dio mucho gusto.

—A mí me hubiera gustado que estuviera aquí ahora. Un año es mucho tiempo.

Cuando la princesa se fue, el príncipe recordó por qué se había adentrado en el bosque y volvió de inmediato a la casa de los ladrones.

El ladrón podía oler las manzanas desde lejos, pues tenía una nariz de ogro, así que le dijo a la reina:

—¡Es un tipo extraño! Si entró al bosque y los animales salvajes no se lo comieron debe ser porque tiene un objeto mágico que lo protege. Si es el caso, entonces tenemos que quitárselo de algún modo.

—No tiene nada —dijo la reina que estaba fascinada por el ladrón. Pero este no le creyó.

—Debemos pensar en cómo obtenerlo —dijo—. Cuando llegue dile que ya te sientes bien otra vez y dispón comida para él. Después, mientras esté comiendo, dile que soñaste que lo atacaban animales salvajes y pregúntale cómo fue que logró escapar. Después de que te lo haya contado me será muy fácil encontrar la manera de quitarle el objeto mágico.

El príncipe entró poco después.

—¿Cómo estás, madre? —preguntó él con alegría—. Aquí están tus manzanas. Pronto te sentirás mejor y estarás lista para que nos vayamos de aquí.

—Ya me siento mejor —dijo ella—. Y aquí tienes lista la cena. Cómetela antes de que se enfríe y así podremos irnos.

Mientras él comía, ella le dijo:

—Tuve un sueño terrible mientras no estabas. Soñé que estabas en un bosque rodeado de animales salvajes que corrían a tu alrededor y te rugían con gran ferocidad. ¿Cómo lograste escapar de ellos?

—Fue solo un sueño —respondió él.

—Pero mis sueños siempre son verdad —dijo su madre—. Cuéntame cómo le hiciste.

El príncipe pensó por un momento si debía decirle o no, y al final decidió compartirle su secreto.

“Uno debe contarle todo a su madre”, pensó. Así que eso hizo.

—Verás, madre, tengo una espada y una cota de malla que encontré en la primera casa a la que entramos en el bosque y, mientras las lleve conmigo, nada puede hacerme daño. Eso es lo que me salvó de los animales salvajes.

—¡Cómo podría agradecerte lo suficiente! —exclamó la reina. Y en cuanto el príncipe le dio la espalda, ella se fue a contarle al ladrón.

El ladrón, en cuanto supo la noticia, preparó una pócima para dormir y le dijo a la reina que se la diera a su hijo para que se la tomara antes de dormir en la noche.

En cuanto el príncipe comenzó a tener sueño, la reina le dio el brebaje.

—Tómatelo por mí —le dijo—. Te hará bien después de todo lo que has pasado y te hará dormir bien.

—Sabe muy raro —dijo el príncipe y se lo terminó. Se quedó dormido de inmediato, y el ladrón entró y le quitó la espada y la cota de malla.

—Estas cosas le pertenecen a mi hermano —dijo. Una vez que tuvo los objetos en la mano, lo despertó.

—Ahora yo soy el amo —dijo—. Escoge una de estas dos opciones: morir o que te saque los ojos y te mande de regreso al bosque.

El príncipe se puso pálido al escuchar estas palabras. Entonces pensó algo y se volvió hacia su madre.

—¿Esto es obra tuya? —le preguntó con severidad. Aunque ella rompió en llanto y lo negó, el príncipe supo que ella no decía la verdad—. Muy bien —dijo—, mientras haya vida hay esperanza. Elijo ir de regreso al bosque.

Entonces el ladrón le sacó los ojos, le dio un bastón, un poco de comida y algo de beber, y lo condujo al bosque, deseando que los animales salvajes lo mataran ahora que ya no llevaba consigo la espada ni la cota de malla.

—Y ahora —le dijo a la reina— nos vamos de regreso a tu país.

Al día siguiente levaron anclas, y tan pronto llegaron al castillo se casaron y el ladrón se convirtió en rey.

Mientras tanto, el pobre príncipe deambulaba por el bosque esperando que alguien lo ayudara y quizá le diera trabajo, pues ahora no tenía dinero ni casa. Entonces coincidió con que había una gran cacería en el bosque y todos los animales salvajes habían huido, así que no podían hacerle daño. Un día, cuando ya se le había terminado la comida y se había hecho a la idea de que muy probablemente moriría de hambre, llegó al puerto donde los barcos zarpaban hacia Arabia. Un bajel estaba a punto de partir y el capitán estaba caminando por cubierta cuando vio al príncipe.

—¡Vaya, ahí hay un pobre ciego! —exclamó—. No hay duda de que eso es obra de los ladrones. Llevémoslo a Arabia con nosotros. ¿Te gustaría venir, buen hombre? —le preguntó al príncipe.

¡Qué contento se puso al escuchar a alguien dirigirse a él nuevamente con amabilidad! Respondió que sí, y los marineros lo ayudaron a subir a bordo. Cuando llegaron a Arabia, el capitán lo llevó a los baños públicos y le ordenó a uno de los esclavos que lo bañara. Mientras lo bañaban se le cayó el anillo que la princesa le había dado, el cual encontró después el esclavo que limpió el baño, quien se lo mostró a un amigo suyo que vivía en palacio.

—¡Es el anillo de la princesa! —le dijo—. ¿De dónde lo sacaste?

—Se le cayó a un ciego —contestó el esclavo—. Debe haberlo robado, pero me parece que podrás devolvérselo a la princesa.

Entonces esa misma tarde el hombre fue a palacio y le dio el anillo a su hija, quien era la esclava favorita de la princesa, y la chica se lo dio a su señora. Cuando la princesa lo vio dio un grito de alegría.

—¡Es el anillo que le di a mi prometido! —dijo—. Llévame con él de inmediato.

Al encargado de los baños le pareció extraño que la princesa se hubiera comprometido con un ciego mendigo, pero él hizo lo que le ordenaron, y cuando ella vio al príncipe exclamó:

—¡Por fin has regresado! ¡Ya pasó el año y creí que estabas muerto! Nos casaremos de inmediato. —Volvió a casa y le pidió al rey que enviara una escolta para traer a su prometido a palacio. Desde luego, el rey estaba muy sorprendido por la súbita llegada del príncipe, pero cuando supo que se trataba de un ciego se enojó mucho.

—No puedo permitir que un ciego me releve —dijo—. ¡Es absurdo!

Pero la princesa siempre se había salido con la suya, así que al final el rey aceptó como siempre lo había hecho. El príncipe llegó al palacio en medio de una gran ceremonia y esplendor, pero aun así el rey no estaba conforme. No podía evitarlo, además de que ya era hora de que la princesa se casara, aunque se viera tan joven como siempre. Hubo cientos de caballeros y príncipes que fueron a pedir su mano, pero ella los rechazaba a todos porque se le había metido en la cabeza que iba a casarse con el príncipe ciego. Con nadie más.

Una noche, el príncipe y la princesa salieron al jardín y se sentaron bajo un árbol.

Había dos cuervos sobre un arbusto cercano, y el príncipe, que podía entender el idioma de los pájaros, escuchó que uno de ellos decía:

—¿Sabías que esta noche es el solsticio de verano?

—Sí —respondió el otro.

—¿Y conoces esa parte del jardín conocida como la Cama de la Reina?

—Sí.

—Lo que tal vez no sepas es que cualquiera que tenga alguna enfermedad en los ojos o que no tenga ojos debe lavar las cuencas con el rocío que queda después de esta noche y recuperará los ojos y la vista. Pero debe hacerlo entre la medianoche y la una.

Fue una excelente noticia para el príncipe y la princesa, de modo que el joven le pidió a la princesa que lo llevara hasta ese lugar llamado la Cama de la Reina, que era un pequeño espacio en el pasto donde la reina solía recostarse a tomar la siesta del mediodía. Entonces, entre la medianoche la una, el príncipe se lavó las cuencas de los ojos con el agua del rocío que caía y de pronto recuperó la vista.

—¡Puedo verte! —le dijo a la princesa mirándola como si nunca antes la hubiera visto.

—¡No te creo! —le dijo ella.

—Ve y cuelga tu pañuelo en un arbusto y si lo encuentro deberás creerme.

Y así lo hizo ella y él fue a recoger el pañuelo sin titubear.

—Sí, puedes ver —exclamó ella—. ¡Y pensar que la cama de mi madre te ha devuelto la vista! —y se dirigió al río y se sentó en la orilla. Al cabo de un rato, como hacía calor, la princesa se quedó dormida. Mientras el príncipe la veía notó algo que le brillaba en el cuello; era una pequeña lámpara de oro que pendía de una cadena también de oro. El príncipe quiso inspeccionarla más de cerca, así que desabrochó la cadena, pero, al hacerlo, la lámpara cayó al piso. Antes de que pudiera recogerla, un halcón entró volando, le arrebató la lámpara y huyó con ella. El príncipe lo persiguió y corrió y corrió, tratando en vano de atrapar al ave, hasta que de pronto se perdió. Mientras buscaba al halcón de un lado a otro, terminó por llegar al bosque donde había encontrado a la princesa.

Entre tanto, la princesa se había despertado y, al encontrarse sola, emprendió la búsqueda del príncipe. Ella también terminó por extraviarse y, mientras caminaba sin rumbo, los ladrones la capturaron y se la llevaron de vuelta a la caverna de donde el príncipe la había rescatado. Y así, después de tantos esfuerzos, se encontraron igual que antes.

El príncipe deambuló de un lado a otro, intentando hallar el camino de regreso a Arabia, hasta que un día por suerte se encontró a doce jóvenes que caminaban alegremente por el bosque; cantaban y bailaban.

—¿A dónde van? —les preguntó. Y ellos le dijeron que iban en busca de trabajo—. Si me lo permiten, me gustaría ir con ustedes.

—Mientras más seamos, más nos divertiremos —le respondieron.

Entonces el príncipe se fue con ellos, y todos continuaron su camino hasta que se encontraron con un trol.

—¿A dónde van, señores míos? —les preguntó el trol.

—A buscar trabajo —le respondieron.

—En ese caso, yo les daré trabajo. Hay bastante comida y bebida, y el trabajo es poco. Y además, si al cabo de un año ustedes pueden responder tres preguntas, le daré a cada uno una bolsa de oro. De lo contrario, los convertiré en animales.

A los jóvenes les pareció que se trataba de algo bastante fácil, así que se fueron con el trol a su castillo.

—Aquí encontrarán todo lo que necesiten —les dijo—. Lo único que tienen que hacer es cuidar la casa, pues yo debo partir y volveré cuando haya pasado un año.

El trol se fue y como los jóvenes se quedaron a sus anchas, se la pasaron muy bien; no trabajaban y no hacían más que divertirse cantando y bebiendo. Cada día encontraban la mesa dispuesta con mucha comida y bebida, y, cuando terminaban, unas manos invisibles lavaban los platos. Solo el príncipe, que estaba triste por haber perdido a la princesa, comía y bebía de vez en vez, y se esforzaba mucho por mantener la casa en orden.

Un día, mientras estaba sentado en su habitación, escuchó debajo de su ventana la voz del viejo trol que conversaba con otro trol.

—Mañana se cumple un año.

—¿Y qué preguntas les vas a hacer? —le preguntó el trol al otro.

—Primero les voy a preguntar cuánto tiempo han estado aquí. Los pobres no lo saben. Después les voy a preguntar qué es lo que brilla en el techo del castillo.

—¿Y qué es?

—La lámpara que mandé robarle a la princesa que dormía en el jardín.

—¿Y cuál va a ser la tercera pregunta?

—Les voy a preguntar de dónde provienen la comida y la bebida que han consumido a diario. Me la robo de la mesa del rey, pero ellos no lo saben.

El trol entró al castillo al día siguiente.

—Ahora voy a hacerles las tres preguntas —dijo—. Para empezar, ¿cuánto tiempo llevan aquí?

Los jóvenes habían estado tan ocupados bebiendo y divirtiéndose que se habían olvidado por completo del trato, así que guardaron silencio.

—Una semana —dijo uno, al fin.

—Dos meses —contestó otro.

—Un año —dijo el príncipe.

—Así es —respondió el trol, quien sabía que la segunda pregunta sería más difícil.

—¿Qué es lo que brilla sobre el techo del castillo?

Los jóvenes intentaban adivinarlo.

—¡El sol!

—¡La luna! —exclamaban, pero ninguno sabía la respuesta.

—¿Puedo responder? —preguntó el príncipe.

—Desde luego —dijo el trol y el príncipe habló.

—La lámpara que le robaste a la princesa mientras estaba dormida en el jardín —y el trol volvió a asentir.

La tercera pregunta era aun más difícil.

—¿De dónde provienen la carne y las bebidas que han consumido aquí?

Ninguno de los jóvenes pudo adivinar.

—¿Puedo responder? —preguntó el príncipe.

—Sí, sí puedes —dijo el trol.

—Provienen de la mesa del rey.

Y eso fue todo. Los jóvenes tomaron las bolsas de oro que les correspondían y partieron con tal prisa que dejaron atrás al príncipe. Al poco tiempo encontraron a un anciano que pedía dinero.

—No tenemos —le respondieron.

Y continuaron su camino, pero poco después llegó el príncipe.

—¿Tendrá el señor una moneda para este pobre hombre?—preguntó el anciano.

—Sí —le dijo el príncipe y le dio toda su bolsa llena de oro.

—No la quiero —dijo el anciano, que en realidad era el trol—. Pero ya que eres tan generoso, aquí está la lámpara de la princesa. La princesa está en la cueva donde la encontraste, pero no sé cómo vas a rescatarla de nuevo sin la espada.

Al escuchar esto, el príncipe supo en dónde estaba la princesa, lo cual marcaba el inicio de su rescate. Se disfrazó de vendedor ambulante y viajó de este modo hasta llegar a su propia ciudad, donde vivían su madre —la reina— y el jefe de los ladrones. Luego fue con un herrero y mandó a fabricar un gran número de ollas para cocinar hechas de oro puro. No todos los días recibía el herrero pedidos como este, pero al final todo estuvo listo: sartenes, teteras y parrillas de oro puro. Entonces, el príncipe los metió en la canasta, fue al palacio y pidió ver a la reina.

En cuanto escuchó sobre los magníficos sartenes y las ollas de oro, salió de inmediato y comenzó a desempacar la canasta y a admirar los objetos. Estaba tan absorta que el príncipe aprovechó una oportunidad y se metió a la recámara para tomar la espada y la cota de malla que colgaban de la pared. De hecho, volvió sin que su madre notara su ausencia.

—Todas estas cosas son hermosas —dijo ella—. ¿Cuánto quiere por todo?

—Usted ponga el precio, su Majestad —contestó el príncipe.

—No sé qué decir —dijo la reina—. Espere a que vuelva mi esposo. Los hombres entienden mejor de estas cosas y además, como usted es un extranjero, seguramente querrá conversar un poco con usted.

El príncipe hizo una reverencia y esperó silencioso en un rincón.

Poco después, el ladrón regresó.

—¡Ven a ver estos hermosos sartenes de oro! —exclamó la reina.

Sin embargo, en cuanto el ladrón entró a la habitación, el príncipe lo tocó con la espada mágica, y el otro cayó al piso.

—Quizás ahora me reconozcas, madre —le dijo el príncipe, quitándose el disfraz—. Más te vale arrepentirte de todo el mal que me has hecho, o tu vida no durará mucho.

—¡Ten piedad! No pude evitarlo. Estaba aterrada.

El príncipe tuvo compasión. Ordenó que despojaran de sus ropas al rey malvado y que lo abandonaran en el bosque para que los animales salvajes lo hicieran trizas y lo devoraran. A la reina la envió a su país de origen, y entonces emprendió el camino hacia la caverna donde la princesa permanecía encadenada como antes. Con ayuda de la espada mágica, volvió a rescatarla sin dificultad. Pronto llegaron al puerto y zarparon rumbo a Arabia, donde se casaron, y gobernaron muy felizmente ambos reinos hasta el final de sus días.

Cuento popular danés, Æventyr fra Jylland, de Evald Tang Kristensen (1843-1929) recopilado y adaptado posteriormente por Andrew Lang

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Evald Tang Kristensen

Evald Tang Kristensen (1843-1929) Fue un profesor de escuela y folclorista danés.

Como coleccionista, recopiló y publicó una gran cantidad de información detallada sobre todos los aspectos del folclore, mitos, leyendas y cultura danesa.

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