Hada Gangana

El Castigo del Hada Gangana

Amor
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Hechicería
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Criaturas fantásticas
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Érase una vez un rey y una reina que gobernaban un país tan pequeño que se podía recorrer completo a pie en un día.

Ambos eran muy buenas personas, gente sencilla. Tal vez no eran muy listos, pero siempre trataban de ser amables con todo mundo. Esto solía ser un error, pues el rey les permitía a todos sus súbditos hablar al mismo tiempo y darle consejos sobre cómo gobernar el reino, así como de asuntos privados.

Al final, esto dificultaba mucho que las leyes se hicieran y, sobre todo, que la gente las cumpliera.

Ahora bien, ningún viajero pasaba por el reino sin preguntar por qué era tan pequeño. Y esta es la razón: poco después de que nació Petaldo (este era el nombre del rey), sus padres lo comprometieron con una sobrina de su amiga el hada Gangana (en caso de que esta llegara a tener una sobrina). Pero los años pasaban y Gangana seguía sin tener una sobrina, por lo que el joven príncipe se olvidó por completo de su novia predestinada y, cuando cumplió veinticinco años de edad, se casó en secreto con la hermosa hija de un granjero rico, de quien se había enamorado sin control.

Cuando el hada se enteró, se enojó muchísimo y fue a decirle al rey. A este le parecía que su hijo había esperado un tiempo razonable, pero no se atrevió a decirlo por temor a que un terrible hechizo cayera sobre ellos y terminaran convertidos en pájaros o serpientes o, peor aún, en piedras.

Así que, en contra de su voluntad, se vio obligado a desheredar al muchacho y prohibirle que regresara a la corte. De hecho, habría terminado como un mendigo de no ser por la propiedad de su esposa, la cual había sido un regalo del granjero, donde el joven tuvo permiso de construir su reino.

Muchos príncipes se habrían enojado al ser tratados de este modo, sobre todo porque poco después murió el viejo rey, y la reina estaba feliz de tomar el trono. Pero Petaldo era un joven satisfecho y se contentó con arreglar su pequeña corte modelada a semejanza de la de su padre. Así, se hizo de un chambelán, un administrador y varios caballeros, mientras que la joven reina escogió a sus damas de compañía y damas de honor. Él, a su vez, construyó una casa de moneda para acuñar dinero y escogió a un senescal como jefe de los cinco policías que habrían de mantener el orden en la capital y castigar a los chicos que fueran sorprendidos al momento de arrojar piedras a las ventanas del palacio.

El primero en realizar esta importante tarea fue el suegro del joven rey, un hombre excelente que se llamaba Caboche.

Era muy querido por todos y tan inteligente que no tardó en ascender al cargo de senescal, cuando antes solo había sido un granjero común. Pero a diario continuaba cultivando sus campos como de costumbre. Esta conducta causó tal impacto en el rey que nunca hacía nada sin consultarlo.

Cada mañana, Caboche y su yerno desayunaban juntos y, cuando terminaban, el rey sacaba de su baúl de hierro grandes atados de papeles con asuntos del estado que deseaba consultar con su senescal. Algunas veces pasaban hasta dos horas deliberando sobre estos asuntos tan importantes, pero la mayoría de las veces Caboche decía:

—Discúlpeme, su Majestad, pero usted no entiende este asunto en lo más mínimo. Déjemelo a mí; yo lo arreglaré.

—Pero ¿qué haré entonces? —preguntaba el rey. Y su ministro respondía:

—Usted puede gobernar a su esposa y cuidar su jardín frutal. Verá que esos dos asuntos le ocuparán todo su tiempo.

—Quizá tengas razón —decía el rey, quien en secreto estaba contento de haberse librado de los asuntos del gobierno.

Sin embargo, aunque Caboche hacía todo el trabajo, Petaldo siempre aparecía en los grandes momentos, ataviado con su capa real de lino rojo y sosteniendo un cetro de madera dorada. Mientras tanto se pasaba las mañanas estudiando ciertos libros que le enseñaban a plantar y podar correctamente sus árboles frutales según las estaciones del año. Las tardes las pasaba en su jardín, donde ponía en práctica sus conocimientos. Por la noche jugaba a las cartas con su suegro y cenaba en público con la reina. A las diez en punto, todos en palacio ya estaban dormidos.

Por su parte, la reina era tan feliz como su esposo. Le encantaba estar donde se hacían sus productos lácteos favoritos, y nadie en el reino podía hacer mejores quesos que ella. Sin importar qué tan ocupada estuviera, nunca se olvidaba de hornear un pastel de cebada y de hacer un pequeño queso crema, los cuales colocaba debajo de cierto rosal en el jardín.

Si le hubieran preguntado para quién eran y adónde se iban, no habría podido responderles, pero les habría dicho que la noche de su boda se le apareció un hada en un sueño y le había pedido que cumpliera con este ritual.

Después de que el rey y la reina tuvieron seis hijos, les nació un pequeño niño más con una gorra roja en la cabeza que lo hacía distinto al resto de sus hermanos y hermanas. Sus padres amaban a Cadichon más que a sus otros hijos.

Los años pasaron y los niños crecían, y un día, después de que la reina Gillette terminó de hornear su pastel, un adorable ratón azul trepó por una de las patas de la mesa y corrió hacia el plato. En lugar de ahuyentarlo, como la mayoría de las mujeres habría hecho, la reina fingió no darse cuenta de lo que hacía el ratón y mucho se sorprendió al ver que la pequeña criatura levantaba el pastel y se lo llevaba hacia la chimenea.

Entonces se levantó de un brinco para detenerlo, pero en un instante desaparecieron el ratón y el pastel, y en su lugar encontró a una anciana de apenas quince centímetros de estatura con la ropa hecha jirones. Tomó un bastón de hierro puntiagudo y comenzó a dibujar unos signos extraños sobre el piso de tierra, al tiempo que daba siete gritos y murmuraba algo con voz profunda, entre lo cual la reina alcanzó a distinguir las palabras “fe”, “sabiduría” y “felicidad”. Luego tomó la escoba de la cocina, le dio tres vueltas con ella a su cabeza y desapareció. En ese momento, se escuchó un gran ruido en la habitación de al lado. La reina abrió la puerta y encontró a tres grandes escarabajos, cada uno con una princesa entre las patas, mientras que los príncipes estaban sentados sobre los lomos de tres golondrinas. En medio de la habitación había un carro formado de una sola coraza rosa que era tirada por dos petirrojos, y en él estaba sentado Cadichon unto al ratón azul, que estaba vestido con una espléndida capa de terciopelo negro atada bajo la barbilla. Antes de que la reina se recuperara de la sorpresa, los escarabajos, los petirrojos, el ratón y los niños salieron volando y cantando por la ventana y desaparecieron de su vista.

Los fuertes gritos de la reina hicieron que su esposo y su padre entraran corriendo en la habitación. Cuando ellos se hicieron una idea de lo que había ocurrido a partir de las frases entrecortadas que emitía la reina, recogieron de inmediato unos palos macizos que estaban tirados en el piso y emprendieron la marcha para el rescate. Uno se fue para un lado, y el otro, para el otro.

La reina se quedó sollozando donde la dejaron durante al menos una hora hasta que una hoja doblada de papel que cayó a sus pies la hizo levantarse. Se agachó y la recogió con interés en espera de que le trajera buenas noticias sobre sus hijos perdidos. Era una misiva muy corta, pero en cuanto Gillette leyó esas pocas palabras se sintió reconfortada, pues le decían que fuera fuerte, ya que sus hijos se encontraban bien y estaban felices bajo la protección de un hada. “Su felicidad depende de la fe y la prudencia de su Majestad”, terminaba la nota. “Soy yo quien se ha comido todos los días la comida que has dejado bajo el rosal, y un día te recompensaré por ello.

‘Todo le llega a quien sabe esperar’; es el consejo que te doy.

Firma: El Hada del Campo”.

Entonces la reina se levantó, se lavó la cara y se cepilló los brillantes cabellos, y, al darle la espalda al espejo, encontró un pardillo sentado en su cama. Nadie hubiera imaginado que se tratara de algo más que un pardillo común y corriente, y hasta un día antes la reina también lo habría creído. Pero esa mañana habían ocurrido tantas cosas maravillosas que no dudó ni por un momento que el autor de la carta estaba
frente a ella.

—Hermoso pardillo —le dijo—. Intentaré hacer todo lo que me pides. Solo te pido que me des noticias de mi pequeño Cadichon de cuando en cuando.

Y el pardillo batió las alas, se puso a cantar y se fue volando. Así fue como la reina supo que había tenido razón y le dio las gracias en su corazón.

Al cabo de un tiempo, regresaron el rey y su senescal, hambrientos y cansados de su inútil búsqueda. Se sorprendieron y se enojaron al ver tan contenta a la reina, a quien habían dejado llorando. ¿De verdad le preocupaban tan poco sus hijos y los había olvidado tan pronto? ¿Qué había causado ese cambio súbito? Pero a todas sus preguntas, Gillete solo respondía:

—Todo le llega a quien sabe esperar.

—Eso es cierto —dijo su padre—. Después de todo, su Majestad debe recordar que las rentas del reino difícilmente podrían cubrir el costo de siete príncipes y princesas educados según su rango. Da gracias a quienes te han librado de esa carga.

—¡Tienes razón! ¡Siempre tienes razón! —dijo el rey, cuyo rostro se iluminó de nuevo con una sonrisa. Y la vida en palacio continuó como antes, hasta que Petaldo recibió una noticia que lo perturbó mucho.

La reina, su madre, quien había sido viuda por un tiempo, decidió de pronto volver a casarse y había elegido al rey de las Islas Verdes, quien era más joven que su propio hijo y, además, apuesto y dado a los placeres. Era lo contrario a Petaldo. Ahora bien, la abuela, aunque era distraída en varios aspectos, se daba muy bien cuenta de que una mujer tan vieja y poco agraciada como ella difícilmente podía esperar que un joven se enamorara de ella, y que, para que esto ocurriera, sería necesario encontrar cierto hechizo que pudiera devolverle la belleza y la juventud. Desde luego, el hada Gangana habría podido hacerlo con un solo movimiento de su varita mágica, pero por desgracia ella y el hada ya no eran amigas, porque el hada había intentado convencer a la reina con frecuencia de que declarara a su sobrina heredera de la corona, cosa que la reina se negó a hacer. Por lo tanto, como era de esperarse, no tenía ningún sentido pedirle ayuda a Gangana para permitirle que se casara una segunda vez con un hombre que sin duda la sucedería en el trono. Entonces envió mensajeros a los reinos vecinos en busca de una bruja o de un hada que hiciera el milagro tan deseado. Sin embargo, no encontraron a ninguna que tuviera las habilidades necesarias. Al final, la reina se convenció de que, si quería que el rey de las Islas Verdes se casara con ella, debía someterse a la voluntad del hada Gangana.
El hada se enojó mucho cuando escuchó el relato de la reina, pero sabía muy bien que, si el rey de las Islas Verdes se había gastado todo su dinero, era muy probable que estuviera dispuesto a casarse con una vieja como la reina para obtener más. Así que, para ganar tiempo, ocultó sus verdaderas opiniones y le dijo a la reina que al cabo de tres días el hechizo se cumpliría.


Las palabras del hada hicieron tan feliz a la reina que de inmediato sintió que unos veinte años se le quitaban de encima; contaba no solo las horas, sino los minutos para que se cumpliera el plazo. Por fin llegó el momento, y el hada se puso frente a ella vestida con una bata de color rosa y plata; un enano café la cargaba con un brazo y, con el otro, sostenía una pequeña caja. La reina la recibió con todas las muestras de respeto conocidas y ordenó cerrar todas las puertas y ventanas del gran salón, así como que se retiraran todos los asistentes, para que pudieran estar solas, tal como se lo pidió el hada. Entonces abrió la caja que le ofreció el enano, con una rodilla en el piso, y el hada extrajo un pequeño libro de vitela con broches de plata, una varita que crecía conforme uno la tocaba y una botella de cristal llena de agua verde transparente. Luego le pidió a la reina que se sentara en una silla a la mitad del salón, y al enano, que se colocara frente a ella, después de lo cual se agachó y dibujó tres círculos alrededor de ellos con una vara de oro, tocó a cada uno tres veces con su varita y les roció el líquido de la botella. Poco a poco, las alargadas facciones de la reina comenzaron a reducirse y su rostro, a verse más fresco, mientras el enano comenzaba a verse dos veces más alto que antes. Esto, aunado a las llamas azules que salían de los tres círculos, asustó tanto a la reina que se desmayó en su silla, y, cuando volvió en sí, el paje y el hada habían desaparecido.

Al principio se sintió un poco confundida; no recordaba con claridad lo que había pasado. Entonces se acordó de todo y dio un brinco hacia el espejo más cercano. ¡Qué feliz se puso! Su pronunciada nariz y sus dientes salidos se habían convertido en facciones hermosas; su cabello era abundante y rizado, y tenía un brillo dorado. El hada había cumplido su promesa, pero, con las prisas, la reina no se dio cuenta de que no la habían transformado en una joven hermosa, sino en una pequeña niña de ocho o nueve años de edad. En lugar de su hermoso vestido de terciopelo con bies de astracán y bordado en oro, llevaba un traje de muselina de una sola pieza con un delantal de encaje; su cabello, que siempre iba trenzado hacia atrás y atado con un broche de diamante, ahora le caía en rizos por la espalda. Pero no sabía que algo más le había ocurrido en el cambio, pues, salvo por el amor que sentía por el rey de las Islas Verdes, su mente y su cuerpo eran los de una niña. Sus cortesanos estaban muy conscientes de esto, aunque ella no se daba cuenta. Ellos no podían ni imaginarse lo que había ocurrido y no sabían cómo comportarse, hasta que el primer ministro puso el ejemplo tras ordenarle a su esposa y sus hijas que copiaran el modo de hablar y de vestir de la reina. Así, en poco tiempo, toda la corte (hombres incluidos) hablaba y vestía como niños; jugaban con muñecas o con soldaditos de plomo, mientras que en las cenas del estado se servían frutas congeladas o pasteles en forma de pájaros o caballos. Pero, sin importar lo que hiciera, la reina hablaba todo el tiempo del rey de las Islas Verdes, a quien siempre se refería como “mi pequeño esposo”. Y a medida que pasaban las semanas y él no volvía, ella comenzó a impacientarse y a enojarse mucho, tanto que sus cortesanos la evitaban lo más que podían. Para entonces, ellos ya también estaban cansados de fingir que eran niños y comenzaron a hablar de la posibilidad de irse de palacio y trabajar para un soberano colindante. Entonces, un día, un fuerte sonido de trompetas anunció la llegada del tan esperado huésped. En un instante todo fue sonrisas y, a pesar de las estrictas reglas de etiqueta, la reina insistió en recibir al joven rey al pie de las escaleras.

Desafortunadamente se atoró con el vestido y, por las prisas, cayó rodando escaleras abajo mientras gritaba como un niño por el susto. No se hizo mucho daño, aunque se raspó la nariz y se hizo un moretón en la frente, pero se vio obligada a que la llevaran a sus habitaciones y le lavaran la cara con agua fría. Aun así, dio instrucciones para que llevaran al rey ante su presencia en el instante en el que entrara en palacio.

Afuera de su puerta, un fuerte sonido intensificó el dolor de cabeza de la reina, quien para entonces ya se sentía muy mal, pero por la alegría de darle la bienvenida a su futuro esposo no le prestó atención. Entre dos hileras de cortesanos y con la cabeza inclinada, el joven rey avanzó con rapidez; sin embargo, al ver a la reina con esos vendajes, se echó a reír con tal fuerza que se vio obligado a salir de la habitación e incluso del palacio.

Cuando la reina se repuso de la vejación causada por el mal comportamiento del rey, les pidió a sus ayudantes que fueran de prisa a traerlo de vuelta, pero no hubo promesa ni súplica que sirviera de algo. Esto, desde luego, hizo que el carácter de la reina empeorara aún más; entonces se organizó un plan para despojarla de la corona, el cual habría tenido éxito de no ser porque el hada Gangana, quien solo quería impedir ese matrimonio, la regresó a su anterior figura. Sin embargo, lejos de agradecerle a su amiga por sus servicios, la imagen de su viejo rostro en el espejo la llenó de desazón. Y a partir de ese día, odió a Gangana más aún.

¿Y dónde habían estado todo ese tiempo los hijos de Petaldo? Pues en la isla de Bambini, donde tenían compañeros de juegos por todas partes y muchas hadas que los cuidaran.

Pero de los siete príncipes y princesas que se llevaron por la ventana, solo Cadichon era bueno y obediente; los otros seis eran tan groseros y peleoneros que nadie quería jugar con ellos. Como castigo, un día el hada los transformó en marionetas para que aprendieran a comportarse.

Ahora bien, en un mal momento, el Hada de los Campos decidió visitar a su amiga la reina de las hadas —quien vivía en una isla lejana— para pedirle su opinión acerca de qué hacer con Cadichon.

Mientras ella entraba al salón de audiencias, Gangana salía, y entre ambas hubo un fuerte intercambio de palabras.

Después de que la enemiga huyera enfurecida, el Hada de los Campos le contó a la reina todo lo que había hecho la malévola Gangana y le pidió consejo.

—Tranquila —le dijo el hada reina—. Durante un tiempo podrá hacer lo que quiera; en estos momentos se está llevando a Cadichon a la isla donde aún tiene cautiva a su sobrina.

Pero, si hace mal uso de sus poderes, su castigo será inminente y colosal. Ahora te daré este precioso filtro. Guárdalo con cuidado, pues el líquido que contiene te hará invisible y te pondrá a salvo de las peligrosas miradas agudas de todas las hadas.

Pero no funciona a los ojos de los mortales.

Con el corazón aligerado, el Hada de los Campos volvió a su propia isla y, para proteger mejor a las seis nuevas marionetas del hada malvada, las roció con unas gotas del líquido, evitando que les cayera en la punta de la nariz para poder reconocerlas de nuevo. Luego partió hacia el reino de Petaldo, el cual estaba en plena revuelta, pues era la primera vez desde que había ascendido al trono que se había atrevido a poner un impuesto. De hecho, el asunto habría terminado en guerra o en la decapitación del rey si no hubiera sido porque el hada descubrió una manera de mantener a todos contentos y de recordarle a la reina que sus hijos estaban bien, pues no se atrevía a contarle de la pérdida de Cadichon.

¿Y qué había sido de Cadichon? Pues bien, gracias a lo que le revelaron sus libros, el Hada de los Campos se enteró de que Gangana se había llevado al pobre niño a una isla encantada alrededor de la cual corría un río muy rápido que arrasaba con rocas y árboles a su paso. Además del río, la isla estaba vigilada por veinticuatro enormes dragones que con su aliento formaban un muro de fuego, y tal parecía que nadie
podía pasar.

El Hada de los Campos sabía todo esto, pero tenía un corazón valiente y decidió que de uno u otro modo sortearía los obstáculos y rescataría a Cadichon del poder de Gangana. Así que se llevó el agua de la invisibilidad y se roció con ella, montó su lagarto alado favorito y se dirigió hacia la isla.

Cuando la divisó, se envolvió en su manto a prueba de fuego, le pidió al lagarto que volviera a casa y pasó entre los dragones hasta adentrarse en la isla.

Apenas había llegado cuando vio que Gangana se le aproximaba; hablaba en voz muy alta y exaltada con un genio que volaba a su lado. A partir de lo que dijo, el hada supo que la madre de Petaldo, la vieja reina, había muerto de coraje al enterarse del matrimonio del rey de las Islas Verdes con una joven y hermosa mujer, y que, en lugar de dejarle su reino a Gangana, se lo había legado a uno de los hijos de Petaldo.

—¡Pero todas las molestias que he tenido por esa vieja tonta no serán en vano! —exclamó Gangana—. Ve a mis establos de inmediato y tráeme los grifos más rápidos que puedas encontrar y ponles el arnés del carruaje amarillo. Vete en el carruaje lo más rápido que puedas a la isla de Bambini y llévate a los seis hijos de Petaldo que todavía están ahí. Yo me encargaré personalmente de Petaldo y de Gillette. Cuando
los haya traído aquí, voy a transformar a los padres en conejos, y a los niños, en perros. Aún no he decidido qué voy a hacer con Cadichon.

El Hada de los Campos no esperó a escuchar más sobre el asunto. No podía perder ni un minuto y debía ir a pedirle ayuda a la reina de las hadas para salvar a Petaldo y su familia de ese destino terrible. Y así, sin llamar a su lagarto, voló a través de la isla y pasó entre los dragones hasta que sus pies volvieron a pisar tierra firme. Pero en ese instante una nube negra pasó por encima de ella, un gran trueno resonó en el aire y el suelo se agitó bajo sus pies. Entonces, unos relámpagos furiosos iluminaron el cielo, y alcanzó a ver a los veinticuatro dragones peleando juntos, profiriendo alaridos tan fuertes que toda la tierra debía haber escuchado tal alboroto. Temblando de terror, el hada se quedó quieta en su sitio. Cuando amaneció, la isla, la tormenta y los dragones habían desaparecido y en su lugar quedó una árida roca.

En la cumbre de esta roca había una negra avestruz, y en el lomo del ave estaban Cadichon y la pequeña sobrina del hada Gangana, por quien su tía había cometido tantas crueldades.

Mientras el Hada de los Campos miraba con sorpresa tan extraño espectáculo, el avestruz batió sus alas y voló hacia la Isla de la Fortuna. El hada buena la siguió sin ser vista, hasta que entró al gran salón donde la reina de las hadas estaba sentada en su trono.

Gangana se veía orgullosa y feliz con su nueva apariencia, pues, según las leyes que rigen a las hadas, si ella lograba poner a Cadichon a los pies de la reina y le era devuelto de nuevo, esto lo pondría legalmente bajo su poder de por vida, permitiéndole hacer con él lo que quisiera. Esto lo sabía muy bien el hada buena, así que continuó su plan con todas sus fuerzas, pues los terribles sucesos de la noche anterior la habían dejado casi exhausta. Aun así, con un gran esfuerzo le arrebató los niños al avestruz y los colocó sobre el regazo de la reina.

El avestruz desapareció con un fuerte grito de enojo, y Gangana se quedó en su lugar, en espera del cumplimiento del destino que ella sola se había forjado.

—Has ignorado todas mis advertencias —dijo la reina con la mayor dureza que le había dirigido jamás a un hada—, y por ello te condeno a que durante doscientos años pierdas todos tus privilegios de hada, y bajo la forma de un avestruz te conviertas en la esclava del genio más enano y malvado que hayas conocido y amistado. En cuanto a estos niños, me quedaré con ellos y se criarán en mi corte.

Y ahí se quedaron hasta que crecieron y alcanzaron la edad suficiente para casarse. Entonces, el Hada de los Campos los regresó al castillo de la vieja reina, donde Petaldo ahora gobernaba. Pero los asuntos del Estado resultaban muy pesados tanto para él como para Gillette después de la vida tranquila que habían llevado durante años, así que fueron muy felices de tener la oportunidad de deponer sus coronas y colocarlas en las cabezas de Cadichon y de su novia, quien era tan buena como hermosa, a pesar de ser la sobrina de la malvada Gangana. Y Cadichon había aprendido tan bien las lecciones de la corte de la reina de las hadas que nunca, desde que el reino fue un reino, la gente había estado tan bien gobernada y tan feliz. Y así andazban por los campos y las calles, sonriendo con alegría al ver la diferencia entre los viejos tiempos y los nuevos, y gustaban de decirse los unos a los otros en voz baja:

—Todo le llega a quien sabe esperar.

Cuento popular francés del Conde Philipe de Caylus (1692-1765), con título Cadichon, recopilado posteriormente por Andrew Lang en el Libro verde los cuentos de hadas

Hada Gangana
Hada Gangana
Conde de Caylus

Anne-Claude-Philippe de Tubières-Grimoard de Pestels de Lévis, conde de Caylus, marqués de Esternay y barón de Bransac (1692-1765)

Conocido como Conde de Caylus fue un anticuario francés, proto-arqueólogo, grabador y escritor.

Animó a muchos artistas en sus trabajos.

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