buey
Cuentos con Magia
Cuentos con Magia
Cuentos de Amor
Cuentos de Amor

Había un hombre muy aficionado a las antigüedades y a las cosas extrañas. Por esta afición había recorrido muchas ferias y, al no encontrar ya en ellas cosas buenas que adquirir, preparó un barco y se fue directamente a tierras moras. Allí recorrió todos los mercados y lo más notable que encontró fue un buey de oro que compró. Con él emprendió el viaje de regreso a su tierra y, una vez en su casa, le preparó un buen establo y lo mantenía con todo lujo.

Pero he aquí que empezó a notar que casi cada día le faltaba una de las joyas que tenía guardadas. No sabía a quién atribuírselo: primero sospechó de sus criados, después de alguno de sus conocidos o familiares, y por último, queriendo aclararlo, un día se escondió muy bien tras una cortina. Y cuando más atento estaba, mirando quién podría entrar, siente un aleteo sobre él, levanta la cabeza y ve un pájaro hermosísimo, de colores vivos y brillantes, que se lanza sobre una de las joyas que allí había y huye volando.

Podéis imaginaros cómo quedó sorprendido el hombre; todo lo esperaba menos lo que le sucedió. Al día siguiente volvió a esconderse, bien preparado para atrapar al pájaro, pero este, en cuanto hubo cogido la joya, emprendió el vuelo sin que el hombre pudiera atraparlo, y sólo pudo seguirlo con la vista y ver que se metía en la boca del buey de oro.

Al día siguiente, a la misma hora, fue junto al buey en lugar de ir a la sala donde guardaba todo, y al poco rato, vio salir del buey al pajarito, quien, al verlo, echó a volar aún más deprisa. El hombre pensó que había ido a la sala como cada día: corrió allí, pero no lo encontró, y creyendo que se había vuelto a meter dentro del buey, hizo venir a unos matarifes y ordenó que le abrieran el vientre, pero tampoco encontraron nada. El pájaro, al ver que lo habían descubierto, voló hacia el cielo.

Volando, volando, llegó a una altura inmensa, donde apenas se divisaba, y un gran pájaro, habitante de aquellas alturas, quedó tan extrañado al verlo que se dirigió hacia él, y cuando estuvo cerca, le preguntó a dónde iba.

Y el pajarito le respondió que era una princesa encantada y que iba a los palacios del sol, la luna y las estrellas, que era el único medio que tenía para contrarrestar la influencia de quien la había convertido en esa forma y romper el encantamiento. El gran pájaro le dijo que él la llevaría, pero que debía llevar mucha carne para cuando él se la pidiera, pues el viaje era muy largo y, si no tenía alimento listo, desfallecería.

El pajarito bajó a la tierra, hizo gran provisión de carne y, cuando la tuvo toda preparada, fue a buscar al gran pájaro que ya lo esperaba. Le colocó encima toda la carne, se subió y el gran pájaro se elevó hacia arriba con un vuelo tan rápido que apenas podía respirarse.

Y subiendo, subiendo, constantemente pedía carne que el pajarito le daba, y atravesando espacios y esferas, llegaron por fin al palacio del sol justo cuando este estaba a mitad de su recorrido.

Llamaron, y les abrió una anciana, quien, en cuanto los vio, les dijo: “Cuando oscurezca os abriré la puerta y podréis entrar; ahora no, pues os quemaríais.”

Los pájaros se retiraron un poco, pues parecía que todo se incendiaba, y cuando el sol se puso, salió la anciana y les permitió entrar en el palacio.

¡Allí habríais visto riquezas! Todo era de oro macizo y con una exuberancia y plenitud de vida tal, que nada en la tierra se le parecía: árboles inmensos con grandes copas llenas de dorados y ricos frutos, montañas colosales, ríos vertiginosos por lo abundantes y rápidos, y todo tan hermoso y sorprendente que la vista quedaba encantada. El pajarito se presentó ante el rey del sol, le hizo la debida reverencia y, con su permiso, fue a buscar la piedra de la riqueza.

Revolvió por todas partes con su pico, picó en el suelo y, habiendo encontrado la piedra que buscaba, subió otra vez sobre el gran pájaro, y este emprendió el camino hacia el palacio de las estrellas.

Se adentraron por el inmenso espacio, pasaron entre infinitos mundos y, finalmente, llegaron al palacio al que se dirigían. Les abrió una anciana, que les dijo que ya podían entrar, y encontraron a todos durmiendo, con una quietud y calma tales que por todas partes reinaban, que hasta los mismos dos pájaros quedaron encantados. Se adentraron más y más y todo resplandecía con una claridad suave, viva y siempre vibrante, estando todo cubierto de brillantes y perlas. Entre ellos fueron al palacio del rey de las estrellas, le hicieron reverencia y le pidieron permiso para buscar la piedra de la belleza. El rey se la concedió y el pajarito, de brillante en brillante y de perla en perla, la fue buscando y, cuando la tuvo, subiendo de nuevo al otro pájaro, emprendieron de nuevo la ruta hacia el palacio de la luna.

Pero he aquí que con tantos largos viajes se había terminado la carne que el pajarito llevaba de provisión; el gran pájaro comía tanta, que llegó un momento en que ya no tenía más para darle, y al desfallecer, perdió las fuerzas y dejó caer al pajarito, que fue a parar al medio del mar.

Allí, volando, fue de un lado a otro sobre las aguas, buscando un lugar donde descansar o algo de alimento para no morir de hambre, cuando por suerte divisó a lo lejos una vela.

Se dirigió hacia ella, se posó en un mástil y los marineros, al verlo tan bonito, intentaron capturarlo y lo encerraron en una jaula.

Presa entonces la princesa, podéis imaginar cuánta tristeza pasó: ¡tan poco le faltaba para ser desencantada y verse entre rejas! Por eso, mañana y tarde lloraba su desventura, pero lo hacía con un acento tan dulce y una ternura tal que todos los marineros quedaban encantados.

Así seguían navegando, siempre más y más lejos, echando redes de pesca por todas partes, hasta que un día sacaron un pez hermosísimo, que los puso muy contentos, pues era el pez por el que estaban navegando y que les había encargado el rey de la luna.

Por ello se dirigieron de inmediato a entregárselo, y el pajarito, al comprenderlo, les pidió que lo llevaran también a él y que allí lo dejaran libre.

Los marineros se lo prometieron, pusieron rumbo hacia la luna y, cuando esta salió del mar, llegaron. Llamaron al palacio y les abrió una anciana que les dijo que no entraran, que había llegado un pájaro muy grande con un hambre tan espantosa que el rey le había permitido comerse a cualquiera que llegara aquel día al palacio. Pero el pajarito respondió que no importaba, pues ese pájaro ya lo conocía, y, cantando para que lo reconociera bien, entró junto a los marineros.

He aquí que, cuando el rey oyó aquel canto tan hermoso, se enamoró de él y no paró hasta que capturó al pajarito y, encerrándolo en una jaula, se lo llevó a su habitación. El pajarito, desde la jaula, cantaba sin parar, contando todo lo que pasaba en la ciudad, de lo cual el rey estaba muy contento, pues así sabía todo lo que se decía y pensaba en ella.

Un día llegaron emisarios del dueño del buey de oro, que había enviado por todo el cielo y la tierra en busca del pájaro que le había robado todas aquellas joyas, y tan pronto como este lo supo, haciendo todo tipo de esfuerzos, escapó de la jaula.

El rey, al encontrarlo fugado, lo buscó por todas partes y, al verlo en el jardín, se acercó poco a poco para atraparlo y sólo consiguió arrancarle una pluma que tenía en la cabeza y que sobresalía más que las demás. Pero tan pronto como la tuvo, el pájaro quedó convertido en una hermosísima joven.

El rey quedó más que admirado; le preguntó cómo podía ser aquello, y la joven le explicó que era una princesa encantada dentro de un buey de oro, que sólo podía volver a su forma original yendo al palacio del sol, de las estrellas y de la luna, y que, una vez cumplidos estos viajes, al arrancarle aquella pluma —que era el medio por el cual la habían encantado—, volvía a su estado de princesa.

Llegaron los emisarios, preguntaron por el pájaro para recuperar todo lo que había tomado a su amo, se les presentó la princesa, quien les contó todo lo sucedido y les devolvió todas las joyas que pedían, con lo cual todos quedaron contentos, y la princesa, reina de la belleza y la riqueza por las piedras que poseía, se casó con el rey, siendo felices para siempre.

Cuento popular catalán de Francisco Maspons y Labrós, recopilados en Lo Rondallayre, Quentos Populars Catalans en 1875

Otros cuentos y leyendas