el zorro y los gansos
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Donde hay uno bueno, hay otro mejor.

Un zorro muy hermoso, de poblada cola y afiladas uñas, con más astucia que un gavilán, hurtó quinua y trigo de un tendal, con los que armó una buena trampa, en cuyas redes cayeron innumerables avecillas. Metió a todas dentro de un costal de jerga y se las llevó vivas a sus crías para adiestrarlas en el arte de la cacería al vuelo.

Caminaba taciturno y encorvado por el peso, hasta que, no pudiendo más a media jornada, resolvió dejar la carga en casa de su comadre espiritual, una señora alta y bien parecida, de plumaje blanco y patas coloradas, que vivía a orillas de una gran laguna.

Se entabló entonces el siguiente diálogo:

—Comadre Huachua (ganso andino), te dejo esta carga para que me hagas el favor de guardármela hasta mi regreso, pero sin tocarla; te lo agradeceré de todo corazón.

—Compadre Zorro, no tengo inconveniente en servir a un caballero tan apuesto e inteligente.

El zorro le dio las gracias y partió alegre, dejando el saco.

Sola la Huachua, curiosa como buena mujer, desató el nudo que aseguraba el saco y ¡zas! ¡Oh sorpresa! Frailescos, gaviotas, zorzales y gorriones salieron volando y tomaron las de Villadiego.

Desesperada, la Huachua intentaba a aletazos impedir la fuga, pero fue en vano: no quedó ni uno solo. Jamás Huachua alguna se vio en trance tan amargo. Graznaba lastimeramente, corría extendiendo sus pesadas alas de un lado a otro, lamentando su desgracia y pensando en la venganza que tomaría el astuto de su compadre.

Pasado su aturdimiento, le vino una feliz inspiración y decidió ponerla en práctica: llenó el saco de espinas, cuidadosamente cubiertas con hierbas y malezas.

Al crepúsculo, cuando el sol comenzaba su descenso tras las colinas, regresó el zorro, y como no se encontraba presente la comadre, se echó la carga a cuestas y marchó en dirección a su cueva.

Sentía el saco sumamente pesado y, sobre todo, sentía que algo le pinchaba los lomos; pero soportaba con paciencia los pinchazos, con la ilusión de que poco faltaba para llegar a casa, donde disfrutaría de una suculenta cena junto a su señora y sus cachorritos.

Caminaba dando saltos con la carga y exclamaba:

—¡Ay, cómo me hincan las uñas de los pajaritos! ¡Ay, cómo me punzan las patas de los pajaritos!

Impaciente, lo esperaban en la entrada de la cueva la zorra y sus hijuelos, que al verlo, locos de contento, saltaban, brincaban, se revolcaban, mientras la señora zorra, recostada con aire de gran dama, se lamía y relamía satisfecha su afilado hocico.

El fatigado zorro, siempre gruñendo, repetía:

—¡Ay, cómo me punzan las patas de los pajaritos!

Llegaron a la morada, y madre e hijos se precipitaron sobre el “magnífico” presente para aligerar la carga, pero retrocedieron asustados al contacto de las “uñas” de los pajaritos.

El zorro, ensangrentado y muerto de cansancio, arrojó la carga al suelo y ordenó que se pusieran en acecho en la entrada para evitar que escaparan las palomitas y gorriones, y se abalanzaran a su voz de mando.

Vacío el saco y a la voz de orden, se lanzaron sobre la hierba que lo cubría, pero ¡oh dolor, qué chasco!, no había zorzales ni palomas, sino enormes matas de espinas que se les clavaron en hocicos y patas.

Quedaron desconcertados, lanzando aullidos lastimeros y enternecedores. Pasaron la noche hambrientos, heridos y relamiéndose el hocico, lamentándose de su mala fortuna.

Caviloso, el zorro pensó en vengarse, pero no regresó de inmediato, temeroso de no poder atrapar a su comadre para castigarla por tan cruel broma. Pasados dos días, se presentó en las cercanías de la casa de la Huachua, jurando interiormente comérsela junto con su ahijado.

Pero la Huachua, apenas lo distinguió, se precipitó de un vuelo a la laguna, y, tal era su miedo, ni en el agua se sentía segura, por lo que nadaba y se zambullía cada vez más adentro.

El zorro, con gritos hipócritas, le decía que había regresado con otro encargo para que se lo guardara y le juraba, por el santo bautismo de su hijo, que no le guardaba rencor ni le tomaría venganza por la broma que le había jugado.

Pero la Huachua, que más de una vez había escapado de las “caricias” del compadre, no creyó ni una palabra y siguió nadando y zambulléndose cada vez más al fondo.

Desconcertado y furioso, el zorro decidió desaguar la laguna y comenzó a rasguñar la tierra con patas y hocico para abrir una zanja, pero pronto tuvo que abandonar su temerario empeño, pues se le gastaron las uñas y lo venció el cansancio.

Pensó en otro medio, y como la cólera lo cegaba, resolvió beberse toda el agua de la laguna. Bebió y bebió, pero pronto se dio cuenta de que el agua le salía tan rápido como entraba, por lo que decidió taparse el ano con una coronta.

Obstruido el canal de salida, loco de furia, bebió con más empeño, sin pensar que esa nueva “zorrada” le costaría la vida, porque al hinchársele el vientre, reventaría como una vejiga.

En sus agonías prorrumpía en lastimeros ayes que el eco repetía:

—¡Huachua, Huachua de pata colorada! ¡Todavía me hincan las uñitas de los pajaritos! ¡Ay, ay, me punzan las patas de los pajaritos!

Moraleja

Hermoso apólogo que nos enseña que nunca debemos ejercer venganza y que la cólera es muy mala consejera.


Fábula peruana recopilada por Adolfo Vienrich en Apólogos quechuas, Tarma, publicado en 1906.

Texto original en castellano andino del siglo XIX, adaptado al castellano estándar para facilitar su lectura en conmoraleja.com.

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