
Érase una vez tres hermanitas, las tres como un ramo de flores; si una era guapa, la otra aún más. Tenían en el porche un clavelero que florecía todo el año.
Frente a su casa vivía el hijo del rey, que era tan aficionado a los galanteos que siempre estaba en la ventana esperando a que ellas se asomasen, cosa que sucedía cada mañana cuando salían a regar el clavelero, que regaban con agua de nueve aromas. Y un día que la mayor estaba sola, el hijo del rey, queriendo entablar conversación, le preguntó:
—¿Cuántos claveles hay en el clavelero?
Y la muchacha, toda avergonzada, por tratarse del hijo del rey, no tuvo valor más que para agachar la cabeza con la cara encendida, cosa que sorprendió a sus hermanas, hasta que ella les contó lo que le había pasado con el hijo del rey. Y la mediana le dijo:
—¡Bah! Ya iré yo y verás cómo me las arreglo.
Ella subió arriba y empezó a regar el clavelero con la regadera, cuando el hijo del rey, en tono bromista, le preguntó:
—¿Cuántos claveles hay en el clavelero?
Y la chica, toda roja por tratarse del hijo del rey, bajó la cabeza y se marchó sin decir palabra.
La más pequeña dijo:
—¡Bah! Pues ya iré yo. —Y subió arriba.
El hijo del rey, al verla, con media sonrisa le preguntó:
—¿Cuántos claveles hay en el clavelero?
Y la muchacha, decidida, le respondió:
—¿Cuántas estrellas hay en el cielo? —Y regó el clavelero con el agua de las nueve esencias como siempre.
El hijo del rey, burlado, pensó: “Ya me vengaré de esta respuesta”, y a la mañana siguiente se disfrazó de mercader y empezó a pasearse arriba y abajo por delante de la casa de las muchachas.
—A real y dos reales los dedales de plata. ¡A real y dos reales!
Y he aquí que la hermana mayor lo oyó y bajó, pero el mercader le dijo:
—A real y dos reales, y además un beso y un abrazo. —Y la muchacha huyó toda avergonzada.
—A real y dos reales —gritaba el mercader, y la mediana bajó.
—Deme uno, mercader.
Y él le dice:
—A real y dos reales, y además un beso y un abrazo. —Y la muchacha, igual que la otra, se avergonzó y huyó corriendo.
La pequeña, al saberlo, dijo:
—¿Y por eso os asustáis? Ya se lo compraré yo. —Y bajó a la calle y oyó al mercader decir:
—A real y dos reales los dedales de plata, ¡a real y dos reales!
Ella se acercó, y el mercader le dijo:
—A real y dos reales, y además un beso y un abrazo. —Y la chica, que era un poco traviesa, respondió:
—¡Está bien! —Y se llevó el dedal de plata.
Y he aquí que al día siguiente las hermanas fueron a regar el clavelero, y el hijo del rey, que las observaba desde la ventana, les preguntó:
—¿Cuántos capullos hay en el clavelero?
Y la más pequeña le respondió con otra pregunta:
—¿Cuántas estrellas hay en el cielo?
Y el hijo del rey:
—¿Y el beso y el abrazo de ayer por la tarde?
Con esto, la muchacha comprendió que había sido burlada y no quiso quedarse atrás. Así que, llegada la noche bien oscura, se envolvió en un manto blanco y a pasos largos se fue al palacio del rey. El centinela se estremeció al verla; pero se armó de valor y no quiso dejarla entrar.
—Centinela, centinela, si no me dejas entrar, estarás muerto en una hora; si no me dejas entrar, estarás muerto en un cuarto.
Lo dijo con una voz tan tenebrosa que el centinela se asustó y la dejó pasar. Y la fantasma fue avanzando, amenazando a cuantos encontraba hasta llegar a la cámara del príncipe, donde había otro centinela que, por tener la consigna más estricta, no la quería dejar pasar de ningún modo.
—Centinela, centinela, si no me dejas entrar, estarás muerto en un instante.
Y de pronto se metió en la cámara y, cuando estuvo dentro, el príncipe oyendo el ruido se despertó y preguntó:
—¿Quién hay aquí? —Pero aún no lo había dicho cuando recibió una gran bofetada en la cara.
Y la fantasma huyó a toda prisa, y el príncipe gritaba que la detuvieran, y todos se persignaban desde lejos, mientras ella corría por aquellos pasillos y grandes salas medio oscuras, medio iluminadas, que todo resonaban, y con sus luces y ruidos confundidos espantaban.
Y he aquí que a la mañana siguiente las muchachas, con su agua de nueve aromas, regaban el clavelero, cuando el hijo del rey salió a la ventana y les preguntó como cada día:
—¿Cuántos capullos hay en el clavelero?
Y la más pequeña respondió:
—¿Cuántas estrellas hay en el cielo?
Y él:
—¿Y el beso y el abrazo?
Y ella:
—¿Y la bofetada de anoche?
El príncipe, al oírlo, se envalentonó y resolvió tomar una gran venganza.
Y la forma en que lo hizo fue cortejar a la muchacha, luego casarse con ella y matarla. Y como las palabras seducen y los tratos hacen bodas, pronto se celebraron las suyas, con gran alegría y regocijo de todos los presentes, excepto del príncipe, que tenía malas intenciones. Pero la muchacha, traicionera como era, lo sospechaba, y cuando llegó la hora de acostarse, colocó en la cama una figura hecha de azúcar y se escondió.
Y justo a las doce, poco a poco llegó el príncipe, sacó su espada, la clavó en la cama y tocó la nariz de la figura, la cual rebotó y le cayó en la boca. Al notar el sabor dulce, dijo:
Dulcecita en vida, dulcecita en muerte,
si te hubiera conocido, no te habría dado muerte.
Ella, al oírlo, salió de su escondite y le explicó por qué se había escondido, y él se alegró de tenerla por esposa, y le tomó verdadero cariño. Y así fue como, solo por su gracia y viveza, la muchacha llegó a ser esposa del príncipe y, más adelante, toda una reina.
Cuento popular catalán de Francisco Maspons y Labrós, recopilados en Lo Rondallayre, Quentos Populars Catalans en 1875







