


A un zorro oletón, conocido como “el perrito de toda boda”, le llegó la noticia de que se preparaba una gran festividad en el cielo, y, con su terco afán de husmear en todo, fue en busca de su amigo el cóndor para pedirle que lo llevara allí.
Al llegar a la guarida de su compañero, con mucha cortesía y reverencia, le dijo:
—¡Compadre! Me alegra saludarlo, y a la vez, quiero pedirle que me lleve al cielo, adonde he sido invitado para tocar la guitarra en la gran fiesta.
El cóndor, que le debía algunos favores, le contestó:
—Con mucho gusto te serviré de “rocinante”, compadre, pero me pagarás con dos llamitas tiernas, porque, tan gordo como estás, debes pesar bastante.
—No, compadre, no serán dos, serán cuatro —respondió el zorro.
Cerrado el trato, el cóndor se echó al zorro a cuestas, recomendándole que se sujetara bien y que sostuviera la guitarra con los dientes. Emprendieron el vuelo, dejando atrás árboles y cerros, hasta perderse entre las nubes.
Mientras surcaban con orgullo los aires, llegaron a las puertas del cielo, que se abrieron a los golpes del zorro.
El portero se sorprendió al ver a semejantes visitantes en ese lugar y les preguntó la causa de su presencia. El zorro respondió que era un eximio músico y que había venido con el único propósito de alegrar a los espíritus del cielo. Al portero le hizo gracia aquella ocurrencia y los invitó a pasar.
Conducidos ante el coro celestial, el zorro comenzó a pulsar la guitarra con un pasacalle, lo que provocó las carcajadas de los espíritus. Como en toda fiesta no faltan bromistas, a uno se le ocurrió emborrachar al músico. El zorro, entusiasmado con la buena chicha, se animó tanto que comenzó a zapatear al ritmo de la guitarra, entonando con voz melosa esta copla:
“Arrímate, rechinante,
para que pase el llanque,
y tenga ancho campo
donde extender el poncho.”
Embriagado, el zorro no hacía caso a las súplicas del cóndor, quien le insistía que regresaran, por lo que, cansado, el cóndor levantó el vuelo y se fue a la tierra.
Al despertar, el zorro se vio solo en aquella inmensidad, sin su querida guitarra, que le habían robado. Afligido y temeroso, comenzó a llamar y a dar gritos desesperados, pero nadie le respondió. Recorrió de un lado a otro aquellas praderas solitarias donde solo crecía paja, sin encontrar un alma viviente.
Desesperado y pensando solo en la muerte —¡y qué muerte, de hambre!— se le ocurrió que, con la paja, podría fabricarse una soga para descolgarse de allí.
Dicho y hecho, en poco tiempo trenzó una soga larguísima, que creyó suficiente para alcanzar la tierra. Ató un extremo al cerrojo de la puerta del cielo y arrojó el resto, comenzando su peligroso descenso, alegre de haber encontrado un modo de escapar con vida de aquel desierto.
A medio camino se encontró con un cernícalo atrevido, que empezó a revolotear a su alrededor, rozándole el hocico con las alas y preguntándole con tono burlón:
—¿Y compadre, cómo le fue en la mansión celeste?
El zorro, hinchado de orgullo por haber bailado en el cielo, respondió con arrogancia:
—¿Desde cuándo un pajarraco como tú puede ser compadre de un caballero?
Ofendido, el cernícalo le replicó:
—No son caballeros ni aquí ni en la tierra los ladrones de gallinas, primos de los zorrillos apestosos. ¿Cómo puedes compararte tú, que vas al cielo a roer huesos, con quien cruza libre los aires?
El zorro gruñó de rabia y lanzó insultos contra el ave, que, lleno de ira, se lanzó sobre la soga y comenzó a picotearla. Mientras la cuerda se desgastaba, el zorro seguía insultándolo:
—¡Nariz torcida, pico de cuerno! ¡Cuidado con cortar la soga!
Pero apenas sintió que la cuerda se desprendía, y que su descenso se hacía más veloz, comenzó a gritar pidiendo misericordia, suplicando que le tendieran paja o mantas para recibirlo y evitar que se estrellara.
Nadie lo escuchó, y su caída fue tan rápida que, antes de que pudieran oír sus gritos, ya estaba en tierra, hecho pedazos.
Moraleja
Triste es el final de todos los presuntuosos y aprovechados: suben en alas de la amistad y mueren aplastados cuando se quedan a su propia suerte.
Fábula peruana recopilada por Adolfo Vienrich en Apólogos quechuas, Tarma, publicado en 1906.
Texto original en castellano andino del siglo XIX, adaptado al castellano estándar para facilitar su lectura en conmoraleja.com.